domingo, 23 de abril de 2017

La venganza de los idiotas.

5 de Marzo.

Me levanté temprano y me despedí de «S» prometiéndole regresar ese mismo día. Estaba muy nervioso, no sabía qué hallaría en casa. ¿Me encontraré a los parientes de mi padre ahí? ¿en qué condiciones estará el departamento? ¿mi gatita, qué ha sido de ella?

Al llegar entré como siempre. No había nadie. Me recibió mi gatita y vi que tenía alimento y agua de sobra. También había bolsas con ropa de la familia del viejo. Evidentemente habían estado ahí por días. Entré a mi cuarto y muchas de mis cosas habían sido movidas, los cajones esculcados y según la disposición de mi escaso mobiliario deduje que se instalaron ahí para dormir.

Tuve que concluir que fueron a visitar a mi padre, que quizá se hallaba en mal estado y estuvieron con él hasta su muerte. Si fueron a visitarlo casualmente o si les llamó es algo que nunca sabré. Ni me interesa.

Arreglé un poco la casa, luego me senté en el sillón de mi cuarto, con mi gatita como compañía. Me extrañaba y yo a ella. Así estuvimos una hora, yo sintiéndome extraño, un intruso en mi propia casa. Pensaba en la sentencia de la anciana: «Esa... ¡no es tu casa!». Y se me ocurrió revisar nuevamente mi cajón en busca de las escrituras del departamento, que afortunadamente aún estaban ahí. Mi capacidad para prever escenarios nefastos usualmente es aplacada por la apatía del «no pasa nada» pero esta vez tuve el acierto de guardar las escrituras en la mochila para llevarlas conmigo.

Algo dentro de mí me decía que debía extraer más cosas pero esta vez la desidia imperó. Así que sólo tomé un libro, «El mundo de ayer» de Stefan Zweig. Es casi profético que haya elegido ese libro de mi amada librería.

Me despedí de mi gatita prometiéndole volver.

No he vuelto a verla desde entonces.

Mi gatita, mi bebé.

El triunfo de los idiotas.

Me ausenté de casa por alrededor de un mes (mis periodos en casa de mi novia se fueron extendiendo según mi capacidad de adaptación... vamos, la zona de confort se extendió) así que la incógnita de lo que ocurría en casa era ya un vacío enorme en mi mente, un agujero negro emocional con el que aprendí a lidiar.

Una noche recibo un mensaje vía redes sociales. Es una prima (sobrina de mi padre) que me escribe que me comunique con la hermana de mi padre (mi tía, pues). En este punto ya tenía revuelto el estómago: que una prima lejana a quien no he visto en diez años me haya contactado solo puede anunciar lo peor.

Le respondo que no tengo modo de comunicarme con la hermana de mi padre. Entonces me da su número. Pero parece que decide apurar las cosas y suelta la noticia. «Tu padre murió hace dos días; ayer lo velamos y hoy por la tarde lo cremaron».

Tal noticia me dejó impactado y desconcertado. Pero no triste. En mi cerebro sólo se activó el modo «alerta», ese estado dispuesto biológicamente para enfrentar adversidades. Fue un torrente de pensamientos y emociones desordenados, catastróficos.

Me imaginé reestructurando mi vida ya solo en el departamento (¿pero acaso mi padre no se había vuelto desde hacía dos años una sombra de ser humano, arrojado voluntariamente o no al ostracismo?), tratando de repente con gente extraña que conoció al «viejo».

Sobretodo, mi mente trabajaba desesperada por justificar ante todos ellos mi ausencia: el hijo que le quedaba no estuvo en su funeral. ¿Cómo enfrentar eso?

Le informo a «S» la noticia recibida hace una hora. Pasé una hora tragando los acontecimientos. «Ya se murió mi papá». «S» incluso se echa ligeramente hacia atrás, con cara de asombro. Fui todo menos sutil. Me da un abrazo y le digo que debo hablar con «mi tía». «S» me ofrece su teléfono y espacio para hablar a solas.

Dicha llamada bien merecería una entrada propia, pero es mejor resumir solo su esencia, como preámbulo a lo que acaeció después y que me parece casi alucinante. Me responde «mi primo» (sobrino de mi padre) y le pido me comunique con su madre.

La perorata de esta señora fue de pesadilla. Esa familia es muy dada al dramatismo. Me pregunta muy despacio y engolando la voz dónde estoy. Repite cada frase que le digo, me pregunta quién me dio ese número, le respondo que su sobrina. Me pregunta si ya sé lo que pasó, le respondo.

El diálogo es básicamente un reproche entero sobre las condiciones en que murió mi padre. Me acusa de haberlo abandonado. Me mienta la madre. Me advierte (siempre en tono altanero) que el departamento ya no es mi casa (esto es clave). Me percato que se encuentra en estado de ebriedad.

Pero entonces su hijo toma el teléfono y debo soportar su vil monserga. Este imbécil  me acusa de jamás haber sido unido a mi padre (el idiota desconoce por completo la dinámica nociva que implicaba tratar con él), hace apología barata sobre el gran tipo que era y lo mucho que nos dio. Que tenía planes de casarse de nuevo (como si a mí me importara).

Finalmente se atreve a hacer escarnio de la muerte de mi madre y de mi hermano, culminando con esta última pérdida. Me deja claro que no quieren volver a saber de mí y que no vuelva a llamarles. El idiota concluye la llamada.

En mi estado de ofuscación me dejé apalear. No me defendí (aún si en ese momento me hubieran sobrado recursos intelectuales no estaba en posición para desplegarlos). Cuestioné internamente todo lo que me dijeron. Concedí que tenían razón para estar enojados o «dolidos», pero debieron pasar unas horas para darme cuenta que mucho de lo que dijeron no venía al caso.

Sin mayor información sobre los hechos que la proporcionada por aquella prima, y dada la advertencia de éstos sobre que no querían saber de mí, quedé atado de manos. Me dejé conducir robóticamente por «S» a su habitación, donde le relaté grosso modo la amarga llamada.

La única decisión que tomé fue que iría a mi casa al día siguiente.

lunes, 10 de abril de 2017

Ha muerto mi padre.

Mi madre murió de cáncer hace casi veinte años.

Mi único hermano murió de un infarto hace casi diez años.

Mi padre murió hace poco más de un mes.

Cómo ocurrió esta última pérdida y lo que ha ocurrido después es algo que, por salud emocional, debo relatar.

Un mes he permanecido petrificado ante la (en mi pequeño marco existencial) catástrofe que sobrevino y la cual aplasta de modo extraordinario mi juicio y mi ánimo.

Debo hablar sobre ello.

Pero no ahora. Es tarde. Tengo que dormir.

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