jueves, 28 de junio de 2018

Decrepitud.

El decadente Ron Hubbard, fundador de cienciología
y deidad incuestionable de mi padre.
Podría pensarse que la siguiente es una conclusión muy conveniente para librarme de culpas sobre el destino de mi padre. Es más bien una perorata sobre la dejadez.

Ya no tuve más información o referencias sobre sus últimos días y nunca sabré más. Pero tampoco quiero recrear escenarios ficticios. Sólo hay dos opciones: o tuvo los cuidados apropiados hasta que murió, o se le minó física y emocionalmente hasta doblegarlo y hacerlo ceder sus bienes. Solo puedo atenerme a los indicios, a lo que yo mismo vi.

Ya me parecía extraño que nadie lo visitara, por lo menos no con la regularidad de antes. Tengo la impresión de que quería evitar que fueran a verlo, así que era él quien hacía las visitas. ¿Por qué? Porque la casa ya no era adecuada para cualquier reunión decente. Durante veinte años no volvió a comprar una silla, y las que teníamos ya eran inservibles. Así que no había dónde hacer sentar a los hipotéticos huéspedes que llegaran a verlo. Él ya no estaba dispuesto a realizar ningún gasto para la casa, y yo tampoco: su tendencia a dañar o desaparecer el mobiliario pronto me disuadió de siquiera plantearme re amueblar en cuanto tuviera posibilidad. Creo que ya escribí antes sobre cómo se expresaba por vivir ahí, en ese departamento, en ese entorno, que él consideraba «por debajo de su nivel». Ese odio acumulado por años le hizo tomar la resolución de no contribuir más a un lugar despreciable y que además estaba pronto a dejar, debido a su edad. Quizá pasaba por su cabeza algo así como «ya estoy viejo, para qué invierto en algo que no voy a disfrutar y otros heredarían cómodamente».

Otro problema que quizá quiso ocultar a su familia era el mal olor imperante por la orina del gato. Algo que se pudo resolver fácilmente con un recipiente con arena. Desde que llevó al gato a la casa jamás le compró ni la arena ni el recipiente, así que el gato adoptó por sí solo el hábito de orinar en determinados rincones que yo debía limpiar. Me gustan los gatos y yo amaba a ese gatito pero, ahora pienso mucho en los motivos por los cuales mi padre lo llevó a la casa. Adquirir una mascota y no hacerse cargo de ella, o es un acto de inconsciencia o una forma sutil para fastidiar a otros. Pienso que mi padre quería verme lidiar con las travesuras del gato para hacerme sentir incómodo. Bien tuve que tomar ciertas medidas como mantener la puerta de mi cuarto cerrada en mi ausencia, y al llegar debía limpiar los lugares donde el gatito había hecho lo suyo. Si me ausentaba días era peor. Mi padre no limpiaba nada. Orina y excrementos de gato por toda la casa.

¿Por qué diablos ninguno de los dos tuvo a bien adquirir el recipiente y la arena? Ya he referido mil veces mis impedimentos para salir adelante. Además, aunque amaba a ese gato, nunca estuve de acuerdo en que mi padre lo llevara a la casa. No me preguntó si estaba de acuerdo o no en adoptar otra mascota, él simplemente llegó un día con el gatito. No niego que me alegró; amo a los gatos. Pero también me pesó un poco por la responsabilidad que conlleva y de la cual mi padre asumió muy poca. Me parece un abuso introducir un elemento nuevo a un entorno sin consultar a sus moradores y esperar que se hagan cargo de él. Yo lo sentí como un intento de sometimiento por parte de mi padre, pero tampoco iba a dejar al gatito morir de hambre en la casa, y como pude lo mantuve alimentado. Sin embargo, al ver que mi padre se desentendió de procurarle los cuidados básicos, me pareció muy claro que no lo adoptó con buenas intenciones, sino para generarme molestia. Molestia que irónicamente también lo alcanzó a él pues muchas veces el gato llegó a orinarse en su ropa y en su cuarto. Si lo vemos a distancia lo que hizo mi padre fue simplemente estúpido.

Sin muebles adecuados y con mal olor, mi padre fue haciendo del departamento un auténtico chiquero. El colmo del absurdo es que, si odias estar en un lugar y te sientes atrapado en él, no empeoras tu estancia ahí. Por el contrario, intentas mejorarlo o por lo menos mantenerlo limpio y ordenado. Pero él jamás hizo nada por el inmueble, y tampoco hizo nada por dejarlo. Bien pudo rentarlo y largarse a otro lugar, o esforzarse para pagar una renta. La verdad es que él tendió su propia trampa, él solo se arruinó la vida. No puedes culpar a otros o al destino si te disparas tú mismo en el pie, y tampoco puedes quejarte del dolor como si te lo hubieran producido otros. Mi padre era como esos tipos que al caer a una situación insostenible, generada por ellos mismos, se ponen a llorar y a rabiar, comportándose aún más destructivos y erráticos. Entiendo la frustración cuando tienes voluntad de lograr algo y no lo concretas a pesar de tus intentos. Pero me parece injustificada cuando te entregas a la absoluta dejadez.

Con respecto a su situación económica, apenas supe algo de su trabajo. No puedo entrar en detalles pero se le puede encasillar como «comerciante». Ventas, pues. Vender determinado producto y ganar una comisión, con la ventaja de verse libre de horarios fijos y la presión de un jefe. Se gana según cuánto se logre vender, y se logra vender según la capacidad de negociación. Mi padre tuvo una muy buena época al principio. Creo que él pensó que sería así siempre y cuando las circunstancias cambiaron fue demasiado tarde para plantearse otra actividad o producto. Recuerdo que cuando debía asistir a una junta, la evitaba hablando por teléfono diciéndose enfermo o inmerso en cualquier otro apuro. Creo que eso le perjudicó mucho. Yo supongo que se dieron cuenta que eran mentiras, que no era una persona confiable y gradualmente lo fueron desplazando hasta destinarle unos pocos clientes. Recuerdo que recibía llamadas constantes de un compañero y amigo de décadas llamado Raúl, quizá el único amigo que tuvo en su vida. Este amigo habrá presenciado la caída y deterioro de mi padre, pero no lo abandonó, y (conjetura más o menos lógica) lo conectaba con uno que otro cliente.

No sé qué habrá pasado después, pero mi padre dejó de recibir llamadas de este amigo. Quizá ya sólo se sostenían de un clavo ardiendo y lo que hace cuarenta años era una ocupación generosa devino en una actividad de rapiña. Raúl se habrá retirado o habrá fallecido, pero ya no pudo ayudar a mi padre. Éste, habiendo cultivado «fama» de mentiroso y evasivo, ya no pudo abrirse camino en un juego con nuevas reglas y contra competidores jóvenes y de verdad capaces. Fue ahí cuando dejó de pagar cuentas, redujo su dieta (no volvió a pisar un Sanborns) y acabó en la miseria, una miseria auto generada. Un día llegué y ya no estaba el refrigerador. Otro día ya no estaba la computadora. Jamás consideró que se haría viejo y que entonces necesitaría un soporte económico. Nunca trabajó para su futuro. Veía todo en tiempo presente y eran los beneficios del momento los únicos que consideraba. «¿Por qué preocuparme si soy tan chingón? Yo sé mi juego y hago el universo MEST a mi medida». Sí, cómo no, viejo.

Lo que concluyo y me parece evidente es que mi padre era, como se dice en México, un valemadrista y un pocos huevos. Un tipo irresponsable que siempre buscó el camino fácil y se quebraba ante la mínima complicación. Que desperdició y despreció su propia vida fumando, siendo un completo negligente y consumiendo pornografía (varias veces lo descubrí masturbándose). Sus cualidades eran solo aparentes. El tono de voz, el modo soberbio de caminar, el supuesto carisma, eran solo una máscara, muy bien construida por cierto. Toda la gente creyó que él era eso que veían. Pero llegó un punto en que ya no pudo sostener su mentira, y quizá también llegó un punto en que se cansó de sostenerla, y simplemente se permitió ser lo que era realmente. Una vida, una vida entera aparentando debe ser algo agotador, y ni el más astuto y mentiroso puede sostenerse firme hasta el final.

Puedes mantener un contendedor de basura dizque limpio. Tú quieres pensar que luce impecable por fuera, y atascar su interior de desperdicios, acumulándolos a tope. La gente comienza a percibir cierto hedor. Un día el contenedor revienta. Toda la inmundicia se esparce. La gente por fin la ve. Con mis vecinos ya no pudo ocultarse. Varias veces me llegaron a comentar del mal olor que emanaba de la casa, ya fuera de la orina del gato, ya del humo de cigarro. Y decían ver a mi padre un poco desmejorado, como enfermo. Enfermo estuvo siempre. De cobardía, de vicios, de vanidad. Por eso se quedó solo. Qué mujer en su sano juicio querría pasar tiempo con alguien que apesta a tabaco y no se asea. Recuerdo que le gustaba hablar por teléfono, porque la labia era su fuerte. Pero en el trato directo esa labia no era suficiente para enmascarar o compensar sus demás fallas.

Me pregunto qué de bueno hizo por sí mismo. No me refiero a los placeres como comer en restaurantes caros, que se procuraba antes de su abierto declive. Me refiero a un beneficio real, en el aspecto que fuera. Es que ni siquiera hizo nada por cultivarse. En mis días más oscuros me refugié en los libros y no digo que ellos me salvaron, pero sí me ayudaron a sobrellevar la desesperación, la impotencia y el hambre. ¿En qué se soportó él cuando le llegó la hora de padecer? Siempre le dio preferencia a literatura sectaria o «new age». Estaba convencido de los preceptos de L. Ron Hubbard y las pocas veces que platicamos siempre terminaba haciendo ferviente referencia a ellos. También vi que tenía el libro «Los Cuatro Acuerdos» en fotocopias. Mi padre nunca leyó a Carl Sagan, Séneca o Bertrand Russell y tal vez ni sabía que existían. Su universo mental estaba asentado en todos esos libros viejos de Cienciología. Eso lo convierte en un ingenuo sin capacidad crítica, y en un ignorante. Y no puedo dejar de hacer hincapié en la importancia de la salud. Sin salud no se tiene nada. Mucha gente por lo general le da una importancia secundaria y le da prioridad al dinero, al logro profesional, al reconocimiento. Jactarse de tener todo eso cubierto y no tener salud es tan absurdo. Mi padre no tenía ni el dinero, ni el éxito, ni la salud.

Cuando hablé por teléfono con su hermana y su sobrino (esa llamada infame) y durante la última audiencia ante el juez, me culparon de las condiciones en que «vivía» mi padre, si a eso se le llama vivir. Como si yo le hubiera inculcado la cienciología, el cigarro, el porno, la prepotencia, la deshonestidad y la pereza. Lo encontraron en su cama sucio y desnutrido. Pero fumando. Fumando felizmente cigarros de los más baratos en un departamento inhabitable por la peste y la falta de limpieza. Condiciones que no generamos ni yo ni el destino. Mi padre se empeñó por años en llegar a eso, y se puede decir que «triunfó». Logró hacer del departamento una pocilga, alejar a todos los que llegaron a apreciarle y convertirse él mismo en un bodrio. No entiendo cómo eso me hace a mí el «malo». A lo mucho soy un sobreviviente, y no el más hábil o el más fuerte. De hecho corro el peligro de caer en similar degradación.

sábado, 9 de junio de 2018

Ideas de venganza.

Se han vuelto recurrentes ciertas ideas de venganza. Quiero pensar que son solo una etapa pero se han vuelto crónicas. Las tengo en cualquier momento del día sin siquiera alimentarlas o darles juego. Aunque no aparecen de la nada: en el fondo sigo molesto por la pérdida. No fue algo así como un robo común: todo registro fotográfico de mi madre y mi hermano desapareció, terminó en la basura, desechado con indiferencia por la gente más detestable. Vamos, no fue como perder un estúpido iphone.

El estrés de las audiencias me ofuscó y cuando estas terminaron, entré en un estado de «sedación» emocional. No sentía nada. Quería alimentar sentimientos de victoria por haber sentado a esos idiotas frente a un juez, pero la realidad es que no se hizo justicia. Y aunque ya lo había previsto no quedé del todo satisfecho.

Cuando volví a mis estados emocionales habituales fue que esas ideas de venganza emergieron. Supongo que es normal experimentar eso por un tiempo, pero tales pensamientos no me parecen sanos. De hecho son bastante atroces y sería de mal gusto detallarlos. Baste especular de qué sería uno capaz si le fuera posible aplicar justicia propia contra un delincuente.

Jamás llevaré a cabo nada de lo que imagino, y no lo haría aunque tenga la posibilidad. Si bien esa gente y sus actos merecen castigo, no seré yo quien lo imparta y tampoco las leyes, que a diario muestran su ineficacia. De hecho lo más común en el sistema de ¿justicia? penal actual es condonar los delitos y liberar a los infractores. Cada vez que veo las noticias me es más evidente que toda esta supuesta justicia que según procura el sistema penal en mi país es sólo teórica, inaplicable al mundo real.

De ahí que el ciudadano común, en su desesperación, en su anhelo de equilibrar la balanza a su favor, sueñe con, o de hecho busque «alternativas». No es difícil en México contratar matones o sicarios que le den caza a las lacras que nos perjudicaron, en reemplazo de una justicia inexistente. Infortunadamente no tengo el estómago para hacer eso, pero si llegara a tenerlo, de qué serviría. No recuperaría lo perdido.

Aunque el mundo sería mejor sin esa gente.

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