lunes, 23 de abril de 2018

Limbo.

"Man at the window", Gisèle Freund.
Intento recuperar mi antiguo ritmo de lectura (estoy recopilando libros de donde puedo), pero aquí mi concentración es frágil como cristal. La mínima distracción la hace flaquear y después de eso no la recupero. A pesar de estar solo la mayor parte del tiempo, debo tener el ordenador encendido por si recibo un mensaje. No es que me oponga a los entornos online, de hecho soy el primero en servirme de ellos y disfrutarlos. Pero actualmente nadie tiene la paciencia de esperar una respuesta, ni la voluntad de abstenerse por un tiempo de medios electrónicos. Quieren que se les responda de inmediato y entran en estado psicótico ante un “visto” o la ausencia de “like” en el meme que enviaron.

Antes vivía prácticamente solo y sin internet, y podía entregarme a la lectura en un exilio parcial, en el corazón de una ciudad atestada. Cerrando la puerta el mundo tras ella desaparecía y mi realidad devenía un solipsismo, una simulación en pausa. En ese estado los libros cobraban preeminencia y me hacían sentir poseedor de un fundamento para explicarme la realidad. Eran mi modo de abordar un mundo amenazante, un escudo con el cual protegerme, un filtro que lo atenuaba. Y así lograba algo de seguridad, una noción endeble de no estar tan indefenso.

Pero al reanudar mi participación en el mundo, éste no recobraba su brillo, excepto por su impresión de ser peligroso. Las impresiones llegaban como opacas, pero esa opacidad no alcanzaba la perenne sensación de vulnerabilidad. Que ahora, por ciertas circunstancias, esté obligado a volcarme al  exterior, no le resta nada a mi introversión y hasta parezco más ensimismado que antes. La introversión es una coraza fallida pues no me protege de sentir miedo, pánico, ira o frustración. Por lo menos mi anterior contexto era más fructífero. Mi estado actual es de limbo: porque ni estoy concentrado en mis libros ni me siento más integrado al mundo.

miércoles, 11 de abril de 2018

Advenedizo.

Mi novia organizó una pequeña reunión con sus compañeros la semana pasada en su casa. Aún insiste en integrarme a su círculo pero yo encuentro absurda tal imposición y espero se rinda pronto, porque estamos años luz de distancia: yo estoy más cerca a la clase obrera y ellos son profesionistas. De trabajar en el mismo lugar a mí me correspondería limpiar sus baños, así que una amistad con ellos está completamente fuera de lugar. Ni siquiera una charla informal tiene cabida. Y es que no me interesa ser un miserable advenedizo.

Además, mi presencia fantasmal enrarece sus reuniones. Ni ellos ni yo sabemos cómo comportarnos o de qué hablar y tendemos a guardar silencio. Se hace evidente la barrera económica, ideológica y académica, todo lo cual agrava mi timidez. Para espesar aún más mi vergüenza, mi novia interviene aclarando que soy “super tímido” como justificando mi conducta anormal. Yo solo puedo pensar cómo es que mi novia no nota su contradicción: si sabes que una persona es tímida no la obligas a convivir.

Mi novia suele ser un poco soñadora en este sentido. Cree que es posible unir a todas las personas que aprecia a pesar de sus diferencias. Quiere vernos a todos formando un círculo, tomados de la mano, cantando coros felices, en un campo de flores, con un arco iris sobre nuestras cabezas. Pero ella sí se permite discriminar, descartar y omitir a quienes no le agradan. Siento que hay algo perverso en esa tendencia suya. Por qué adherir todos sus afectos en una masa libre de discordia. Eso es tiranía. O simplemente le da lástima verme tan solo.

No se me malentienda, que sus amigos no son malas personas, de hecho (excepto por una chica con arrebatos feminazis) son muy agradables y podría decirse que hasta sencillos, al menos de primera impresión. Pero mi fracaso profesional marcó el modo en que me relaciono con los demás: todo tipo de interacción social o familiar tiene un cariz tortuoso y deja un rastro de humillación. Si marco distancia no es por altanero, solo estoy respetando jerarquías.

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