Dicen que los opuestos son gemelos pero, definitivamente no creo que sea así. Mi principal opuesto siempre ha sido mi padre. Creo que soy su antítesis. Cuando yo lo conocí, él y mi madre ya estaban separados. Los motivos de su separación me los contó ella tiempo después, y no podría reseñarlos todos aquí; sólo diré que el convivir con la familia de mi padre fue para ella una auténtica pesadilla.
Nosotros vivíamos en casa de mi abuela y él iba a visitarnos regularmente. Quienes me cuidaron en ese entonces fueron mis tíos, mi abuela y mi madre, así que él era para mí un extraño. Después, mis padres decidieron vivir juntos de nuevo, ignoro por qué razón. Por entonces mi madre aún lo quería, y supongo que él supo aprovechar eso para engatusarla. Mi padre siempre se ha distinguido por su extraordinaria labia. Y reitero, extraordinaria. Es una habilidad que ha ejercitado deliberadamente y le ha rendido buenos frutos. Le ha valido respeto y admiración. La mayoría dicen de él que es muy culto, inteligente y acertado en sus conceptos. Mucha gente se acerca a él para pedirle algún consejo, y él sabe aprovechar eso para mantenerlos emocionalmente enganchados, fomentando su buena imagen.
El punto es que yo comencé a convivir con él desde los cinco o seis años, cuando nos mudamos para vivir «en familia». Él, mi madre, mi hermano y yo.
Desde niño lo recuerdo como un tipo arrogante. Tenía un complejo de superioridad exagerado. Para él prácticamente todos a su alrededor eran estúpidos, incultos e ignorantes. Era incluso racista. Tachaba a los demás de «nacos» o «indios», algo muy contradictorio siendo él mismo de piel morena. Por cierto, estas actitudes siempre las tuvo en casa. Que yo sepa, jamás tuvo el valor de expresar su desprecio directamente a aquellos a quienes se refería; por el contrario, con ellos en persona era muy «propio», amable y cortés. Un maestro de la hipocresía.
Su trato a nosotros era déspota también, aunque jamás nos faltó nada. Pero sus intentos por educarnos eran esquizofrénicos. Cada consejo suyo conllevaba algún comentario negativo hacia algo o alguien, a la vez que nos instaba a hacernos valer como si fuésemos superiores al resto. Siempre trató de inculcarnos algo así. En cambio, cuando cometíamos algún error, o no actuábamos como él quería, se tornaba en extremo despectivo y hacía lo posible por rebajarnos con largos sermones en los que se deleitaba señalando nuestras fallas. Su intención era vencernos psicológicamente a modo de controlarnos como si fuéramos robots.
Si mi madre intervenía, la bombardeaba con argumentos sobre la «ética» y «el buen comportamiento» que ella no era capaz de refutar, no por su certeza sino por la habilidad con que los exponía (bien ensayados los tenía el tipo). Claro, intercalaba disimuladas ofensas en su discurso: de pendeja no la bajaba. «Pinche Rosa pendeja, tú no educas bien a estos cabrones», le decía. Por supuesto, él no cometía errores y jamás se equivocaba. Al día siguiente nos llevaba de paseo a visitar a la familia o a algún restaurante, y si en apariencia eramos una familia sana o normal, en el fondo vivíamos bajo cierto «terrorismo psicológico», constante y sostenido de su parte, imperceptible para el resto.
De niños, había contra nosotros otro tipo de abuso, y ésta es la primera vez que lo menciono. Él solía tocarnos, a mi hermano y a mí, ocasionalmente, de modo inapropiado, pasando su mano por debajo de nuestra espalda, cuando entrábamos a la cocina y debíamos pasar por el sillón en que se sentaba. Recuerdo la molestia que esto me causaba, pero con nueve años era incapaz de discernir si era abuso o no. Mucho menos se me habría ocurrido denunciarlo. Mi madre observó varias ocasiones esta conducta suya, y aunque la desaprobaba, él reía y se justificaba con algún argumento barato, «Oh pendeja, ¿qué tiene? Son mis hijos...».
No voy a relatar aquí todo el drama familiar; esto es un comentario tangencial solamente. Pero a medida que íbamos creciendo, se fue marcando una división en el círculo familiar. Yo siempre fui muy, muy apegado a mi madre. Incluso, ya con diez u once años, me entristecía el no estar cerca de ella. En cambio, entre mi padre y hermano siempre hubo preferencia mutua. Ya entrados en la adolescencia mi padre comenzó a perder autoridad, así que su estrategia fue variar los abusos, que no disminuirlos. Ya no los dirigía directamente a nosotros; ahora éramos objeto de sus indirectas. Ya no se atrevía a golpearnos; pero sí dañaba nuestras posesiones materiales.
Debo decir algo. Fueron sólo contadas ocasiones en que nos golpeó. Yo recuerdo tres o cuatro. A mi madre la golpeó un par de veces; son las veces lo presencié. Pero más que desquitarse físicamente con nosotros, lo hacía con los objetos de la casa. Una vez que mis padres discutían, él se levantó, tomó una silla y comenzó a azotarla contra la televisión. En otra ocasión, en que mi madre señaló una mentira suya, tomo objetos de su tocador y comenzó a aventarlos a las paredes del cuarto. Su último desplante de violencia fue por mi causa, hace siete años. Entró a la cocina y comenzó a romper los platos, azotándolos contra el suelo. Yo me encontraba presente, pero no me dijo absolutamente nada. Y esto me obliga a reseñar cómo perdió todo valor y autoridad.
Su autoridad fue, no sólo cuestionada sino derrumbada definitivamente cuando mi madre se encontraba enferma por el cáncer. Cuidada por mis tíos (con quienes tengo una deuda infinita), comenzó a sentirse mejor y decidió visitar la casa. La tensión entre mi padre y ella era evidente, ya que él nunca fue a visitarla esos días. Pues comenzaron a discutir en la sala. Déspota y altanero como siempre, se levantó y comenzó a esgrimir uno de sus clásicos discursos. Jamás he sido una persona violenta. Pero el ver a este imbécil balbucear, en voz alta, justificaciones a mi madre, indefensa y ya debilitada físicamente por la enfermedad, hizo que me hirviera la sangre. Sólo recuerdo que salí de mi cuarto, me paré enfrente de él y le dije, «¿¡Quieres que te rompa tu pinche madre, cabrón!?». Se sentó y comenzó a decir cosas que no entendí, pero ya en voz baja. Esperaba que respondiera pero no lo hizo; se encontraba bastante contrariado. Mi madre intervino y me dijo que me calmara... no sé cómo me contuve pero, por ella no fue él a parar al hospital. Siguieron discutiendo pero esta vez yo estaba presente, cuidando que él no volviera a subir su tono.
Claro que no dejó de ser soberbio, pero ahora ya sabía que «las reglas del juego» habían cambiado. De ahora en adelante, encontraría oposición y resistencia que él no era capaz de contrarrestar directamente.
Unos meses después, en Enero de 1999, ella sufrió una recaída de la cual ya no se recuperó. Y aquí entra en juego la marcada división familiar que mencioné antes. Aunque la muerte de mi madre nos obligó a una «tregua», no significa que la enemistad se haya desvanecido mágicamente, mucho menos que la tragedia disolviera nuestras diferencias. Es ingenuo pensar que las cosas se olvidan y ya. Yo no puedo cegarme y hacer como si nada haya pasado. Es una idiotez pensar que estrechar la mano de tu enemigo hace que éste suspenda sus hostilidades. También considero una estupidez eso del «perdón», porque implica una actitud pasiva, propia de alguien que se tiene en tan poco, que permite ser abusado y aprobar esos abusos.
Bien, pues nuestras diferencias comenzaron a emerger nuevamente, con un elemento distinto: el incondicional apoyo de mi hermano hacia él. Mi hermano comenzó a adoptar sus métodos y actuar en «mancuerna» para hacer mi estancia en la casa un tanto «incómoda» y propiciar mi salida de ella, lo cual no sucedió. Mi padre fue muy hábil y paciente trabajando esa predisposición que mi hermano ya tenía para conmigo. Y me molesta que lo haya colocado en tan desfavorable posición. Lo que mi padre buscaba era una confrontación física entre nosotros, alimentando su odio hacia mi, lo cual tampoco se dió. Pero sé que él hubiera disfrutado ver a mi hermano agarrarme a golpes. Sin embargo, sí le causó mucho daño a mi hermano, quien finalmente dejó de ser él mismo; su personalidad se diluyó en la de mi padre, formando ambos una extraña relación co-dependiente.
Pero yo no tenía empacho en señalarle a mi hermano las intenciones de mi padre, y muchas veces me pareció que, a pesar de que la influencia de aquél era casi total, llegó a tomar en cuenta mis observaciones. Le dije cosas muy duras y lamento que mi padre, cobardemente, lo haya usado como arma y escudo. Pero debo decir que todo lo que ambos montaron en mi contra, fracasó. Sí, experimenté mucho coraje, mucha impotencia, pero más que descender a su nivel realizando actos similares a los suyos (que sí llegué a hacerlo) aproveché esos incidentes para conocerme y fortalecerme internamente. Ya sabía yo que al llegar a casa, encontraría ora basura en mi cuarto, ora algún objeto roto, ora mi gatito con la boca sangrando, ora la llave de gas cerrada, ora un diálogo entre ellos plagado de indirectas.
Recuerdo una de nuestras últimas charlas. Mi hermano me lanzó una indirecta, refiriéndose a «los idiotas que se la pasan leyendo». Le dije que claramente no era consciente de lo que habíamos perdido. Nuestra educación trunca nos negó una cantidad invaluable de conocimiento, y yo lo único que hacía era tratar de compensar esa tara educacional. También le dije que jamás ha ocurrido que alguien se vuelva idiota por leer regularmente, y que en cambio, el alcohol, el sedentarismo y las emociones negativas sí que deterioran a la gente.
Quería y quiero mucho a mi hermano. Pero debido a las manipulaciones de mi padre, tengo sentimientos ambiguos hacia él.
Mi hermano padecía obesidad mórbida y falleció de un repentino infarto, a sus 30 años, en Enero del 2008. Entonces mi padre se quedó sin su principal herramienta, y desarmado, suspendió definitivamente toda hostilidad hacia mi. Incluso se ha tornado «amistoso». Hace dos años me invitó a comer a un Vips. Creo que, más que intentar compensar sus acciones movido por la culpa, lo hace para protegerse. Quizá teme que yo tome ventaja. Lo haría si quisiera, pero no viene al caso importunar a alguien que no ha sabido proceder en la vida de forma honorable. Sin embargo, si mi hermano aún estuviera vivo, seguirían practicando la misma vieja dinámica. Debe ser frustrante para él no poder hacerlo, y tener qué fingir benevolencia. Pero estoy seguro que jamás se arrepentirá de lo que hizo. En su mundo, él siempre ha hecho lo correcto. Somos nosotros, los pendejos y jodidos, quienes nada sabemos de ética, responsabilidad, integridad, reciprocidad, etcétera.
Pero debo nivelar la balanza. No todo fue estrictamente malo. Como familia tuvimos muchísimos buenos momentos. Con respecto a lo material, no puedo quejarme. Fui el clásico niño consentido, y tuve cada juguete codiciado en su momento. Siempre en vacaciones viajábamos a Oaxtepec, Vista Hermosa, etc. Pasamos Navidades y Años Nuevos entrañables. Muchas veces mi padre jugaba con nosotros. Recuerdo una vez que mi hermano y yo arrojábamos globos con agua a la gente. Mi padre se nos unió, llevando el juego más allá, arrojando dos globos de agua a una patrulla. Me pareció excesivo, pero debo admitir que también gracioso.
En lo que a mí respecta, estamos a mano. No tengo y jamás tuve malas intenciones para con él. Pero sí me da risa cuando algún conocido me pregunta ingenua y estúpidamente, «¿Ya te llevas bien con tu papá?».
No he escrito esto para despertar compasión, ni para victimizarme o difamar a mi padre. Simplemente hoy estaba en vena para tocar el tema. Además, se dice que «quien no critica al padre, se convierte en el padre», y creo que es necesario observar y reconocer tan nefastos hechos para no reproducirlos. Además, nunca he hablado de esto con nadie, y creo que al menos tengo el derecho de escribir vagamente sobre ello.

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