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Autor: Tomas Wieja. |
Mi mente tiende a desplazarse al pasado; casi vivo rumiando mis recuerdos. Pero ese artículo me hizo cuestionarme si me gustaría deshacerme de ellos. La mayoría no son satisfactorios. Predominan las grandes pérdidas y el temor de perder lo poco que tengo; esos esfuerzos por salir adelante que no rindieron fruto; las oportunidades que se han ido y con ello la sensación de que la vida es limitada, carente de interés, hueca.
Podría considerarse que la técnica que informa el artículo me viene más que oportuna y debería consagrarme a ella a fin de superar el pasado y abrir brecha en mi vida.
La posibilidad me atrae. Pero el «cómo» me causa repulsión.
No quiero decir que me agrada lo que ha sido mi vida, para nada. ¡Cómo me gustaría que fuese o hubiese sido diferente! Pero prefiero asumirla tal como ha sido y no engañarme con fantasías que, aunque quizá resultarían reconfortantes no dejarían de ser una evasión ante algo que merece y debe confrontarse.
Es duro evaluar treinta y tres años de vida y concluir que no han sido muy buenos. Pero, ¿por qué renunciar a ellos? ¿no es más acertado desmontarlos desde la razón para disolver la sensación de injusticia que producen? Al menos se debe hacer el intento. Creo que exhumar a detalle el pasado y reconstruir nuestra propia historia tiene más valor que crearnos coloridos escenarios falsos.
A fin de cuentas, la memoria es por si misma, deficiente. Nuestros recuerdos, buenos y malos, eventualmente se desvanecen, se tornan cada vez más difusos. No ocurre con todos ellos pues algunos están mejor «impresos» que otros, según su importancia o el valor que tengan para nosotros. Pero incluso los más significativos se van difuminando poco a poco.
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