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"Direct Assent", Adam S. Doyle. |
Un Sábado a mediodía llegó mi abuelo con una caja de la cual sacó un pequeño carrito de plástico azul y llantas negras. No era nuevo pero el modo en que lo extrajo me indicó que se trataba del mejor juguete del mundo. Lo colocó en el suelo y lo echó a andar. Lo tomó nuevamente, se acercó a mí sonriendo y me lo dio. Le agradecí con una sonrisa producto de mi sorpresa que le habrá alegrado el día. Es increíble que de algo tan sencillo emane tanta felicidad.
Entonces tenía yo cinco años.
Algunos días después, cuando mi madre fue por mí al kinder, llevó consigo el carrito para que yo jugara con él de camino a su oficina, que se encontraba a la vuelta en la misma cuadra. Entre mi escuela y su oficina había una escuela primaria. Los niños que asistían a ella me parecían gigantes, como habitantes de otro mundo. El universo mental de un niño de cinco años crea enormes distancias y fronteras en lo que resulta de hecho, tan cercano. Yo tenía mi universo aparte y lo mantenía libre de intromisiones. Al pasar por la entrada, uno de esos niños me pidió el carrito prestado. Accedí sin titubear aunque en el fondo no quise hacerlo. Ver el regalo de mi abuelo en manos de un extraño que ignora su valor me produjo una extraña desazón.
Qué fácil es perder lo que más queremos. Peor aún, a veces lo entregamos «voluntariamente». Aprender a decir «no» es una facultad que debe desarrollarse cuanto antes. De otro modo se vivirá sometido, haciendo todo lo que no se quiere hacer.
El niño observó el carrito, lo depositó en el suelo y lo lanzó hacia el patio de la escuela. «Ve por él», me dijo. Al ver mi juguete desplazarse al interior de un entorno desconocido, me sentí desprotegido. Como si yo fuera el juguete, inmerso de repente por fuerzas superiores a un ambiente inhóspito. Entonces conocí el miedo.
Volteé atrás instintivamente buscando a mi madre. Ella observaba la escena como un incidente natural. En mi interior se dio un sentimiento doble: por un momento la asocié con todo lo que me jugaba en contra, pero pronto se impuso la fuerza de su vínculo protector. Eso me dio valor para aventurarme al patio y recuperar mi regalo tan preciado. Ahí estábamos mi abuelo, mi madre y yo contra la frialdad del mundo.
Aunque ese evento me dejó una profunda impresión de disidencia, para nada me era extraña. Dicha sensación de discrepancia era mi compañera incondicional en el kinder. Mi madre me permitía ausentarme constantemente, así que era un miembro irregular. Tanto maestras como alumnos me veían como un extraño. Quizá aquellas criticaban que mi madre me concediera tanta libertad. Posiblemente creían que estaba forjando un inadaptado. De hecho, me desenvolvía como tal.
Nunca sabía qué hacer, o cómo jugar con los otros niños. En una pared del pequeño patio había neumáticos colgados, pintados de colores, con los cuales los alumnos jugaban durante el «recreo». Había qué ser muy avezado para lograr hacerse con uno de esos neumáticos tan codiciados. Pero nunca tuve la osadía de «pelear» por uno. Me quedaba de pie mirando a los que sí lo hacían y recorrían triunfantes todo el patio. Al terminar la media hora de juegos devolvían la llanta a su sitio. Yo me acercaba a alguno de ellos a pedirle que me dejara colgarla. Su rechazo era lógico: no me conocían.
Actualmente, cuando paso cerca de una escuela y escucho los gritos de los niños, siento una pequeña contracción en el estómago. Esos gritos, atropellándose unos a otros, formando una estridencia constante como la de un enjambre, me proyectan temporalmente al salón donde todos corrían y jugaban, y yo era una estatua que presenciaba inerte y confundida su bulla infantil. Esa misma nostalgia tensa me la produce también, el olor de los crayones.
La oficina donde trabajaba mi madre era mi segundo hogar. Se encontraba en una antigua casa de dos pisos, condicionada para propósitos burocráticos. De estilo colonial, propio de la colonia Roma, con su silencioso sótano oliendo a humedad y múltiples habitaciones, resultaba un increíble «cuarto de juegos» infinito de explorar, algo así como un castillo. Ignoro qué fue de todos los compañeros de mi madre, pero me siento en deuda con ellos por su tolerancia. Puedo afirmar que mi presencia ahí no era del todo oportuna, pues con mis juegos alteraba la tranquilidad que se supone debe predominar en un ambiente laboral. Mayor es mi deuda con mi madre. Estoy seguro que no fueron pocas las veces que debió disculparme con ellos. Aunque mis travesuras jamás fueron de gravedad, mi sola presencia ya añadía cierta inestabilidad al ambiente.
La primaria fue una época de altibajos. El primer día entré en pánico. Rompí en llanto y regresé corriendo a la entrada. Me sentí ridículo pero no pude evitarlo: el apego a mi madre y el temor a un escenario nuevo me traicionaron. Mi madre me observó con ternura, la maestra sonrió y ambas intercambiaron comentarios que no recuerdo. Finalmente entré en un estado de vencimiento y me dejé conducir a la fila con los demás alumnos.
Los grupos en dicha escuela eran reducidos. Nunca había más de veinte alumnos. Los salones eran pequeños y casi no entraba la luz, lo que me provocaba una sensación de asfixia. Nuevamente ajeno a la interacción que sucedía alrededor, permanecía observando atento, abrumado por los estímulos, entrando en un estado cercano al sueño. Era como si no estuviera ahí. Frente a mí se sentaba un niño rubio bastante serio y con anteojos. Se llamaba Daniel y era prácticamente inexpresivo. A veces volteaba hacia mí para pedirme prestado un lápiz o una goma, y yo aprovechaba ese factor para intentar entablar amistad con él. Me sentía solo y necesitaba ya ni siquiera un amigo sino al menos un aliado al cual sujetarme para no sentirme tan marginado.
Tanto la seriedad extrema como la vehemencia desatada siempre me asustaron. Las cosas mejoraron cuando entablé amistad con un niño llamado Jesús, que de algún modo era la antítesis de Daniel. Moreno y rechoncho, Jesús tenía un carácter afable y cariñoso. Me reconfortó los primeros días en el colegio y me presentó con los demás niños. Sin embargo, mi amistad con él fue más estrecha que con el resto. Jesús, o «Chucho», como solían decirle, fue el primer amigo que tuve. Al contar con él mi estancia ahí ya no resultó tan amarga. Infortunadamente solo permaneció en el colegio ese año.
Mi maestra Martha era una persona comprensiva y dócil. Un «alma noble», es como mejor se le puede describir. Bajita, de cabello negro y largo, y facciones un tanto toscas, se mostraba siempre serena, sin perder la calma ni mostrar un ápice de enojo o frustración. Poco a poco aprendí a confiar en ella. En cambio se hablaba con temor de otras maestras. De niños se nos imponen numerosos espejismos que aceptamos ciegamente. La mente infantil es presa absoluta de las figuras de autoridad aunque estas sean meras representaciones de personas comunes en aras de la disciplina y el respeto. Si actualmente pudiese confrontar a alguno de mis otrora educadores, sentiría compasión por ellos.
Sin embargo, cuando tenía seis años y escuchaba hablar de la maestra Georgina, me sentía amenazado y se aceleraba mi pulso. Ella impartía la clase de Inglés. Cuando no llevé el cuaderno destinado a su clase y me lo solicitó para calificarlo, fue tal mi angustia que me entregué al llanto. Se mostró sorprendida y solo me dijo que lo llevara al día siguiente. A pesar de su semblante severo, no resultó ser como las historias que se contaban sobre ella. Pero bastó creerlas para pasar un muy mal rato. A veces el terror psicológico se basa más en falsas creencias que en hechos concretos.
En tercer año conocí el elitismo al entablar una inesperada conversación con un compañero de posición económica elevada que por lo general me ignoraba. Cometí el error de decirle que aquella enorme casa donde mi madre trabajaba era donde, de hecho, vivíamos. No me pareció del todo falso. En cierta forma era mi casa; la sentía como mía. Este compañero, Leonardo, me miraba escéptico y me preguntaba constantemente si realmente vivía ahí. Yo sostuve que sí y para comprobarlo le pedí que me acompañara al salir de la escuela. Lo llevé conmigo y lo presenté con mi madre. Al quedar convencido se despidió amablemente. Al día siguiente mostraba un trato que nunca había tenido antes. Me saludo, entabló conversación conmigo y me integró a su círculo.
Después me invitó a comer a su casa y accedí. Él vivía en una casa de tamaño y diseño similares a la que alojaba la oficina de mi madre. Realmente pasé un buen momento. Jamás me molestó la actitud altiva de Leonardo durante la escuela. Simplemente era su modo de ser. Pero desprovisto de esa actitud, resultó ser atento y amistoso. Era como otra persona. Nunca me detuve a pensar en los motivos de ese repentino cambio, solo pensé que quería hacer amistad.
Unos días después volvió a su actitud soberbia. Cuando fui a saludarlo me interrumpió con un resuelto «lárgate de aquí» y me dio la espalda. De algún modo se había enterado que «mi» casa no era mi casa y se sintió defraudado. Pero me tomó meses conjeturar eso. Creo que su indignación se debió más a la intromisión que al engaño. Al creerme uno de los suyos bajó la guardia y me permitió conocerlo sin la máscara que ofrecía a los que consideraba inferiores. Esa debió ser la mayor ofensa para él: invitó a un plebeyo a su casa, le dio de comer en su mesa y le hizo partícipe de su vida personal.
Se cree que los niños representan la inocencia, la visión del mundo con mirada ilusa, la ausencia de discriminación y malicia. Pero esto no es del todo cierto. También son capaces de manifestar antagonismo y despreciar a otros en base al «status». Pueden estimar la importancia de una persona en base a dónde vive. Si su vivienda es ostentosa, merece reconocimiento. Si es austera, tiene poco valor. Mientras yo estimaba a las personas según sus cualidades intrínsecas, Leonardo ya aplicaba estándares materialistas. Con apenas ocho años iba un paso adelante: tenía ya una mentalidad apta para abrirse camino en un mundo donde el alcance económico es la atroz medida del valor individual.
Hola Daniel.
ResponderEliminarHa sido un gusto leer tus memorias. Me has dado un rato muy grato. Tus relatos atrapan. Deberías escribir un libro.
Buen día.
Eremita, muchas gracias por el comentario y me alegra que hayas disfrutado leer mis desvaríos. Ojalá tuviera cualidades para escritor pero bueno, uno intenta expresarse lo mejor posible.
EliminarGracias por tomarte la molestia de leer y comentar. Un saludo Eremita. :)