viernes, 2 de noviembre de 2012

Ese "algo" que encauza al destierro.

"Introversion", Matt Dixon.
Recuerdo mi infancia con cierta nostalgia no solo por los momentos vividos sino por el estado de lucidez del que gozaba a pesar de mi fricción temprana con el mundo. No me refiero a una lucidez intelectual producto del conocimiento o el ejercicio de la razón,  sino a un estado de bienestar que emanaba de la ausencia de conflicto. Tan refulgente estado se fue desvaneciendo en mi pre-adolescencia.

Cuando tenía once años llegaron nuevos vecinos: una familia compuesta por cuatro. El padre, su esposa y sus hijos, un chico y una chica. Manuel tenía ocho años y Alejandra doce. Sus padres conformaban una pareja muy peculiar. El esposo, muy parecido a Steve Perry, vocalista original de Journey, era un hombre educado «a la antigua». Se notaba  su fidelidad a un código de conducta que le hacía discreto y reservado, lo que le añadía un halo de formalidad. Su esposa era más desenvuelta. En definitiva no seguía ese estricto código, ni ningún otro. Más bien ejercía una libertad que melló un poco su reputación, tal vez a propósito para contrastar con su esposo.

Curiosamente el hijo era reflejo directo del padre y la hija era  influenciada principalmente por la madre, lo que sugería que la familia estuviese fracturada en el fondo. Eran unidos, sí, pero la influencia de cada padre era muy marcada. En consecuencia crearon  reproducciones aproximadas de sí mismos. Yo me llevaba bien con sus dos hijos. En un principio entablé gran amistad con Manuel. Creo que me veía como una especie de hermano mayor. En casa prácticamente lo adoptamos. Lo invitábamos a jugar Nintendo y a comer o cenar. Algunas veces acompañó a mi madre a mi escuela y regresábamos los tres juntos. Era un niño completamente inocente y por no saber defenderse los otros eran crueles con él. Yo hacía de defensor ante los que le tenían mala fe y trataba de evitar que le hicieran daño.

Mi vida se complicó un poco cuando Alejandra comenzó a demostrar atracción por mí. Su efusividad me emocionaba pero también me asfixiaba un poco. Simplemente se acercaba a mí y me abrazaba en una forma que yo percibía tosca e invasiva. Me perseguía a todas partes y a su vez me exigía que la acompañara. No entendía por qué le gustaba. Quizá porque ya se había involucrado con la mayoría de los chicos que consideraba atractivos y solo faltaba yo.

Una vez que estaba solo en casa llegó Manuel a buscarme y lo invité a jugar Nintendo. Más o menos una hora después Alejandra llegó a buscarlo para llevarlo a comer, pero se quedó con nosotros a jugar. Era pésima y nos desesperó; realmente no parecía esforzarse mucho así que le arrebatamos el control. Pero lo que ella menos quería era integrarse al juego; eso era un mero pretexto para acercarse a mí. Se sentó muy cerca y me abrazó mientras yo seguía jugando, haciéndome perder la concentración y malogrando mis jugadas. Me robaba besos ocasionalmente a los que yo no sabía cómo responder, pues mi atención estaba en la consola, no en ella. Tampoco supe qué hacer cuando se sentó en mis piernas. Le pedía que se quitara pero se empeñaba en permanecer encima de mí.  Yo no entendía por qué su insistencia si el sillón era amplio y había sillas alrededor. Manuel, que conocía muy bien a su hermana, no se inmuto ante su proceder y seguía jugando como si nada ocurriese, tratando de superar el nivel del videojuego. Vaya cuadro.

Me tomó años comprender el abismo entre Alejandra y yo. Aunque ella era solo dos años mayor ya tenía mucha experiencia en cuestiones amorosas. Mi idea del noviazgo aún era inocente y no involucraba, como para Alejandra, seducción y «juegos». Ni siquiera columbré que Alejandra buscaba lo que vulgarmente se conoce como «faje». Exigía de mi algo que debido a mi ingenuidad no podía darle. Sin embargo ella significó mi primer encuentro con el denso y abrumador contacto físico. Podría decir que ella me introdujo a ese extraño mundo pero no fue del todo así, pues mi paso del simple coqueteo a la sensualidad jamás fue definitivo. Ella siempre intentó llevarme consigo pero yo me resistía. Me intimidaba estar con ella y sentir su aliento. A veces simplemente me quedaba quieto, pasmado, mientras ella me abrazaba ansiosamente y acercaba sus labios a los míos.

Debo decir que Alejandra era muy guapa. Alta y delgada, me parecía toda una mujer y nunca la vi como mi contemporánea sino como un ente superior. Me gustaba mucho el contorno de su rostro y su nariz respingada. Sin duda era muy sexy y de hecho irradiaba mucha sensualidad, propia de la adolescencia en ciernes. Al verla no podía evitar sentir esa energía en la boca del estómago. Cuando oficialmente nos hicimos novios estaba desatada. Me buscaba más que antes y prácticamente me acosaba. La realización de todo hombre a cualquier edad es resultarle atractivo a una mujer bella y que se muestre apasionada. Sin embargo, mi intensa relación con Alejandra me produjo sentimientos encontrados. Éramos dos mundos distintos colisionando: su experiencia tratando de consumir mi ingenuidad para disfrutar juntos la relación a su modo. Ella no podía involucionar para estar conmigo; yo debía dejar atrás mi infancia para estar con ella. Y cada beso suyo me invitaba apresuradamente a ello.

Sin embargo mi ingenuidad se impuso y jamás pude ascender a donde ella, con paciencia y cariño, intentó llevarme. Después ocurrió un evento nefasto: mi padre se enteró de lo que ocurría entre Alejandra y yo. Siendo un misógino recalcitrante, me conminó severamente a ser violento con ella para que interrumpiera esa actitud conmigo, a sus ojos licenciosa. El temor obliga y sumisamente obedecí. Es una cicatriz que llevo en el alma. La intervención de mi padre en mis asuntos personales siempre fue ruin.

Finalmente Alejandra desistió y se alejó. No pasó mucho tiempo para que hallara consuelo en otro chico de su edad que sí estuvo a su altura. Un par de años después Alejandra, Manuel y sus padres se mudaron a un sitio mejor y por mucho tiempo no supe de ellos.

Aunque en mi círculo de amigos fui el primero que incursionó en el afecto físico, poco a poco ellos fueron adentrándose plenamente a ese fascinante mundo, sin temor a experimentar. El problema es que yo no lo hacía; mi metamorfosis no se daba. A pesar de las oportunidades que después de Alejandra se me presentaron, por alguna extraña razón las rehuía. Este rezago me impactó cuando la más inocente de mis amigas y un año menor que yo, se entregaba a un apasionado intercambio de besos y caricias con un chico que la tenía arrinconada contra la pared. Tan inmersos estaban el uno en el otro que ni siquiera notaron mi presencia, pero instintivamente aceleré el paso debido a la impresión.

No lograba asimilar lo que había visto. Mi amiga, la que meses atrás se sonrojaba al saludarla con un beso en la mejilla, ahora prodigaba verdaderos besos a un chico. Me produjo un shock presenciar su transformación y de repente mi inocencia se me antojó ridícula. Mientras mis amigos ya daban sus primeros pasos en la adolescencia yo permanecía estancado, sin devenir arrojado en la natural y consecuente exploración de los sentidos.

Sentía que ese mundo al que ellos se estaban adentrando me estaba vedado, y no por alguna cuestión de moralidad o la mezquina prohibición paterna. Algo dentro de mí no funcionaba bien y delimitaba mi horizonte.

No es que careciera de instinto. Durante el quinto año del colegio estuve enamorado de mi maestra, quien según recuerdo tenía alrededor de veinticinco años. Por supuesto era solo amor platónico, pero ese afecto revelaba que mi instinto se encontraba  intacto. Sigue impreso en mi mente ese momento dorado en que ella, de pie y apoyando sus manos en el escritorio, exhaló y suspiró inclinando su cabeza hacia arriba con los ojos cerrados tratando de disipar un poco su cansancio. Mi amigo Mario y yo volteamos a vernos admirados. Ambos captamos la sensualidad en ese dulce y seductor gesto de nuestra maestra. No conllevaba nada erótico pero nosotros lo interpretamos así.

En sexto año me enamoré por un tiempo de una compañera llamada Sheyla. De tez muy blanca y negro cabello largo, era la más bonita del salón. Me fascinaba no solo por su belleza sino por su delicadeza. Evocaba una figura de cristal que en cualquier momento podía romperse. Era muy tímida y silenciosa. Había qué aguzar el oído para poder escuchar lo que decía. Tosa su aura despertaba en mí sentimientos de ternura. Un día se me ocurrió regalarle una tarjeta en la que le confesé mi sentir. Me costó muchísimo trabajo debido a mi timidez pero lo hice. Fue un momento breve y falto de romanticismo debido a mis nervios. Ambos nos sentimos avergonzados. Después me enteré que ella andaba con Leonardo y ya no intenté nada más.

Fui un muchacho enamoradizo, pero algo me impedía dar el siguiente paso y concretar un lazo con todo lo que conllevaba. Me parecía brutal un encuentro amoroso en su aspecto básico. El solo presenciar a mis amigos hacerlo ya me impresionaba bastante. Tal vez mi instinto se conformaba con fantasías etéreas donde se podía prescindir del ardiente placer físico. Pero fue ahí que comenzó a gestarse en mi mente la concepción de la mujer como algo intocable y mítico. Y aunque entre mis amigas y yo siempre existió ese elemento de tensión amorosa, ya no las veía como parejas potenciales a las que podría cortejar sino como conocidas, vecinas o compañeras nada más. Me permitía soñar despierto con ellas pero a veces ni siquiera en mis ensoñaciones iba más allá.

Así, tanto compañeros del colegio como amigos cercanos maduraban al unísono en base a las mismas experiencias. Yo me estaba quedando muy atrás pero debía fingirme tan experimentado como ellos y extraer de sus testimonios construcciones mentales para montar una simulación que me hiciera ver emparejado. La realidad es que ya no pertenecía a su mundo. Aunque ignoraban mi situación y me seguían estimando, ya no me sentía parte del grupo. Si bien aún compartíamos diversas afinidades, a las puertas de la pre-adolescencia era un proscrito. Y cuando en alguna charla se abordaban  las cualidades del sexo opuesto, yo debía escuchar y asentir como si fuese entendido también, mientras mi fuero interno se llenaba de interrogantes. No tenía la menor idea de lo que hablaban pero intentaba figurarlo.

Mi integración era ficticia. Estaba dejando de ser humano. Me convertía gradualmente en  una mera réplica, en un imitador vacío.

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