miércoles, 7 de noviembre de 2012

La muerte de mi madre.


A principios del año 1998 mi madre comenzó a sentirse mal. Se levantaba tarde, tenía poco apetito y redujo su nivel de actividad. Supusimos que padecía solo una anemia. También dormía mucho y mi padre la criticaba por eso. Le decía que era una perezosa, usando términos más despectivos. Él no se preguntaba si quizá era una enfermedad más grave que una simple anemia y no le importaba. Había encontrado empleo y eso restauró su soberbia a niveles normales.

Yo era quien más preocupado estaba. Siempre fui muy apegado a ella. Incluso, contando ya con doce años, me entristecía no tenerla cerca. Durante unas vacaciones a esa edad, me quedé una semana en casa de mi tío Jesús. Realmente yo no lo decidí. La noche anterior habíamos ido de visita y me quedé dormido. Mi tío le dijo a mi madre que no me despertara y que me cuidaría durante esos días. A pesar de la hospitalidad no lo pasé muy bien pues la extrañaba y buscaba algún momento de soledad para llorar su ausencia. Como si fuese un niño de cinco años.

Tenía diecinueve años y mi madre se encontraba enferma. La acompañé a realizarse unos análisis y en efecto, padecía una anemia severa. Pero era solo el síntoma de un mal mayor.

El conflicto entre ella y mi padre se había agudizado. La división familiar ya era muy marcada y nos encontrábamos en una silenciosa guerra. Mi padre echó mano de toda su mezquindad. Como casualmente dejó en un mueble de la mesa fotografías suyas con otra mujer. Otras indignas muestras de valor consistían en amenazar con irse. Mi madre lo frenó en seco al decirle que le parecía perfecto y que podía irse cuando quisiera. Pensó que le rogaríamos quedarse. Luego, para llamar la atención fingió un infarto. Mi madre, familiarizada con sus tendencias mitómanas dijo que hablaría a la ambulancia, ya que era una seria emergencia. Mi padre se recuperó de repente y dijo estar bien. En otra ocasión él habló por teléfono a casa y solicitó a mi madre que preparara de comer en diez minutos, el tiempo en que él llegaría a comer, para irse de nuevo a una junta importante. Ella preparó una sopa que por supuesto él ignoró; tan solo quería manipular y comprobar cuánto poder le quedaba.

Lo que más le molestaba a mi padre era mi cinismo y rebeldía. Si algo alimentaba su ego era causar temor sus hijos y dejarlos en shock. Lo que le destruía era que cuestionáramos su autoridad, lo cual hacía solo yo, ya que mi hermano estaba de su lado y se había convertido en su sirviente. Para entonces no me importaba ni me afectaba lo que dijera. Para mí, una persona como el carecía absolutamente de valor y uno de entre mis pocos propósitos fue demostrárselo. Todo entre ambos parecía apuntar a una confrontación física cuyo resultado era incierto. En esos tiempos ya se encontraba en declive y nunca tuvo buena condición; pero se encontraba más o menos entero y era capaz de defenderse. Yo gozaba de plenitud física merced al entrenamiento con pesas. Hubo ocasiones en que su reacción natural hubiese sido, como cuando era yo un niño, levantarse y golpearme. Pero en el fondo sabía que si en estas nuevas circunstancias lo intentaba, recibiría el golpe de vuelta y no sabría manejarlo. Él ya notaba mis deseos de que eso ocurriera y me odiaba profundamente por eso: por temer a alguien que antes le temía a él.

Pero debí posponer ese pleito debido a la enfermedad de mi madre. Ella se encontraba muy agotada lo que la colocaba en desventaja. Mi tío Marcos la invitó a su casa para cuidarla y estar pendiente de ella. Aceptó y la acompañé. Así ambos abandonamos temporalmente el departamento pero yo regresaba ocasionalmente por algunas cosas. En un momento dado ella me propuso abandonar definitivamente el departamento y replantearnos una vida distinta, libres de la nociva influencia de mi padre. Me hubiese gustado decirle que sí, pero en ese momento le dije que no podía renunciar así a un departamento que le pertenecía y que no era ella quien debía abandonarlo.

Entre toda la familia cuidamos a mi madre y le reiteramos lo importante que era. En esos días se supo querida por todos y esperábamos se recuperara. Algunos días después fue hospitalizada. Le realizaron más estudios que revelaron cáncer. Fue un golpe que se hizo sentir lentamente. Nadie reaccionó con alarma. Tan solo nos sentimos abrazados por la adversidad. El tumor crecía pero afortunadamente la internaron y la operaron. Recuerdo el semblante agotado y asustado de mi madre antes de entrar a cirugía. Todos la reconfortamos y aunque estábamos preocupados en el fondo también descansábamos al suponer que esa cirugía le devolvería la salud y todo sería como antes, quizá mejor.

La cirugía resultó exitosa. Le extrajeron ese tumor y después de meses respiramos tranquilos. Sentíamos despertar de una pesadilla.

Nuevamente, después de salir del hospital, mi madre estuvo al cuidado de toda la familia en casa de mi tío Marcos y poco a poco comenzó a recuperarse. Desde que mi madre y yo dejamos el departamento hasta su proceso de recuperación, jamás nadie se preguntó por mi padre y mi hermano. El cisma familiar era más que obvio. En lo personal no me importaba saber de ellos y en las circunstancias que enfrentábamos su ausencia resultaba irrelevante. Pero mi madre preguntaba por mi hermano y le redactó una carta que me pidió entregarle. En ella le preguntaba por qué no había ido a verla todo ese tiempo y si estaba molesto por algo. No me gustó que mi madre hiciera esto pero lo respeté y no dije nada. Después de todo, el amor de una madre trasciende cualquier muestra de desprecio por parte de su hijo. Sin embargo mi madre apelaba a un sentimiento que en mi hermano no existía.

Cuando mi madre recuperó ánimo y un poco de peso corporal, contempló la idea de regresar a casa. Extrañaba su espacio y sus cosas. El tiempo que estuvimos ausentes de algún modo tranquilizó las cosas. Creo que todos estábamos cansados de tanta fricción y no teníamos disposición para reanudar esa guerra silenciosa. Por algunos meses hubo una relativa paz en casa. Mi madre se encontraba a gusto, tenía planes y a pesar de la sombría experiencia tomaba la vida con nuevos bríos. Pero no se encontraba del todo restablecida. Aún lucía débil y un poco demacrada. Yo era aún tímido y cohibido pero hube de bloquear mis complejos; la situación me impedía entregarme a ellos. Mi principal angustia era mi madre, así que me enfocaba en hacer todo lo posible por su bienestar.

Ocurrió un fenómeno raro esos días. Mi madre estaba fuera de sintonía con la vida. Algunas cosas no le resultaban bien. Atravesó lo que se conoce como «una mala racha». Una vez al ir al mercado, tuvo un pequeño altercado verbal con una persona. No pasó de eso pero aún recuerdo cuando llegó mi madre y extrañada me contó el incidente.

Otro incidente que me marcó aún más que el anterior fue cuando salió a visitar a una vecina. Después de eso, en vez de regresar a casa fue al supermercado. De repente tuve un mal presentimiento con respecto a ella; «sentí» que algo andaba mal. Cuando regresó se encontraba asustada. Me contó que al salir del supermercado fue sorprendida por un tipo que se ocultaba bajo las escaleras de un puente y la asaltó. La tranquilicé pero en mi fuero interno le reproché haber ido al supermercado sola y entrada la noche. Pero ese reproche secreto cedió a una pesada culpa cuando de las bolsas el supermercado sacó un paquete de hojas en blanco para mí. «Toma, para que dibujes», me dijo. Aún conservo el paquete intacto. Es el último regalo de mi madre y no me atrevería a usar una sola de esas hojas pues simbolizan algo dolorosamente trascendente: a pesar de su estado tuvo el detalle de pasar por el anaquel de papelería y adquirir esas hojas para mí.

Siempre recordaré aquella vez que entramos a un restaurante de comida mexicana. Hacía años que no visitábamos uno de esos locales pero esa vez mi madre quiso regalarse ese lujo. Yo seguía preocupado por ella pues hubiese preferido llevarla cuanto antes a casa para que pudiera descansar, pero pasamos un buen momento sentados a la mesa mientras platicábamos de todo un poco. La comida era buena y mi madre estaba contenta. Me conmovió verla y a la fecha, al recordar ese momento se me hace un nudo en la garganta. Fue el último buen momento de convivencia que tuvimos. No fue del todo pleno porque subyacía mi pendiente por ella ya que no se sentía del todo bien.

Esa temporada no duró mucho. Mi madre comenzó a bajar de peso y padecer los mismos síntomas que al inicio de la enfermedad. Se debilitaba rápidamente y llegó un momento en que era incapaz de subir o bajar las escaleras. Cuando la llevamos a que le realizaran exámenes estos revelaron una ramificación del tumor que había invadido sus pulmones. Fue hospitalizada nuevamente el 1ro de Enero de 1999. Esta vez mi padre asumió un rol activo. Quizá porque aún la quería o quizá por obligación. Pero finalmente hizo lo correcto y enmendó parcialmente sus hostilidades e indiferencia pasadas.

No recuerdo del todo bien esos días en el hospital. Es como si mi memoria los hubiera bloqueado. A decir verdad, todo el proceso desde el inicio de la enfermedad de mi madre es nebuloso. Mi mente no registra con precisión las fechas ni los eventos. Hay muchos detalles que mi psique borró. Pero un incidente que no olvido es aquél en que mi madre, acostada en la camilla, volteó a ver a una de las enfermeras y me dijo, «Está bonita la enfermera, ¿verdad?». Yo asentí y la enfermera nos sonrió a ambos. Creo que mi madre de repente se interesó por mi relación con las mujeres. Seguramente a ella le habría gustado verme alguna vez con una novia y su comentario era su forma de incentivarme un interés por el sexo opuesto. Fue su modo de recordarme que tenía derecho a esa experiencia y el único guiño a dicha cuestión. Nunca hablamos de ello.

El incidente que me marcó definitivamente fue cuando mi turno de visita estaba por terminar. Nos despedimos apresuradamente y desde la camilla mi madre extendió sus brazos hacia mí. Yo le indiqué que regresaría en un momento. Conservo con mucha claridad ese cuadro: mi madre con los brazos extendidos esperando un abrazo. Bien pude regresar y abrazarla, y me arrepiento de no haberlo hecho. Pero también sabía lo que ese abrazo significaba y no quería despedirme. Simplemente me negaba a aceptar lo que estaba ocurriendo. Ya la habían desahuciado y todos tratábamos de aparentar pero en el fondo ella sabía que no superaría la enfermedad.

Falleció el 25 de Enero de 1999.

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