domingo, 11 de noviembre de 2012

Infierno 2004.

Uno de los peores años de mi vida ha sido 2004, quizá porque nunca había padecido tanto. Mi situación no mejoraba. Por el contrario, cada vez era más apretada. A decir verdad a ninguno de los tres nos iba bien. Pero al menos mi padre y hermano se apoyaban mutuamente. Yo debía enfrentar mis problemas por mí mismo. Quizá «enfrentar» no sea el término correcto. Simplemente resistía.

Ocurre algo extraño con la mente cuando se le somete demasiado tiempo a una situación tensa. Una parte de ella sufre con agonía. Otra busca mantenerse «aparte»; se aísla e intenta establecer una última resistencia. No puedo evitar una simplona analogía con una escena de la película «Matrix Revolutions» en que las máquinas intentan penetrar hasta el corazón de Zion, el último baluarte de la humanidad. El ejército de máquinas persiste una y otra vez en consumir y dominar hasta el último rincón de la ciudad y los humanos la defienden entregando todo de sí.

Semejante lucha ocurre en la mente, solo que ésta no se defiende de máquinas sino de estímulos adversos.

Agoté todos mis ahorros poco a poco hasta llegar a un punto en que debí ahorrarme algunas comidas. A veces comía solo arroz o pasta. Por mucho tiempo llegué a alimentarme solo de lentejas pero no disipaban el hambre. Comencé a considerar mi cuerpo una especie de enemigo por torturarme con sus necesidades.

Lo que más debilita las defensas mentales es la falta de alimento. Cuando me encerraba en mi cuarto a leer no podía capturar el concepto de la primera línea. Es como sí el cerebro perdiera la capacidad de asimilar conceptos abstractos. Me era más fácil leer, por ejemplo, novelas o cuentos cortos que textos filosóficos. Estos últimos los reservaba para mis horas de mayor lucidez. Era como si el cerebro suspendiera su actividad intelectual por darle prioridad al mensaje que el cuerpo le enviaba: la necesidad de alimento. Así, mis ya de por sí agotados nervios recibían una embestida adicional. Y esa sensación es muy punzante. Genera mucha ansiedad. Los estímulos como luz o sonido se resienten con mayor intensidad. Debí reducir drásticamente mi rutina de ejercicios, limitándome a unas cuantas lagartijas o sentadillas al día.

Me sorprendió lo que pude llegar a resistir. A veces sentía ganas de llorar algunas pero líneas filosóficas eran mi sostén. «Aquello que no nos mata, nos fortalece» de Nietzsche, era la que más acudía a mi mente. Llegué a un punto en que me comenzaba a costar trabajo levantarme de la cama y la mayoría del tiempo la pasaba acostado con la cabeza bajo la almohada, fantaseando con una vida diferente; pero casi siempre pensaba en comida. Cuando mi cuerpo paliaba por sí mismo la terrible sensación de hambre aprovechaba para leer o escribir. Debía reservar mi energía restante para salir a buscar empleo a la mañana siguiente y me consolaba pensando que en cuanto encontrara algo mi situación cambiaría. No aspiraba a mucho, tan solo a lo suficiente para mi comida y la de mi gato. Ya ni siquiera pensaba en pequeños pero gratos placeres como ir al cine o comer un helado, esenciales para una salud mental plena. Mi prioridad era obtener solo el mínimo y me conformaba con eso.

Como fui bajando de peso recibí muchos comentarios por mi aspecto, que ya no era el de antes. A mí mismo no me gustaba verme al espejo porque eso aumentaba aún más mis complejos. Intentaba ser indiferente a mi semblante enjuto y trataba de convencerme que no me veía mal. Muchas veces optaba por no salir. Era tanta mi inseguridad que prefería quedarme en casa a ser visto. Ya tenía una tremenda fobia a cualquier tipo de interacción pues no soportaba ser observado ni evaluado. Mientras, mis recursos eran cada vez menos. Y en medio de esa situación debía fingir que «todo estaba bien». Llegué a un punto en que sentía haber tocado fondo y la vida era una pesadilla. Incluso esos momentos de aparente tranquilidad no los disfrutaba ya fuera por el hambre que me consumía o las sutiles agresiones de mi padre y hermano.

2004 marcó una línea divisoria en mi espíritu, un punto de «no retorno» a partir del cual la vida no volvería a ser la misma. Ya no sería placentera sino llena de infortunios. Su aspecto dulce y apacible ya no me parecía real sino un mito inaccesible. Yo era un individuo fragmentado que ya no podría reconstruirse. Y a pesar de ello debía seguir viviendo algo que ya no era vida sino un suplicio físico, moral y psicológico.

No puede haber mayor frustración que estrellarse continuamente contra la vida. Intentaba salir adelante una y otra vez y nada pasaba. Era como si mis acciones no tuvieran efecto alguno. A veces lograba reunir el valor para salir y al caminar entre las personas me sentía «desconectado». Me encontraba entre ellas pero no estaba ahí, en su dimensión. No participaba de su mundo. Cada día era una mala experiencia y un pánico intermitente me invadía ante la idea de vivir otro más, y otro, y otro.

No tiene sentido jugar un juego que no se puede ganar. Así, las ideas de suicidio aparecieron. Me regodeaba pensando en el método, en que éste debía ser práctico, me desharía previamente de mis cosas, etc. Pero no pasaron de ideas que se intensificaban en los momentos de mayor frustración.

A esas alturas ya me sentía del todo constreñido. Pero algo que me hacía continuar era la mera curiosidad masoquista de cuánto más resistiría. En un libro Krishnamurti aborda la cuestión del suicidio y dice que por muy mala que sea una situación habría qué seguir adelante, al menos para inquirir sobre ella; no hay más qué hacer cuando se ha perdido todo y quizá a partir de ello surja alguna solución. En lo personal, yo pensaba que al menos moriría con la satisfacción de haber aguantado hasta el final. Así mi epitafio sería medianamente decoroso: «Hice lo mejor que pude».

Otro factor que me mantuvo a flote fue mi gato, que era lo que más quería. Me preguntaba qué sería de él si yo no estuviera. No podía ser tan egoísta como para abandonarlo a su suerte. Era mi único compañero y el único ser vivo gracias al cual no podía jactarme de estar completamente solo. Cuando me entregaba a mis lastimosas meditaciones mi gatito entraba a mi cuarto, se acostaba a mis pies y así me inspiraba pequeñas pero sustanciosas dosis de valor. Si he estimado profundamente a alguien en esta vida ha sido a ese gatito.

Un día decidí intentar nuevamente. Vi una vacante en un restaurante cerca de mi casa. Pasé por enfrente y el temor me envolvió. Me paseé por calles cercanas esperando reunir el valor para solicitar empleo ahí. Afortunadamente solo requerían una solicitud y una identificación. Me costó muchísimo trabajo pero entré y obtuve el empleo. No era un gran empleo pero tampoco resultó del todo malo. Comencé a ganar dinero desde el primer día gracias a las propinas y tanto el dueño como su socio resultaron ser íntegros y muy amables.

Cuando regresé a casa después del primer día, no cabía en mi mente que por fin me hubiese sucedido algo bueno. Sin embargo no estaba contento o satisfecho. Había perdido la capacidad para alegrarme. No así la capacidad para angustiarme o dudar de mí mismo. Si bien el modesto ingreso económico me proporcionó un enorme descanso psicológico, me encontraba demasiado atrofiado para mantenerme firme en un propósito, aunque este me reportara beneficios. Me había acostumbrado a mi mala situación. Mi mente ya no tendía al progreso y sentía mayor aversión por todo aquello que implicara novedad. Sí, tener trabajo era un triunfo, pero nadie me lo reconoció, ni siquiera yo. Tan solo experimentaba un sobrio alivio. Pero no me sentí mejor ni me atreví a plantearme otros propósitos. La idea de la inestabilidad se había instalado en mi mente y cualquier logro, por mínimo que fuese, me parecía incierto, un engaño temporal en el cual descansar de mi verdadera condición. Yo pertenecía a la inestabilidad, no a una vida próspera. Debía deteriorarme, no renovarme. Los elementos positivos de la vida no duraban y si aparecían debía huir de ellos.

Poco después de un mes renuncié. Y lo hice mal. Tan solo me fui sin siquiera agradecerles. Por supuesto me arrepentí. No fue pereza ni fue cansancio. Mi cerebro ya no era capaz aceptar el concepto de elevación. Tras años de progresiva decadencia, estaba programado para el fracaso. La idea de «salir adelante» me parecía endeble y falsa en comparación con la fuerza y solidez del detrimento, al cual se tiende con mayor facilidad.

No pasó mucho tiempo para que mis circunstancias volviesen a la «normalidad». Y esas cinco semanas en el restaurante se me figuraban una bella alucinación. Volví a mis libros, a mi apetito insatisfecho, a mis angustias. Lo más irreal habían sido las comidas. Después de meses de comer solo latas, pasta y leguminosas de forma escasa, aquellas generosas y exquisitas comidas en el restaurante me parecieron de ensueño. Ya había olvidado que se siente estar saciado por deliciosos alimentos. Los primeros días me enfermé del estómago. Física y mentalmente me había deshabituado a comer bien.

También me había desacostumbrado al buen trato. A ser tomado en cuenta. A ser respetado a pesar de mi modesta ocupación. A ser tratado como ser humano. No solo por mis jefes sino por quienes comencé a tratar de modo secundario como los tenderos, los clientes, etc. Mis días en el restaurante fueron como acceder a otra dimensión, donde existía la confianza, el buen trato, el trabajo arduo y la prosperidad. A pesar de mis continuos errores, también demostré ser capaz. Además siempre existió el temor a perder aquello y por evitar la sorpresa de que me fuese arrebatado renuncié a ello por voluntad no propia sino implantada o impuesta.

No me sentía merecedor de aquello pues una conducta reforzada durante años en el fracaso no se corrige con un mes de recompensas. 

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