sábado, 3 de noviembre de 2012

Un chico inoperante.

"Cyborg", Ultradialectics.
Desde niño siempre tuve problemas para involucrarme en juegos que implicaran destreza. El deporte de competencia me estuvo negado. Me gustaba mucho correr, pero eso no sirve de mucho por ejemplo, en el fútbol o el baloncesto. Estos deportes requieren reflejos y coordinación, facultades que nunca desarrollé, además de cierta rudeza. Mi primer encuentro con un balón de fútbol ocurrió cuando hice de portero en penales al tener ocho años. Detuve el balón pero el contacto de este con mis manos me dolió bastante. Fingí que no había sentido nada pero temí parar otro tiro. Creo que el tirador, un chico de 12 años, notó mi ineptitud y por compasión hacia mí no volvió a intentar.

Desde entonces evité participar en cualquier práctica similar o partido formal. Y cuando veía a otros jugar temía ser invitado ya fuera como elemento principal o reemplazo. La popularidad del fútbol lo ha convertido en un deporte predominante, y quien quiera integrarse a cualquier grupo social tarde o temprano deberá patear un estúpido balón. Es absurdo, pero así funciona.

Mi primer y último juego fue a mis diez años. Por mucho tiempo lo evité pero llegó el momento en que ya no pude evadirme. Fuimos todos juntos a un centro deportivo público con enormes campos de fútbol. Nuevamente se me asignó la posición de portero, que a pesar de todo fue la menos desafortunada. Hubiera sido peor exhibir mi torpeza como jugador. En cambio, como portero la humillación fue menor.

No recuerdo cuántos goles dejé pasar. Mi desempeño como portero fue pésimo y debido a ello perdimos el partido. La inhabilidad en el fútbol condena a la marginación en cierto grado. Invariablemente queda parcialmente fuera del grupo quien no demuestre un mínimo de talento en un deporte al que los demás le rinden una devoción religiosa. La decepción es doble: la de la propia incompetencia y la de los gestos y comentarios denigrantes debido a ella. Fue un alivio cuando el partido terminó a pesar de que tuve qué tolerar los reclamos con respecto a mis errores en el campo. Si antes solo sentía aversión por el fútbol, después de ese partido también comencé a odiarlo. Odié al fútbol y a sus fanáticos practicantes que para mi mala fortuna siempre han sido mayoría.

Después intenté con el baloncesto y en un principio no me fue del todo mal gracias a un amigo que amaba dicho deporte y admiraba a Michael Jordan. El mismo amigo que en aquél partido de fútbol me dedicó un airado «¡ponte listo!», se empeñó en capacitarme en los fundamentos del baloncesto, quizá imitando la magnanimidad de su ídolo. Cada fin de semana íbamos a la conocida área deportiva que también contenía canchas destinadas al deporte que más le apasionaba. A mí me daba igual; nada perdía con intentarlo. Además, ya comenzaba a ser notoria mi fobia al deporte en general y debía aprovechar para  aprender algo. La ventaja de estas prácticas era que pocos observaban, ya que cuando asistíamos a ensayar unos tiros no había mucha gente alrededor. Eso aumentaba mi confianza y me animaba a pisar cada ocho días esa cancha de concreto.

Creo que a la persona tímida se le debería permitir el desarrollo de sus capacidades libre de cualquier mirada escrutadora. Basta un ojo inquisitivo o una crítica maliciosa para que abandone todo intento de aprendizaje. Su inseguridad le predispone a rendirse fácilmente y si a ello se le añade el escarnio, desiste de inmediato.

En realidad lo que más me gustaba era que después de cada práctica íbamos a un local de vídeo-juegos o «arcadias» que casi siempre estaba vacío. Así que podía elegir libremente cualquier juego y sumergirme en él sin preocuparme mucho por la presencia de extraños o juicios sobre mi relativa maña con el control. Mi juego favorito era «Superman», que era espectacular. Años después hubo una versión parecida en Supernintendo, «The Death and Return of Superman». Aceptable pero no tan emocionante como aquél. Esa visita a las «arcadias» antes de regresar a casa era lo mejor de esos días.

Aunque pude continuar practicando, el baloncesto no despertó en mí interés alguno. Lo abandoné paulatinamente y me sentía mejor solo observando aunque esa actitud me trajo aún más problemas al entrar a la secundaria donde practicar deporte no era un capricho. Durante el primer año no me fue tan difícil lidiar con la situación ya que las actividades eran más que nada recreativas y no muy complejas. Las cosas cambiaron el segundo y el tercer año en los que los niños se entregaron al fútbol y las mujeres al voleibol, aunque a veces se hacían equipos mixtos para este último. Debí participar, obviamente contra mi voluntad, en algunos de esos juegos. Ya no era opcional pues mi desempeño determinaba un promedio, pero algo dentro de mí se resistía a involucrarse a pesar de la presión. Esa hora en la clase de deportes me parecía eterna, y tres veces por semana debía padecer tal tortura más psicológica que física. Mi primera tentativa en el voleibol fue, como era de esperar, penosa. Fue como en cámara lenta. Apenas vi que el balón se aproximaba a mí, noté la mirada expectante de todos los que jugaban. Parecían dudar que contestara bien ese balón y en efecto, lo hice mal. Solo rebotó en mis endebles manos y todos alrededor expresaron su decepción. Tuve qué jugar todo el partido y no quedó mucho de mi mellada auto-estima.

Fue en la secundaria que la timidez se apoderó de mí por completo y mis facultades decrecieron aún más, degenerando casi en la atrofia total. A los doce años y en ese entorno el aspecto del noviazgo cobra mucha relevancia por ser una experiencia que otorga respeto. El flujo de testosterona comienza a incrementarse, lo que conlleva numerosos cambios. Gustarle a una chica o recibir una mirada suya disparaba y fomentaba la inmadura química interna. Esos primeros flirteos y acercamientos tenían su magia pero la atmósfera salvaje del colegio cortaba de tajo toda ilusión. Para entonces ya comenzaba a parecerme inconcebible resultarle atractivo a alguna compañera, y también comencé a experimentar dificultad para entablar charla con alguna de ellas. Poco a poco mi interacción con el género opuesto se limitó a asuntos pueriles y estrictamente escolares.

Las pláticas de mis compañeros sobre el sexo opuesto eran realmente grotescas. Abundaban en presunciones fálicas y despectivas referencias sexuales a las compañeras. Su visión del sexo era muy trastornada, enfermiza, torcida, posiblemente producto de la enorme cantidad de pornografía que consumían y les había distorsionado gravemente la perspectiva de las cosas.

Si acaso hubiera tenido un noviazgo, pronto hubiera sido arruinado por la actitud de mis compañeros. Ante mis compañeras ya no me sentía como un posible pretendiente sino como un payaso, un perdedor. Y esta idea sobre mí no era figurada. Ya había cruzado una línea: había asimilado una concepción negativa basada en mis continuas equivocaciones. El error me precedía en cada actividad y con el tiempo fui desarrollando la sensación de que no me correspondía aspirar a nada, ni siquiera a una plática como las que tuve con otras niñas en mi infancia. Incluso en mis «días de lucidez» una amiga que me gustaba me dijo apenas salí de mi casa «ya viene el que domina a las mujeres». Yo le gustaba no solo a Alejandra. Le resultaba atractivo a todas.

Mi paso por la escuela secundaria se caracterizó por la ineptitud en todos los sentidos. No tuve mucha dificultad para hacer amigos pero sufrí golpes y humillaciones regularmente así que no lo pasé muy bien. Mis notas eran regulares por no decir bajas.

El primer año reprobé tres materias. Mis vacaciones fueron por ello amargas. Además de que debí invertir mi tiempo libre estudiando a causa de mi imbecilidad, el ambiente en casa era pesado. Mis padres me presionaban mucho y no era para menos. Pero así como desde mi más temprana edad me había convertido en un lisiado físico y emocional, también estaba experimentando una tara intelectual. Esta descomposición ya se estaba haciendo notar en los últimos meses de escuela primaria. Recuerdo un incidente en que la maestra y la directora revisaban silenciosas nuestras calificaciones globales. Intercambiaban comentarios y de repente la directora me dijo «procura subir un poco más tus notas». Me golpeó el desengaño pues creía que mis notas eran buenas. De hecho fui alumno destacado ese último año. Afortunadamente mi retraso comenzó a darse hasta el final y conservo buen recuerdo de ese y los cinco años anteriores. En toda mi historia académica, el único recuerdo positivo es de la primaria. En ella también enfrenté contrarios pero estos no arruinaron mi experiencia. Era un chico bastante funcional y medianamente sociable.

Pero no renuncié del todo al deporte. Algo me hizo retomarlo de forma insospechada. En una hora que tuvimos libre debido a la ausencia de un maestro, un compañero comenzó a hacer lagartijas para matar el tiempo. Notó que lo observaba y me retó a hacer 10 repeticiones. Lo intenté pero no pude hacer cinco. Me dijo que diario intentara hacer cinco y con el tiempo podría realizar más. Al llegar a casa intenté hacer nuevamente cinco repeticiones y lo logré. Seguí el consejo de mi compañero. Diariamente realizaba cinco lagartijas. A los tres días pude ejecutar más. Luego pensé que debía realizar otro tipo de ejercicios e incluí series de sentadillas. Un tío que siempre ha sido deportista se enteró por mi madre que había comenzado una rutina de ejercicios y me dio unas recomendaciones. Cuando menos cuenta me di ya había establecido una rudimentaria rutina de ejercicios caseros. Así, aunque en la escuela era incapaz de patear o encestar un balón, en casa me había iniciado en la cultura física.

El tercer año de secundaria fue deplorable y no solo en el aspecto deportivo. Entre más me presionaba el maestro a hacer deporte más me revelaba. Llegó a hablar conmigo para persuadirme de intentarlo y yo asentía sin verdadero compromiso. Aunque sí realizaba los calentamientos y demás ejercicios previos a los competitivos, siempre buscaba un modo de evitar estos últimos. Por lo general me alejaba poco a poco o hacía como que buscaba algo en mi mochila. Si casualmente otro compañero realizaba otra actividad como pasar apuntes yo le ayudaba. Así no me sentía tan mal y el tiempo transcurría más rápido. En consecuencia reprobé Educación Física y de hecho fui el único de mi generación, y quizá en toda la historia de esa escuela que lo hizo. Un caso único, bizarro e inexplicable para la mayoría. Nadie podía creer que un muchacho «normal» y sano fracasara en una materia tan simple.

Este error casi comprometió mi ingreso a la Preparatoria. Debía realizar un examen extraordinario para aprobar la materia y obtener mi certificado, pero no tendría tiempo para entregarlo como requisito para hacer la prueba de ingreso. Nunca supe en qué consistiría el examen de Educación Física porque no lo realicé. Una tía involucrada en asuntos escolares me permitió obtener un certificado si realizaba la secundaria en tiempo récord en base a exámenes globales. Todo un reto que me vi forzado a superar.

Casi milagrosamente y con una puntuación demasiado baja obtuve ese certificado con el cual pude acceder al horrendo Bachillerato.

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