jueves, 8 de noviembre de 2012
Seguir adelante...
Mi familia siempre ha sido religiosa. Así que fieles al rito católico realizamos misas y rosarios en honor a mi madre. Aunque las religiones prometen una vida mejor después de la muerte, esta sigue causando sufrimiento a quienes la presenciamos. Ningún paliativo religioso o filosófico nos libera de él. Los engranajes emocionales no operan con dogmas; tienen sus propios códigos y su propio ritmo. Solo el duelo realiza una contribución real. Los ritos a que nos somete la religión son solo un culto a sí misma, no un tributo sincero a la persona que se ha ido.
Quería mucho a mi madre pero las imposiciones religiosas no me proporcionaban alivio, me eran molestas y siempre me parecieron inocuas. Yo quería encerrarme en mi cuarto y digerir su pérdida a mi manera. Sin embargo, hacerlo así hubiese sido interpretado como indiferencia a la muerte de mi madre.
Maldigo a la religión que tuerce y se inmiscuye perniciosamente en los asuntos más íntimos. Su abyecta imposición altera el modo natural de asimilar las cosas y nos impide atravesar por ellas libremente. Nos condiciona. Nos dice cómo padecer nuestro sufrimiento y lucra con él para patrocinarse. Nos explota emocional y hasta económicamente. Y a pesar de ello debemos reverenciarla inmerecidamente, como si nos hiciera un bien.
El tablero de la vida familiar había sufrido un cambio drástico y las fichas debían re-acomodarse. La muerte de mi madre parecía habernos estrechado a mi padre, mi hermano y a mí. Por supuesto, solo era una unión ficticia y temporal. A mi padre siempre le gustó la simulación y la mentira, así que se encontraba cómodo en ese forzado montaje que le concilió con mi familia (o al menos le acercó más a ella). Podría decirse que fue indultado y sus faltas olvidadas. La tragedia suscita sentimientos nobles y mi familia jamás le reprochó nada. En cambio él capitalizaba la tragedia con frialdad y en su beneficio.
Mi hermano se encontraba en el limbo. Se movía por pura inercia y durante esos días jamás hablamos sobre lo que la muerte de mi madre significó para cada uno. Jamás me atreví a preguntarle nada al respecto porque hubiese sido invasivo y además estaba seguro de que obtendría una insultante respuesta hipócrita.
Tanto mi padre como mi hermano siempre fueron demasiado egoístas como para sentir agravio por una pérdida. Podían fingirse abatidos para chantajear y mover las piezas a su favor. Si no era necesario, ni se inmutaban. Pero no columbré su insensibilidad en su totalidad hasta años después.
Yo me encontraba en un estado de estancamiento. Mi vida seguía sin rumbo definido y me estaba habituando a ello. Además me sentía incómodo por la nueva situación. Parecíamos obligados a llevarnos bien, pero me negaba a participar de esa falsedad. Me parecía aberrante negar los hechos y hacer como si mi padre y hermano fuesen dignos de confianza. Y seguramente ellos tampoco se encontraban a gusto. Posiblemente ambos pensaban lo mismo que yo de ellos. De todos modos les seguí el juego e implícitamente establecimos una tregua.
¡Qué sabor tan amargo cobró la vida! Después de un año terrible había qué seguir adelante. Pero yo no tenía motivación, iniciativa o recursos. Lo único que se me ocurría era encontrar empleo. Un empleo que, debido a mi fracaso escolar, sería ingrato y mediocre. Algo que me hizo asumir mis nuevas circunstancias fue una llamada de mi tío Marcos. «Ahora dependes de ti mismo, ok», me dijo. No valoré esa línea en toda su amplitud. Sin embargo, es lo único que recuerdo de esa conversación.
«Ahora dependes de ti mismo». Esa frase de mi tío encerraba más conocimiento y experiencia de la que hubiese podido vislumbrar. Provenía de un hombre que desde joven enfrentó al mundo con las manos desnudas, abriéndose paso mediante el propio esfuerzo, padeciendo carencias y forjando su espíritu en todo ello. Era un llamado a despertar mi latente voluntad y soportarme en ella sin importar qué. Es una de las frases más honestas que alguien me ha dirigido, pues proviene de una sabiduría empírica y estoica. Tiene mucho poder: enciende esa llama interior que a veces damos por extinguida. Guardé esa frase en mi alma para siempre como recordatorio de que no era yo un mero esclavo de las circunstancias sino que podía incidir en ellas.
Pero me encontraba ya demasiado hundido para darle vida a las lumínicas palabras de mi tío. Había asimilado el concepto contrario: las cosas solo ocurrían y yo no podía elegir. Además la fuerza de mis complejos me oprimía. Precedía mis actos y mis pensamientos. Era esclavo de un enemigo invisible, cuyos eventos externos lo fortalecían aún más. Me encontraba impedido para desplegar las habilidades sociales más esenciales. Me angustiaba coincidir con algún vecino y saludarlo, o dirigirme a un desconocido, o abordar el autobús. Mucho de esto lo hacía y en realidad no era nada complicado. Pero mi mente interpretaba todo esto como algo en extremo difícil o incómodo. Los conceptos equivocados sobre las cosas se afianzan y dejamos de ver que son solo un espejismo. Abrazamos al enemigo que nos estrangula.
Nuevamente tuve un acercamiento al sexo opuesto. En una cena posterior a una misa de mi madre, una prima me presentó a otra prima suya con la cual yo ya no tenía ningún vínculo sanguíneo. A pesar de esto me pareció un poco bizarro que se fijara en mí. Cuando nos presentaron solo atiné a decir «mucho gusto» y reír nerviosamente. Habré parecido un idiota pero ya ni siquiera pensaba en impresionarla ni intenté corresponderle.
Ni siquiera reparé en si era bella o no. Me había tomado por sorpresa y mi mente se encontraba en blanco. Mi interacción con ella fue por entero mecánica, sin ningún elemento de espontaneidad o un intento por hacerla sentir bien. Era como si me hubiesen colocado frente a un ser de otro planeta. Así de lejano me era ya el género femenino. Además el fallecimiento de mi madre aún era reciente y aunque no hubiese sido así, mi comportamiento ante esa chica habría sido exactamente el mismo.
Se me ocurre una bonita posibilidad en este contexto. Me hubiese gustado escribir aquí que, en medio de la profunda crisis por la muerte de mi madre, conocí a una chica que con su paciencia y cariño me rescató. Confió en mí y gracias a ella restauré mis fuerzas, ánimo y aplomo, propiciando mi triunfante renacer. He aquí mi musa salvadora por la cual mi vida tomó un giro brillante, otorgándome una segunda oportunidad.
Por supuesto eso no ocurrió. Excepto por el cálido abrazo que esa chica me regaló una noche, mi vida prácticamente estaba exenta de milagros o hechos felices. Mi alma era
un filtro que absorbía lo malo y expulsaba o rechazaba lo bueno. Ya no confiaba mucho en la vida; solo esperaba de ella contrarios y decepciones. Y así como los rígidos dogmas religiosos interfieren y deforman los eventos naturales, mis complejos forjados en una vida de errores me acorazaron contra aquella chica que, como todas las que me han conocido, terminó alejándose ante mi indiferencia. Algo inexplicable para ella y para todos los que nos observaban. Para mí, todo era absolutamente lógico. No veía nada fuera de lo normal.
Mi padre volvía poco a poco a ser él mismo. Ya mostraba nuevamente visos de hostilidad y odio. Desde mi habitación alcancé a escucharlo hablar mal de mi madre en una conversación que sostenía con mi hermano. Me enfadó pero no me sorprendió.
Supuse que, en ausencia de mi madre y mía, ellos acostumbraban ese tipo de mezquinos diálogos y extrañaban sostenerlos. Mi hermano no contribuía mucho, tan solo asentía pero parecía hacerlo más por compromiso que por convicción. Quizá estaba de acuerdo con los puntos expuestos por mi padre, pero ya se había hartado de escucharlos una y otra vez. Mi hermano era un mero recipiente en el cual mi padre volcaba todos sus vicios, entre ellos la difamación. Pasé por alto su falta en aras de la supuesta unión que debíamos mantener; aún era muy pronto para que ésta se disolviera. Además estaba obteniendo beneficios de él, ya que me ayudaba en el aspecto económico. Sin embargo estaba cayendo en una dinámica peligrosa al ignorar sus ofensas a mi madre por el dinero que me facilitaba. Y posiblemente él era consciente de esto. Así que era como un extraño y enfermizo convenio: me pagaba por permitirle desahogarse en críticas a mi madre.
«Ahora dependes de ti mismo». Recordaba la sentencia de mi tío cada vez que mi padre me proporcionaba ese dinero y yo le agradecía con humildad y vergüenza. Me coloqué en una posición vulnerable. Le permití medir hasta qué punto dependía de él. Grave error de mi parte. Tenía qué encontrar empleo pronto.
El reto de buscar trabajo no residía en encontrarlo. Oportunidades laborales de acuerdo a mi pobre nivel académico sobraban. Tampoco era una cuestión de pereza. Era la aversión al trato con extraños. El acercarse a solicitar empleo y ser examinado en base a una escueta solicitud. La irrupción en un lugar nuevo. Esos ruidos de máquinas que se encuentran operando cerca. El ser arrojado a una dinámica a la que no se está acostumbrado. La idea del trabajo como una carga y no como una actividad edificante. El dudar de las propias capacidades. El temor a cometer errores. La presión de aprender cuanto antes. La incapacidad para afrontar hostilidades. La presencia del jefe que evalúa nuestro desempeño. Enfrentar ese cúmulo de complicaciones todos los días a causa de una mente que no se adapta. La apatía. La agorafobia. La fobia social.
Mientras, en casa, todo volvía a encauzarse a como era antes. Mi padre se deshizo de los objetos de mi madre y regaló algunas de sus cosas a sus hermanas, todo esto sin preguntarnos o informarnos. Yo aún me encontraba en proceso de duelo y no reaccioné. Sí, eran cosas materiales y mi madre ya no las necesitaba. Pero aún tenían valor simbólico y para mí fue una afrenta y una provocación que se haya deshecho de ellas sin consideración. La ira contenida se iba incrementando y pronto iba a estallar.
Publicado por
Dan
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Compás Disidente

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