lunes, 19 de noviembre de 2012

Adiós hermano.

La pasé bastante bien esos días en el restaurante. Me acoplé de inmediato. Creí que sería más difícil pero mi mente ya no era tan susceptible. Creo que estaba cansado de angustiarme tanto por cualquier cosa. Todo el tiempo temeroso, cohibido... ya estaba harto de eso.

Aunque podía costear los pasajes de ida y vuelta, la paga era poca. Así que continué haciendo el camino a pie. Cuarenta minutos de caminata diarios me devolvieron mi buena condición y aunque no recuperé mi peso de antaño volví a tener buen aspecto. Retomé mi rutina de pesas y en pocos meses subí diez kilos.

Mi amigo que el primer día me pareció malhumorado resultó ser bastante liviano. Pero mi inseguridad me hacía prejuzgar a las personas como malintencionadas. Mis expectativas siempre eran negativas pero no era mi culpa. Aprendí a predisponerme a lo malo para evitar decepciones.

Pero todos ahí eran buenas personas. El único que tenía cierta tendencia al conflicto era el cheff pero sus agresiones eran menores. Sin embargo conformábamos un buen equipo y el ambiente era muy agradable. Debo decir que me sentía mejor ahí que en casa. A pesar de ser el empleo en que menos dinero he ganado, ha sido el más satisfactorio. Cumplía mis pocas expectativas. Me proporcionaba algo de dinero, tres comidas diarias y un horario que me permitía hacer otras cosas. Para mí era más que suficiente.

Ocasionalmente veía pasar a una chica por el local o las calles cercanas. Era muy bonita y de hecho su belleza destacaba del promedio. Pelirroja y de ojos verdes, lucía hermosa a pesar de que no siempre se esmeraba en su aspecto. Así son las mujeres que se saben bellas: se dan el lujo de dejarse ver un poco desarregladas. Y aún así me dejaba sin aliento cuando coincidíamos por ahí. Mi amigo la conocía y por él supe que se llamaba Montserrat. «Esa chica es guapa», decía mi amigo acertadamente.

Una vez de camino al trabajo me la encontré y me sonrió. Le devolví la sonrisa y desde entonces la saludaba cuando coincidíamos en la calle. Pero en esa época jamás me atreví a entablar conversación con ella. No tenía habilidad ni soltura para eso. En cambio mi amigo técnicamente era un macho-alfa. Tenía muchas amigas que lo visitaban en el restaurante. Él era todo lo contrario a mí.

Una vez, ya cerrando el restaurante llegó un par de amigas suyas. Se sentaron a platicar en una mesa y me las presentó. Yo regresé a la cocina por mis cosas para irme. Mi amigo me invitó a quedarme un rato a platicar lo cual le agradecí. Pero le dije que sería mejor en otra ocasión y me fui. Nos dimos la mano y mi amigo regresó al restaurante, sin embargo lo noté consternado. Sé que lo normal era aceptar y convivir un rato pero nunca fui buen conversador y nunca había tenido esa experiencia de sentarme a platicar con dos mujeres a las que además no conocía. Solo pensaba en regresar a casa para leer y escuchar la radio.

Nuevamente la temporada navideña se encontraba cerca. Esperábamos que con ella el negocio remontara, ya que se encontraba en declive. Había muchas cosas que no hacían bien. La comida era buena pero el servicio era... bueno, bizarro. El dueño, que había residido gran parte de su vida en Estados Unidos, era del tipo rockero. Era baterista en sus tiempos libres y su aspecto no era adecuado para atender en un restaurante. Era una muy buena persona pero no causaba buena impresión. No es que hubiera algo mal con ser rockero; simplemente estaba fuera de contexto. Trabajar en restaurante no era lo suyo, sin embargo se aventuró para probar suerte.

En casa las cosas habían mejorado un poco. Mi hermano había entrado a trabajar con los parientes de mi padre y comenzó a prosperar. Sin embargo a veces se mostraba fastidiado debido sus intromisiones en su vida personal. Mi hermano, dos años mayor que yo, necesitaba emanciparse un poco de mi padre, pero este se había convertido en una plasta. No lo dejaba tomar sus decisiones libremente y se inmiscuía en todos sus asuntos. No quería perder autoridad sobre él y siempre temió ser relegado, como ocurre naturalmente en toda relación padre/hijo.

Por cierto, aunque mi hermano se dedicaba a algo que le gustaba y ganaba bien, no se sentía satisfecho. Su ambiente laboral era muy nocivo. Debía tratar todos los días con la familia de mi padre: su hermana y sobrinos. Gente poco agradable y al igual que mi padre, invasiva, manipuladora y enferma. Mi hermano prosperaba en lo material, pero emocionalmente se encontraba ya agotado. Creo que por eso solía buscarme a veces para charlar. Necesitaba desahogarse un poco del asfixiante entorno en que se encontraba inmerso.

Qué ironía de ironías. Mi hermano que, al igual que mi padre, hizo escarnio de mi situación, ahora iniciaba conversaciones conmigo el indeseable, el aprovechado. Una vez mi hermano, antes de salir de casa, musitó «deberías irte de la casa». Por supuesto no lo tomé en serio porque era clara la influencia de mi padre sobre él. Pero ese tipo de manipulaciones constantes ya comenzaban a cansar a mi hermano. Quizá se percató del perjuicio que los consejos no pedidos de mi padre le causaban. Sin embargo le faltaba juicio crítico para refutarlo, el cual por cierto nunca pudo desarrollar precisamente por la constante «terapia mental» de mi padre.

Mi hermano siempre fue muy ambiguo debido a esto. A veces se liberaba parcialmente de la influencia de mi padre y se acercaba a mí. Al día siguiente me ignoraba por completo. Después de unos días me saludaba como si fuéramos grandes amigos y un día después volvía a ignorarme. Quizá lo hacía involuntariamente debido a la confusión que experimentaba. En lo personal no me preocupaba si me hablaba o dejaba de hacerlo. Consciente del poder de mi padre sobre él, había dejado de tomarlo en serio hacía tiempo. Cuando mi padre nos veía platicar se sentía traicionado por mi hermano. Así colocaba a mi hermano en un dilema, haciéndolo sentir incómodo por atreverse a comunicarse conmigo. Nunca le prohibió hacerlo, pero entre líneas le dio a entender que hacerlo lo convertía en traidor. De inmediato mi padre le preguntaba cualquier tontería a mi hermano para interrumpirnos y ganar atención. A mi hermano no le quedaba más que atenderlo. Nunca le reproché nada a mi hermano, pero sí le llegué a decir que debía imponerse y comenzar a liberarse poco a poco.

Realmente mi padre tenía poder sobre él porque él mismo se lo otorgaba. Alguna vez fui duro con él al decirle que no era más que un peón de mi padre. No lo hice por competir por su atención sino porque me desesperaba que no hiciera el intento por despegarse de ese parásito psicológico que era mi padre.

Llegó la Navidad, que pasé tranquilamente en mi habitación, leyendo con mi gato recostado en mis pies. Fue una noche muy dichosa a pesar de que no cené nada especial. Fue como una noche cualquiera, sin celebración alguna. Años atrás esas fechas habían perdido significado para mí, y aunque pude haber aceptado alguna de las invitaciones que se me ofrecieron, decidí permanecer solo. El Año Nuevo lo pasé igual. Me sentía a gusto y contento.

Fue una época muy fría, la más fría que recuerdo. Desde el primero de Enero mi hermano se enfermó y durante toda la semana faltó al trabajo. Exhibía todos los síntomas de un resfriado. Tos, congestión, dolor de cabeza, dolor muscular. Cuando mi hermano se resfriaba invariablemente pasaba unos días en cama. No noté nada fuera de lo normal. Lo veía levantarse, ver televisión, hablar por teléfono. Sin embargo pasaba gran parte del tiempo recostado, lo cual no me parecía fuera de lo normal tratándose de un resfriado.

El 7 de Enero me alisté para ir al trabajo y mi hermano se encontraba en el sillón de la sala, revisando los mensajes en su celular. Me sentí aliviado al suponer que se había recuperado o que al menos se sentía mejor. Eran las 11 de la mañana. Al pasar frente a él lo volteé a ver y me sentí tentado a saludarlo pero como seguía absorto en su teléfono no quise ser inoportuno. Abrí la puerta y salí.

Durante todo el día en el trabajo me sentí muy extraño. Tenía un mal presentimiento. Una especie de sensación no racional de que algo andaba mal. Era muy incómoda pero traté de ignorarla. Por lo general la razón neutraliza esas intuiciones como sensaciones temporales y sin fundamento. Concluí la jornada como de costumbre y regresé a casa.

Al regresar vi una ambulancia en el estacionamiento. Lo primero que imaginé fue que algún vecino de edad avanzada se había enfermado de gravedad. También pasó por mi mente otra posibilidad, aún más trágica, de que algún ladrón haya accedido a la unidad habitacional y herido o ultimado a algún vecino por oponerse al asalto. Subí las escaleras y noté muchos vecinos afuera de mi casa. Yo los saludé y ellos me observaron con pesar. La puerta de mi departamento se encontraba entreabierta. Lo primero que vi al entrar fue un par de paramédicos. Luego, en el sillón, se encontraba mi hermano muerto.

Fue una sensación abrumadora. Mi impresión fue tal que trascendió todas las emociones. No sabía lo que estaba pasando. Me encontraba en shock. Uno de los paramédicos me preguntó «¿Usted es pariente del fallecido?» «¿Es el hermano?» Yo respondía mecánicamente. No sabía a dónde voltear. A los paramédicos o al sillón donde... ¿estaba mi hermano muerto? Aún no sé si sus preguntas me impidieron superar el shock o por el contrario, evitaron que me dominara por completo. No recuerdo con precisión sus palabras, solo unas frases sueltas. «...Debido a su sobrepeso...» «...infarto fulminante...» No recuerdo qué otras preguntas me hicieron ni las respuestas que les ofrecí. Mi padre se encontraba en el sillón respondiendo preguntas también.

No supe qué hacer o qué sentir. Sentía como estar en un sueño. En los sueños la sensación de lucidez es difusa, como poco clara. Así me sentía en ese momento. Me dirigí a mi cuarto de dejar mis cosas y a sentarme en mi cama. Necesitaba recuperar claridad y tratar de discernir si lo que estaba ocurriendo era real. No sentía tristeza ni pánico. Mis emociones estaban desactivadas por el shock.

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