sábado, 17 de noviembre de 2012

Destinado a caer.

Era extraño. No me importaba el trato denigrante. Lo aceptaba por resultar acorde a mi «dignidad». Muchas veces se me ofreció la oportunidad de aprender el oficio de pastelero, panadero o atendiendo a los clientes. Pero ya no quería poner a prueba mi capacidad de aprender, que consideraba nula y me pareció que lo adecuado era permanecer como empleado de limpieza.

Ya me encontraba físicamente repuesto. En esos días me comía un pollo rostizado entero yo solo. Me sentía relativamente bien. Creo que en el aspecto económico y social 2005 encierra la mejor época de mi vida. Pero internamente me encontraba siempre violentado. Curiosamente esa emoción jamás la notó nadie y siempre fui visto como alguien sereno y hasta «falto de malicia», como llegaron a decir de mí en el restaurante.

No entablé ninguna amistad sólida en la pastelería. Pero había un compañero llamado Raúl con quien me llevé muy bien. Era dos años menor que yo pero más alto y curiosamente, físicamente éramos muy similares. Esto le sorprendió a todos en la pastelería. Muchos comenzaron a preguntarnos si teníamos un vínculo sanguíneo, otros asumieron que éramos primos. La diferencia es que él era más bien rubio y yo simplemente caucásico.

Más extraño resultó que incluso en el lenguaje corporal teníamos actitudes parecidas. Me era fácil imitarlo, lo cual causaba mucha gracia a los demás. Al poco tiempo fui más conocido como el «primo de Raúl» que por mi nombre. Y para añadir otra curiosidad, éramos afines con respecto a muchas cosas como la música o la cultura. Los demás empleados solían escuchar música de banda, norteña y salsa, géneros que ambos detestábamos. En cambio nuestros gustos musicales eran similares: rock, metal. Era un tipo estudiado. Había concluido su bachillerato y evidentemente era lector regular. Me parecía incongruente que se empleara como «mozo» si evidentemente tenía aptitudes y rango académico para mucho más que eso.

Su humor también era muy ingenioso. Dominaba la ironía con maestría y muchas veces sus bromas pasaban desapercibidas por aquellos cuyo humor se limitaba al albur. Podía ser muy bobo e inteligente a la vez. Este tipo era como una versión mía de una dimensión alterna... o quizá yo era una versión negativa suya.

Fuera de eso no tengo anécdotas rescatables de mis días ahí.

Un día estaba mi padre en la sala. Cuando yo entré a la cocina, había una caja justo sobre los platitos de comida de mi gato. La moví y regresé a mi cuarto. Al regresar a la cocina, la caja estaba nuevamente sobre los recipientes. La aventé de tal modo que quedó en medio de la sala. Entonces mi padre se alteró. «¿Qué te pasa, pendejo?», me dijo. Me acerqué a él y lo observé. Siguió despotricando pero no se levantó del sillón, que era lo que esperaba que hiciera. «No te alteres, te va a dar un infarto», le respondí y me fui a mi cuarto. Ya estando yo en mi cama se atrevió a levantarse y desde la sala me dijo, «¡¿Qué te envalentona, qué te envalentona?!». Le respondí que yo mismo. «¡Chinga tu madre!», me increpó. «¡Así de pequeño eres!» me dijo finalmente mientras hacía el ademán correspondiente a su declaración. Yo lo observé y reí. Mi hermano mantuvo su distancia y guardó silencio.

Diez minutos después llegaron sus sobrinos y entonces entendí el repentino «valor» de mi padre. Él sabía que sus sobrinos irían a visitarlo. El nimio incidente de la caja sobre los recipientes era una mera provocación; pretendía iniciar un pleito conmigo y se arriesgó pensando que yo lo agarraría a golpes. Su intención era que eso coincidiera con la llegada de sus sobrinos que entrarían a defenderlo y así entre los cuatro me derribarían. Él asumiría su rol de hombre íntegro e indefenso y yo quedaría como un muchacho conflictivo e iracundo que le levanta la mano a su respetable padre.

Su plan no resultó porque no consideró algo esencial: las personas cambian. Incluso yo. Aunque años atrás me había dejado llevar por las emociones y lo embestí con el «bate» de madera, ya había madurado un poco y tenía más control sobre mis emociones. Le habría encantado cumplir su enfermiza fantasía de golpearme entre todos pero en cambio resultó humillado y minimizado. Mi indiferencia le habrá herido más que cualquier puñetazo que le hubiese propinado. Al ver que sus técnicas de coerción ya no eran efectivas como antes se habrá sentido consternado. Por otro lado me pareció asqueroso el grado a qué estaba dispuesto a llegar en la manipulación de su hijo y sobrinos. Para él no eran familia sino peones o aliados a los que podía controlar en una guerra personal contra el «supresor». Otra cosa que también me frenó fue mi superioridad física. Evidentemente se encontraba en desventaja y por primera vez sentí lástima por él. He ahí un hombre que a los ojos de los demás parecía inteligente y aplomado, y que sin embargo era un hombre manipulador e inseguro que enmascaraba muy bien sus vicios y debilidades.

En la pastelería el dueño comenzó a quejarse de que los mozos no hacíamos bien nuestro trabajo. Y tenía razón. Algunos eran unos verdaderos holgazanes. Se acercaba la temporada navideña y la carga de trabajo aumentaba. En ese periodo la apatía de algunos compañeros se resintió un poco más pues era cuando más esfuerzo debíamos poner en compensación por su holgazanería. Para empeorar las cosas el encargado, presionado por el dueño, nos presionó a nosotros duplicando nuestra jornada.

Comenzamos a entrar a las 6 AM y salíamos a las 10 PM. Este horario me comenzó a agotar física y mentalmente. No era mi intención renunciar pero una mañana simplemente fui incapaz de levantarme de la cama debido al agotamiento. Además el día anterior nos habían entregado unos horribles uniformes que estábamos obligados a usar. Fue más mi resistencia a usar ese condenado conjunto azul que el cansancio lo que me motivó a abandonar el empleo. Aunque me hubiera gustado ver a Raúl usando ese horripilante uniforme, solo para reírme un poco de él y ver cómo tomaría semejante afrenta a su estilo y personalidad. No me quedó más que imaginarlo pues no volví a saber de él ni de los otros.

No recuerdo la fecha de mi último día de trabajo pero fue poco después del 6 de Enero, Día de Reyes. Aproveché los primeros días para descansar sin preocuparme por lo que haría posteriormente. Pero poco a poco me sumiría en un profundo estado de apatía y derrotismo. Dicho estado definiría el año 2006, uno de los más brutales para mi cuerpo y conciencia, pues reforzaría todos mis complejos e ideas arraigadas de las cuales había logrado liberarme parcialmente el año anterior. 2006 fue una sádica y enfermiza réplica de 2004. Al compararlos 2006 fue más brutal que 2004, sin embargo este último me afectó más, quizá porque por vez primera me enfrentaba a situaciones límite. 2006 fue algo así como la prueba definitiva, en la cual debía aplicar lo asimilado en 2004.

Mi mente funcionaba de un modo desfavorable. Le daba más fuerza a los eventos negativos que a mi capacidad de generar cosas positivas. Me parecía más sólida la decadencia que la creatividad ya que había visto cómo los frutos del esfuerzo pueden desbaratarse en un instante. En cambio lo destruido permanece o tiene más estabilidad. Por eso me castigué padeciendo lo más posible y llegué al límite de mi resistencia. No fue solo 2006 sino gran parte de 2007. Dos años del más estricto régimen físico y psíquico. Prácticamente mi vida se convirtió en un campo de concentración, con la diferencia de que no había alambrada. Las demás condiciones (encierro, falta de alimento, violencia psicológica) eran muy similares.

Esos dos años eché mano de toda mi «espiritualidad». No tenía con qué más defenderme así que me apegué a todos los principios y métodos esotéricos y filosóficos a mi alcance. En esa época tenía mucho interés en doctrinas relacionadas con la «evolución interior» las cuales fueron mi principal soporte. Mi técnica favorita y que me ayudó mucho fue una que inducía un estado de «objetividad». La leí en un libro de Krishnamurti. Consistía en observar la realidad circundante sin juicio, condenación o rechazo. Por supuesto no me liberaba completamente de los padecimientos pero les restaba mucho poder, al menos temporalmente. No era más que una fuga, pero no tenía muchas opciones así que me era necesaria.

Otra técnica era la meditación. Lo hacía de forma sostenida durante varias horas cada día. No logro medir hasta qué punto me benefició o perjudicó. Pero realmente mis alternativas eran pocas así que fue uno de mis principales paliativos. Prácticamente viví dos años meditando. Llegué al punto de enfrentar el hambre con pura meditación. El hambre no solo corroe los intestinos sino las conexiones neuronales. Volví a experimentar dificultades para concentrarme y era presa de una ansiedad constante debida a la falta de alimento. Así que debía neutralizar esos fenómenos de algún modo. No tenía más recursos que los internos así que me volví un fanático de la meditación. Pero rara vez alcancé un estado de paz. De hecho experimentaba fuertes episodios de rabia y frustración.

Por último recurrí a llevar un diario en el que no escribía mucho de mis adversidades sino de su efecto en mi mundo emocional. Un diario que actualmente considero tramposo pues no tuve el valor de reseñar situaciones concretas, como hago ahora. También escribía sobre mis meditaciones. Es un diario carente de referencias cotidianas, por lo tanto incomprensible. Sin embargo fue otro modo de ayudarme.

Mi principal fuente de angustia era alimentar a mi gato. Me sorprende de dónde obtuve el dinero para alimentarlo durante dos años sin ingreso económico alguno. Me convertí en un mendigo, extrayendo todo el dinero que pude de debajo de los muebles, mi ropa, mis cajones, etc. Pero debía ser paciente y esperar a encontrarme solo en la casa para explorarla a gusto. Vendí todas mis revistas y cómics en un puesto que las compraba usadas. Vendí mis pocos objetos electrónicos y conservé sólo el móvil. Realizar estas ventas me causaba profunda vergüenza. Me daba mucha pena que las personas a quienes se las vendía descubrieran mi deplorable situación. Se me revolvía el estómago ante la sola idea de salir y vender mis cosas por muy poco.

La poca comida a la que tenía acceso eran las sobras de mi padre y hermano. En este aspecto me convertí en un auténtico ladrón. Debía esperar a que ambos fueran al cuarto de mi padre a ver televisión. Entonces yo me dirigía a la cocina supuestamente a tomar agua, pero aprovechaba para revisar las ollas en busca de un último trozo de carne o pollo que hubiera sobrado. Muchas veces esas sobras las tiraban a la basura pero ya no me importaba recuperarlas del bote y engullirlas. El efecto de una raquítica pierna de pollo en el estómago es casi mágico. El cerebro libera endorfinas y los nervios se relajan un poco. Se recupera algo de lucidez y hasta de esperanza. Pero la certeza de la esclavitud nunca se disuelve. Me sentía un esclavo permanente de mis circunstancias. Y debilitado como estaba y sin recursos realmente me era difícil cambiarla.

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