domingo, 4 de noviembre de 2012

Mutismo existencial.

Ilustración: Alexis Marcou.
La entrada al bachillerato me hizo pensar que mis condiciones de vida cambiarían para bien. En el fondo existía la sospecha de que no sería así, pero cada nueva etapa genera más esperanza que cautela. Quién hubiera pensado que una época que debía resultar entrañable podría ser profundamente decepcionante.

El primer día quedé impresionado por la cantidad de alumnos. Aquello no parecía un lugar destinado a la educación sino una congregación caótica, una multitud heterogénea. Pero de algún modo me atrajo. Mi mente aún funcionaba con los parámetros forjados en la escuela secundaria y debía actualizarlos. Sentí como una gran ventaja la ausencia de uniforme. Eso permitía que la propia personalidad se manifestase con mayor libertad. Pero a la vez creaba otra complicación y era una crítica más aguda con respecto a la apariencia. Uno siempre dudaba de si lo que traía puesto ese día era adecuado, o debía ser más sobrio, o por el contrario, más extravagante. Era una preocupación frívola pero en ese entorno tenía mucha relevancia el «estilo». Ese lugar era una jungla donde tanto la apariencia como la actitud se juzgaban con burla y desdén. Y nadie estaba a salvo de ser evaluado negativamente.

Lo que más me acomplejaba eran mis zapatos, que ya estaban gastados y deformados. Eran cómodos pero causaban mal aspecto y aunque nunca recibí o noté crítica alguna por ellos el saber que se veían mal me hacía sentir apenado. Mi estado interno no cambió cuando compré tenis nuevos. Entonces me avergonzaban tanto como los zapatos.

Es curioso el comportamiento que muchos adoptan el primer día. Cuando llegué a mi salón ya había varios alumnos dentro. Todos estaban callados y muy quietos. Pocos hablaban entre sí y cuando lo hacían era para tratar de aclararse dudas sobre el horario, los maestros o la hora de salida. Al  romper un poco más el hielo, como no tenían referencias inmediatas hablaban más que nada de sus días de secundaria. Cuando alguien entraba al salón o se asomaba desde la puerta, todos le dirigían una mirada expectante y tensa. Parecíamos reos esperando nuestro turno a ser ejecutados. A muchos nos paralizaba el nerviosismo pero poco a poco rompíamos con él y nos aventurábamos al pasillo a tratar de cobrar más desenvolvimiento. Pero siempre producía tensión volver a entrar al salón. Ese cruzar la puerta estaba cargado de ansiedad; uno no se sentía a gusto ni fuera ni dentro.

Pensé que esto sería solo los primeros días en que uno debía adaptarse. En días subsecuentes todos comenzamos a establecer vínculos de compañerismo y así la atmósfera cobró más calidez al irnos conociendo poco a poco. Nos estábamos integrando, creando preferencias en base a la afinidad y en unos días los sub-grupos se fueron definiendo: los intelectuales cuya prioridad era el desempeño académico, los expansivos que siempre provocaban alboroto y los regulares que pasaban más o menos desapercibidos. Yo pertenecí a este último grupo. Sin embargo, mientras mis días en la preparatoria transcurrían, toda esa ansiedad preliminar, lejos de desaparecer, iba arraigando en mi psique y comenzó a impedirme una desenvoltura natural. Recuerdo la primera vez que se manifestó físicamente en temblores. Fui con una compañera a la papelería a sacar copias de un libro. Ya me sentía extraño acompañando a una persona del sexo opuesto. Me ofrecí pagar las copias y al extenderle el dinero y depositarlo en su mano mi cuello comenzó a temblar. Sentía mi cabeza titiritar. Fue algo que no pude controlar. Tuve qué voltear a otro lado para tratar de disipar esa reacción involuntaria. Por fortuna ni ella ni nadie lo notó.

Este «tic» se hizo cada vez más frecuente. Era disparado por el trato cercano con alguna compañera o al sentirme observado por cualquiera. Inconscientemente comencé a evitar el contacto visual, que también disparaba esa reacción. El problema se agudizó ante la presión de hablar en público o exponer un tema frente al salón. En la clase de Lectura y Redacción regularmente el maestro pedía que los alumnos leyéramos de pie fragmentos del capítulo en turno. Esto no me era muy difícil. De hecho era quien mejor leía entre mis compañeros y esto me jugó en contra, no con ellos sino con el maestro que siempre me elegía para realizar esas lecturas. Parecía disfrutar escuchándome leer. Yo evitaba observar alrededor y me concentraba en las letras del texto, así no me invadía el nerviosismo. Es notable que la voz nunca se me entrecortó. No tartamudeaba ni titubeaba como hacían mis compañeros. Incluso algunos de ellos reconocieron mis cualidades de lectura en voz alta. Jamás fue mi intención destacar en ningún sentido; por el contrario, quería ser invisible. Así que ese extraño talento lo consideraba infortunado.

La situación empeoró cuando el maestro organizó equipos para realizar obras de teatro. Cada equipo debía inventar un argumento y representarlo. Nosotros elegimos el tema de las adicciones y yo interpretaría un adolescente que se pierde en las drogas y el alcohol. Ensayábamos los diálogos y las «escenas» en las horas libres detrás de uno de los edificios de la escuela. Todos parecían disfrutar el proceso. Yo no me estaba divirtiendo. Estaba siendo llevado más allá de mi capacidad. Para entonces ya era bastante cohibido y si no se me podía exigir hablar en público, mucho menos se me podía pedir actuar y ser expresivo. El grupo me presionaba mucho en este aspecto. Ensayaba mis líneas mecánicamente, sin entonaciones emocionales. Mi lenguaje corporal era nulo y a pesar de ello debía simular un ebrio tambaleante con mirada risueña y perdida. Para mí nada de esto era un juego. Me resistía a formar parte de todo eso y si no era capaz de ensayar un papel ante cinco alumnos mucho menos podría representarlo ante toda la clase. El día de la obra se acercaba y todos parecían estar dispuestos a llevarla a cabo sin ningún problema. Yo en cambio me sentía agotado de tanta angustia. Cuando el día llegó ya me encontraba harto y fatigado por la situación y no entré a la clase.

A la siguiente hora me presenté y fui abucheado por mi equipo que presentó la obra sin mí. El sencillo guión fue modificado de improviso y mi personaje representado por alguien más que seguramente lo hizo mucho mejor de lo que lo pude haber hecho yo. Acepté sus acusaciones sin reproche y en ese momento no me importaban mucho. Me sentía liberado de haber evitado esa prueba aunque obtuve una mala calificación como era de esperar.

Después el maestro nos encomendó elegir un libro y leerlo en un mes para posteriormente reseñarlo frente a la clase. La intención del maestro era que cada uno de nosotros compartiera sus propias impresiones además de los aspectos generales. Una tarea que me habría gustado llevar a cabo de no ser por mi temor a hablar en público. Las contribuciones de mis compañeros fueron aceptables pero no lo que el maestro esperaba. Se colocaban de pie frente a la clase con el libro en las manos y leían algunos párrafos. El maestro exhortó a los primeros a aportar algo más que una mera lectura; quería que transmitieran su sentir sobre el libro. Pero al ver que la mayoría incurría en el mismo método se rindió y les permitió seguir así. Creo que ese maestro tenía cierta vocación pero la apatía de los alumnos la socavó posteriormente. Si yo no hubiese sido presa de la introversión habría disfrutado participar de dicha actividad según la idea original. Pero el solo imaginarme regalando un discurso a la clase hacía que se me revolviera el estómago. Nuevamente, como en la obra, fui el participante ausente.

Lo que terminó por hundirme fue la presencia de los llamados «dinosaurios» o «porros» que ni siquiera formaban parte del alumnado pero vivían de él. Este grupo se dedicaba a extorsionar o robar a los alumnos con amenazas y coerción. Me sentía completamente indefenso ante ellos y la atmósfera dentro de la escuela se me hizo insoportable. El primigenio instinto de «huida o pelea», que se hace presente solo en circunstancias extraordinarias, se encontraba en permanente alerta debido a ese grupo del cual podía ser víctima en cualquier momento, ya fuera dentro del salón, en el pasillo o las escaleras. Era una amenaza inminente que no se podía enfrentar debido a su superioridad numérica y disposición a la violencia. Esto fue agotando mis nervios. Cada día terminaba exhausto por esa situación. No se podía razonar con ellos. Una vez tuve qué regresar a casa caminando pues me quitaron todo: dinero y entradas para abordar el metro.

Mi desempeño el primer semestre fue un fracaso. Mi vida académica ya estaba encauzada al declive y no me sentía fuerte ni confiado para orientarla en un sentido favorable. Debí repetir las materias reprobadas en el segundo semestre pero ya me encontraba muy fuera de lugar. Me había vuelto aún más disfuncional que antes. Por alguna extraña razón no lograba formar parte de los engranajes del bachillerato. Aunque no tenía dificultad para entablar amistades se me dificultaba conservarlas por mis deficiencias en el trato. Mis recurrentes notas bajas me hacían sentir como un subnormal y cada día dudaba más de mis capacidades. Mi interacción con el sexo opuesto ya era pobre. Aunque ni siquiera hubiese el mínimo elemento de atracción mutua, me sentía idiota y falto de personalidad ante cualquier chica. Si me daba cuenta que le gustaba a una, no hacía nada al respecto y me alejaba para no experimentar esa extraña e incontrolable reacción de ansiedad.

Había una chica rubia muy guapa de otro salón que me coqueteaba cuando coincidíamos en el pasillo o el patio de la escuela. A veces también la encontraba en el vagón al tomar el metro de camino a la escuela. No disimulaba sus miradas, que eran muy intensas. No podía evitar sentirme halagado y de entre toda la inmundicia emocional que entonces me rodeaba, esa chica, con sus miradas coquetas me permitió revivir una sensación que ya estaba olvidando: el enamoramiento. Pero ya me encontraba parcialmente anulado por la atmósfera reinante e infortunadas experiencias en la escuela. Si me hubiese atrevido a hablarle posiblemente me habría respondido positivamente. Pero debido a mis circunstancias esa posibilidad quedó completamente descartada. Me conformé con fantasear con ella adivinando su nombre y encontrarla ocasionalmente en los pasillos. Dicha experiencia no duró mucho. Después de un tiempo la vi abrazada con un muchacho.

En mi salón había una chica llamada Aida, que demostró físicamente su preferencia por mí, abrazándome ocasionalmente en algunas clases. Todo el grupo nos observaba y pronto me relacionaron con ella. Era doble el esfuerzo de ocultar mi nerviosismo e intentar desenvolverme con fingida naturalidad para no decepcionarla. Una vez me pidió acompañarla a otro salón donde según ella tenía varios amigos y quería presentarme con ellos. Fuimos a buscarlos pero ella me llevaba de salón en salón, lo que me pareció chusco, pues parecía que no sabía cuál era el salón donde se encontraban. Finalmente se detuvo en uno que se encontraba completamente vacío y ella insistió en que entráramos. «No hay nadie... ¿qué hacemos?», me dijo. Yo estaba angustiado y con temor de que apareciera algún «porro»;  le sugerí que nos fuéramos y volviéramos a «nuestro» pasillo, donde suponía nos encontrábamos más seguros. No parecía tener intención de irse pero yo no le vi sentido estar ahí pues supuestamente estábamos buscando a sus amigos. Años después que reflexioné sobre esta experiencia me di cuenta que ella no esperaba presentarme a ningún grupo de amigos. Ella pretendía algo más que solo nos involucraba a ambos. Y por supuesto, no correspondí a sus insinuaciones. Ni siquiera las noté.

Meses después recibí una llamada telefónica Manuel y Alejandra. Estaba sorprendido. Platicamos un rato pero me encontraba sumamente nervioso, más que nada al platicar con ella. Ya había olvidado cómo era una charla informal con una chica y mi conversación estaba lejos de ser fluida. Ella quería visitarnos a todos los que alguna vez fuimos sus vecinos y acordé citarla en el metro, así regresaríamos juntos. Comeríamos en mi casa y podría reencontrarse con viejos amigos. Esto último me angustió muchísimo pues me obligaba a convivir nuevamente con mis otrora amigos. Pero ella nos recordaba como un grupo y no imaginaba cuánto habían cambiado las cosas.

Me vi obligado a fingir como nunca antes. A pesar de mi error con ella años atrás, me recordaba con cariño y como un chico grácil y arrojado, o por lo menos normal. Traté de despejar mi mente y revivir mis muertas cualidades pero ya era un cascarón vacío.

Finalmente todo resultó bien. Manuel y Alejandra estuvieron con nosotros en casa, pasaron un buen momento y afortunadamente ese día ninguno de los viejos amigos estaba disponible, lo que me ahorró reencontrarme también con ellos. Ella jamás sospechó que ya me sentía ajeno a la corriente de la vida. Pero me dio gusto verla de nuevo.

Después de eso no volví a saber de ella ni de su hermano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entradas más leídas