En fugaces visitas anteriores había ayudado un poco a mi tío con su negocio. Eran pequeñas tentativas en las cuales se hallaba implícita la invitación de trabajar formalmente con él. La verdad era estimulante un trabajo que requería el empleo de las capacidades innatas y que además dejaba un producto artístico. Y una gratificación extra se desprendía del reconocimiento por parte de terceros. Así que no era solo un medio de ganarse la vida; también aportábamos algo de valor al mundo.
Mi tío me propuso vivir con él para dedicarme de lleno a tan grata ocupación. Acepté aunque no fue fácil pues hube de dejar temporalmente mi casa, lo cual conllevaba ciertas complicaciones. Debí adoptar nuevos hábitos y hacer un poco a un lado mis preferencias personales para no resultar molesto. Y mi cortedad no me incomodaba solo a mí. Varias veces, ya fuera mi propio tío o alguno de mis primos, me impelía a tratar de abrirme un poco más, lo que de hecho aumentaba mi introversión.
Ante todo siempre me hicieron sentir bienvenido y no por obligación o consejo de mi tío sino por su buen corazón. Me sentí un poco mal porque también ellos debieron hacer ciertos ajustes en su estilo de vida. No es nada fácil tener una visita en casa y mucho menos si esta se vuelve más o menos permanente.
Fue una buena temporada. Más que un trabajo era una actividad creativa. Se dice que hay qué dedicarse a algo que nos agrade, así el trabajo resulta satisfactorio y hasta gozoso. Mi tío y un primo me integraron de inmediato. Me hizo sentir muy bien cuando me dijeron que yo era la pieza que les faltaba. Conformamos un buen equipo y lo mejor eran las pláticas que sosteníamos. Yo no participaba mucho pero sí opinaba algo de vez en vez. La convivencia sostenida y la vida familiar ya me parecían algo tan extraño... me sentía como un extraterrestre aprendiendo los modales humanos. Por otro lado no podía evitar extrañar mi casa y mi gato el cual mi hermano cuidó del mejor modo que pudo. Al menos no lo dejó morir.
Vivir con mi tío y su familia me hizo consciente de cuánto me había deshumanizado. Si bien estar en su casa era agradable, la vida en familia ya no penetraba en mi mente. Era como si hubiesen adoptado un animal salvaje. Aunque debido a la afinidad establecida por el cine, la lectura y el arte, la convivencia era buena, en otros aspectos era deficiente de mi parte. Estar en convivencia sostenida me desgastaba psicológicamente. Era un estado muy raro, como si de repente me quedara en blanco. No sabía cómo comportarme, ni seguir los temas de conversación que surgían en la hora de comida o en los ratos libres. Además extrañaba tener tiempo para mí, para mis reflexiones.
Algunas veces hubiera deseado no estar presente. Como aquella ocasión en que un primo, invitó a comer a su ex-novia por ser su cumpleaños. Después de la comida, mis tíos y mis otros dos primos salieron de compras, y yo me quedé en el cuarto jugando Playstation. Mi primo y su novia estaban en la sala conversando y del diálogo pasaron a otro tipo de «intercambio». Me sentí contrariado. ¿Debía cerrar la puerta del cuarto o debía salir de la casa para dejarlos solos? No pareció afectarles mucho mi presencia. Desde el cuarto los veía «jugar» en la sala y hubiese preferido no estar ahí. Seguramente si yo no hubiese hecho «mal tercio» la habrían pasado mejor. Pero en fin. No les importó mucho y por lo que vi llegaron bastante lejos. Fue extraño ver a mi primo y su novia en ese «mood». Lo que hacen las parejas me impresionaba mucho y me recordaba cuán lejos estaba de una experiencia similar.
Una vez estábamos en la sala mi otro primo y yo, platicando de cualquier cosa. De repente me dijo «eres el arrimado de la familia». En ese momento no me detuve a evaluar su comentario, estaba asomado por la ventana pensando en otras cosas. Me tomó el día entero para retomarlo y valorarlo. Tan simple comentario de mi primo, en apariencia al vuelo, revelaba un par de cosas. Que el concepto que tenían sobre mí era negativo y que mi estancia ya resultaba molesta. Lo dejé pasar y decidí permanecer un par de días más para darle las gracias a mi tío e inventar cualquier pretexto como huída. Pero no fue necesario. Dos días después de ese incidente, y poco antes de Navidad, un pariente de parte de mi tía falleció. Mi tío aprovechó para sugerirme regresar a casa.
Recuerdo un error que cometí al despedirme de mi tío. Cuando nos dimos la mano le dije «que se la pasen bien», refiriéndome a la Navidad que estaba cerca. Evidentemente no la pasarían bien pues se encontrarían en duelo por la muerte de aquel pariente. Carecía ya de tan poca «inteligencia social» que incurría en comentarios inapropiados. Afortunadamente no se lo tomó a mal y creo que yo fui el único que notó el desatino.
De regreso a casa me di cuenta cuánta tensión había acumulado. A pesar de que el ambiente en casa de mi tío era ameno y cálido, nunca me abandonó la sensación de no-pertenencia. De hecho se fue incrementando en los meses que estuve con ellos. Me sentí liberado, y aunque no tenía mucho dinero en el bolsillo, poco me importó. Sabía que enfrentaría nuevamente tiempos aciagos pero ya estaba acostumbrado a ello. Por otro lado, me alegraba mucho volver a ver a mi gatito. Me entristeció un poco que me desconoció al verme entrar. Pero al día siguiente ya estaba sobre mis piernas como usualmente. Y estando en mi cuarto volví a sentirme «en mi elemento».
Los libros fueron algo que extrañé mucho en mis días de «arrimado». En casa de mi tío había libros pero no tiempo de soledad para dedicarse a ellos. Mis tiempos libres consistieron en jugar mucho Playstation, ¡cantidades ingentes de Playstation! Nos desvelábamos jugando y creo que esa etapa me hizo aborrecer los vídeo-juegos un poco. No niego que disfrutaba esos extensos períodos de juego pero creo que en ellos se agotó mi afición.
Los días en casa de mi tío me aportaron mucho. Al menos ya tenía algo de lo cual conversar, y compartí algunas de esas experiencias con mi hermano, que era el interlocutor más inmediato. También me había provisto de memorias qué analizar y repasar en mis noches de soledad y silencio. Mi cerebro sufrió una modificación interesante. En casa de mi tío siempre estaba la radio encendida. Desde la mañana mi tía sintonizaba una estación musical como parte de su rutina previa al trabajo. Después mi tío o alguno de mis primos escuchaba otro tipo de música, de modo que me acostumbré al ruido. El silencio en mi casa ya no me sentaba bien y comencé a hacer lo mismo. Incluso a mi hermano le extrañó, pero resultó algo bueno de eso ya que él siempre disfrutó de la música en volumen alto y entonces podría ser partícipe de eso.
Mis preferencias musicales tendían a los 80s pero desde el año 2000 mi hermano comenzó a escuchar música gótica. La primera vez que escuché Lacrimosa fue como entrar en otra dimensión. Después trajo un CD de Nightwish, que tendía más al rock y no era tan denso. Poco a poco su colección de discos giraba en torno a grupos «oscuros» y ambos comenzamos a adentrarnos a ese estilo. Una afinidad más con mi hermano, quizá superflua, pero al menos nos unía un poco.
Sin embargo, seguía pensando en el comentario de mi primo. Me di cuenta que mi estancia en su casa, como mis recurrentes visitas a mis abuelos años atrás, me hacían ver como un parásito que solo buscaba sujetarse de seres vivos funcionales para subsistir. A partir de ello decidí no volver a importunar a nadie, y desde finales del 2004 no volví a visitar a mi tío, ni quedarme un solo día en un lugar ajeno. Cometí una excepción tres años después cuando fui a ver a un primo que se había lesionado un tendón jugando squash y me quedé con él una semana. Me la pasé bien e increíblemente resulté buena compañía. Debido a su inmovilidad permanecía la mayor parte del tiempo en su casa, algo insoportable para alguien acostumbrado a salir de fiesta religiosamente cada fin de semana. Yo estaba acostumbrado al encierro, así que al menos mi presencia introdujo una variación en el suyo.
La Navidad del 2004. Creo que fue la primera Navidad que pasé solo. Recibí una llamada... no recuerdo. Pero no estuvo mal. Fue como una noche cualquiera. Incluso me fui a dormir temprano. Lo malo fue que entonces solo contaba con un pequeño radio (no tenía televisión) y no había programas interesantes. Y aunque el estéreo de la sala aún funcionaba no me gustaba mucho usarlo porque mi padre pasaba por ahí y no soportaba su abyecta presencia.
El Año Nuevo lo pasé igual, escuchando algo de música y leyendo. De repente experimenté algo que hacía tiempo no atravesaba mi alma: nostalgia. Extrañaba a mi tío y su familia. Después de todo no era yo un ser tan muerto. Aún tenía la capacidad de encariñarme. O quizá solo fue la ola de emociones que inducen los medios en días festivos. El caso es que de pronto comencé a divagar en qué estarían haciendo o cómo la estarían pasando. Extrañaba también el trabajo en sí.
Otras cosas ocupaban mi mente mientras el mundo entero intercambiaba felicitaciones y abrazos por un año más. Nuevamente mis recursos eran escasos pero en vez de pensar en una alternativa para evitar que mi situación empeorara, me mentalizaba a padecer. Los diez meses del 2004 fueron la prueba definitiva. Mi retrospectiva sobre ellos me indicaba que no podía experimentar nada más agudo. Simplemente era imposible caer más bajo, a menos que me convirtiera en «homeless» y muriera de hambre. A pesar de mis repetidas reflexiones no lograba comprender cómo sobreviví. Podría haberlo considerado una hazaña que me devolviera la fe, pero pensar en ello solo me erizaba la piel al ver que la vida podía tornarse tan dura y amarga.
Así, entre mi soledad nostálgica y mis caprichosas reflexiones recibí el año 2005.
Mi tío me propuso vivir con él para dedicarme de lleno a tan grata ocupación. Acepté aunque no fue fácil pues hube de dejar temporalmente mi casa, lo cual conllevaba ciertas complicaciones. Debí adoptar nuevos hábitos y hacer un poco a un lado mis preferencias personales para no resultar molesto. Y mi cortedad no me incomodaba solo a mí. Varias veces, ya fuera mi propio tío o alguno de mis primos, me impelía a tratar de abrirme un poco más, lo que de hecho aumentaba mi introversión.
Ante todo siempre me hicieron sentir bienvenido y no por obligación o consejo de mi tío sino por su buen corazón. Me sentí un poco mal porque también ellos debieron hacer ciertos ajustes en su estilo de vida. No es nada fácil tener una visita en casa y mucho menos si esta se vuelve más o menos permanente.
Fue una buena temporada. Más que un trabajo era una actividad creativa. Se dice que hay qué dedicarse a algo que nos agrade, así el trabajo resulta satisfactorio y hasta gozoso. Mi tío y un primo me integraron de inmediato. Me hizo sentir muy bien cuando me dijeron que yo era la pieza que les faltaba. Conformamos un buen equipo y lo mejor eran las pláticas que sosteníamos. Yo no participaba mucho pero sí opinaba algo de vez en vez. La convivencia sostenida y la vida familiar ya me parecían algo tan extraño... me sentía como un extraterrestre aprendiendo los modales humanos. Por otro lado no podía evitar extrañar mi casa y mi gato el cual mi hermano cuidó del mejor modo que pudo. Al menos no lo dejó morir.
Vivir con mi tío y su familia me hizo consciente de cuánto me había deshumanizado. Si bien estar en su casa era agradable, la vida en familia ya no penetraba en mi mente. Era como si hubiesen adoptado un animal salvaje. Aunque debido a la afinidad establecida por el cine, la lectura y el arte, la convivencia era buena, en otros aspectos era deficiente de mi parte. Estar en convivencia sostenida me desgastaba psicológicamente. Era un estado muy raro, como si de repente me quedara en blanco. No sabía cómo comportarme, ni seguir los temas de conversación que surgían en la hora de comida o en los ratos libres. Además extrañaba tener tiempo para mí, para mis reflexiones.
Algunas veces hubiera deseado no estar presente. Como aquella ocasión en que un primo, invitó a comer a su ex-novia por ser su cumpleaños. Después de la comida, mis tíos y mis otros dos primos salieron de compras, y yo me quedé en el cuarto jugando Playstation. Mi primo y su novia estaban en la sala conversando y del diálogo pasaron a otro tipo de «intercambio». Me sentí contrariado. ¿Debía cerrar la puerta del cuarto o debía salir de la casa para dejarlos solos? No pareció afectarles mucho mi presencia. Desde el cuarto los veía «jugar» en la sala y hubiese preferido no estar ahí. Seguramente si yo no hubiese hecho «mal tercio» la habrían pasado mejor. Pero en fin. No les importó mucho y por lo que vi llegaron bastante lejos. Fue extraño ver a mi primo y su novia en ese «mood». Lo que hacen las parejas me impresionaba mucho y me recordaba cuán lejos estaba de una experiencia similar.
Una vez estábamos en la sala mi otro primo y yo, platicando de cualquier cosa. De repente me dijo «eres el arrimado de la familia». En ese momento no me detuve a evaluar su comentario, estaba asomado por la ventana pensando en otras cosas. Me tomó el día entero para retomarlo y valorarlo. Tan simple comentario de mi primo, en apariencia al vuelo, revelaba un par de cosas. Que el concepto que tenían sobre mí era negativo y que mi estancia ya resultaba molesta. Lo dejé pasar y decidí permanecer un par de días más para darle las gracias a mi tío e inventar cualquier pretexto como huída. Pero no fue necesario. Dos días después de ese incidente, y poco antes de Navidad, un pariente de parte de mi tía falleció. Mi tío aprovechó para sugerirme regresar a casa.
Recuerdo un error que cometí al despedirme de mi tío. Cuando nos dimos la mano le dije «que se la pasen bien», refiriéndome a la Navidad que estaba cerca. Evidentemente no la pasarían bien pues se encontrarían en duelo por la muerte de aquel pariente. Carecía ya de tan poca «inteligencia social» que incurría en comentarios inapropiados. Afortunadamente no se lo tomó a mal y creo que yo fui el único que notó el desatino.
De regreso a casa me di cuenta cuánta tensión había acumulado. A pesar de que el ambiente en casa de mi tío era ameno y cálido, nunca me abandonó la sensación de no-pertenencia. De hecho se fue incrementando en los meses que estuve con ellos. Me sentí liberado, y aunque no tenía mucho dinero en el bolsillo, poco me importó. Sabía que enfrentaría nuevamente tiempos aciagos pero ya estaba acostumbrado a ello. Por otro lado, me alegraba mucho volver a ver a mi gatito. Me entristeció un poco que me desconoció al verme entrar. Pero al día siguiente ya estaba sobre mis piernas como usualmente. Y estando en mi cuarto volví a sentirme «en mi elemento».
Los libros fueron algo que extrañé mucho en mis días de «arrimado». En casa de mi tío había libros pero no tiempo de soledad para dedicarse a ellos. Mis tiempos libres consistieron en jugar mucho Playstation, ¡cantidades ingentes de Playstation! Nos desvelábamos jugando y creo que esa etapa me hizo aborrecer los vídeo-juegos un poco. No niego que disfrutaba esos extensos períodos de juego pero creo que en ellos se agotó mi afición.
Los días en casa de mi tío me aportaron mucho. Al menos ya tenía algo de lo cual conversar, y compartí algunas de esas experiencias con mi hermano, que era el interlocutor más inmediato. También me había provisto de memorias qué analizar y repasar en mis noches de soledad y silencio. Mi cerebro sufrió una modificación interesante. En casa de mi tío siempre estaba la radio encendida. Desde la mañana mi tía sintonizaba una estación musical como parte de su rutina previa al trabajo. Después mi tío o alguno de mis primos escuchaba otro tipo de música, de modo que me acostumbré al ruido. El silencio en mi casa ya no me sentaba bien y comencé a hacer lo mismo. Incluso a mi hermano le extrañó, pero resultó algo bueno de eso ya que él siempre disfrutó de la música en volumen alto y entonces podría ser partícipe de eso.
Mis preferencias musicales tendían a los 80s pero desde el año 2000 mi hermano comenzó a escuchar música gótica. La primera vez que escuché Lacrimosa fue como entrar en otra dimensión. Después trajo un CD de Nightwish, que tendía más al rock y no era tan denso. Poco a poco su colección de discos giraba en torno a grupos «oscuros» y ambos comenzamos a adentrarnos a ese estilo. Una afinidad más con mi hermano, quizá superflua, pero al menos nos unía un poco.
Sin embargo, seguía pensando en el comentario de mi primo. Me di cuenta que mi estancia en su casa, como mis recurrentes visitas a mis abuelos años atrás, me hacían ver como un parásito que solo buscaba sujetarse de seres vivos funcionales para subsistir. A partir de ello decidí no volver a importunar a nadie, y desde finales del 2004 no volví a visitar a mi tío, ni quedarme un solo día en un lugar ajeno. Cometí una excepción tres años después cuando fui a ver a un primo que se había lesionado un tendón jugando squash y me quedé con él una semana. Me la pasé bien e increíblemente resulté buena compañía. Debido a su inmovilidad permanecía la mayor parte del tiempo en su casa, algo insoportable para alguien acostumbrado a salir de fiesta religiosamente cada fin de semana. Yo estaba acostumbrado al encierro, así que al menos mi presencia introdujo una variación en el suyo.
La Navidad del 2004. Creo que fue la primera Navidad que pasé solo. Recibí una llamada... no recuerdo. Pero no estuvo mal. Fue como una noche cualquiera. Incluso me fui a dormir temprano. Lo malo fue que entonces solo contaba con un pequeño radio (no tenía televisión) y no había programas interesantes. Y aunque el estéreo de la sala aún funcionaba no me gustaba mucho usarlo porque mi padre pasaba por ahí y no soportaba su abyecta presencia.
El Año Nuevo lo pasé igual, escuchando algo de música y leyendo. De repente experimenté algo que hacía tiempo no atravesaba mi alma: nostalgia. Extrañaba a mi tío y su familia. Después de todo no era yo un ser tan muerto. Aún tenía la capacidad de encariñarme. O quizá solo fue la ola de emociones que inducen los medios en días festivos. El caso es que de pronto comencé a divagar en qué estarían haciendo o cómo la estarían pasando. Extrañaba también el trabajo en sí.
Otras cosas ocupaban mi mente mientras el mundo entero intercambiaba felicitaciones y abrazos por un año más. Nuevamente mis recursos eran escasos pero en vez de pensar en una alternativa para evitar que mi situación empeorara, me mentalizaba a padecer. Los diez meses del 2004 fueron la prueba definitiva. Mi retrospectiva sobre ellos me indicaba que no podía experimentar nada más agudo. Simplemente era imposible caer más bajo, a menos que me convirtiera en «homeless» y muriera de hambre. A pesar de mis repetidas reflexiones no lograba comprender cómo sobreviví. Podría haberlo considerado una hazaña que me devolviera la fe, pero pensar en ello solo me erizaba la piel al ver que la vida podía tornarse tan dura y amarga.
Así, entre mi soledad nostálgica y mis caprichosas reflexiones recibí el año 2005.
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