Pareciera que asumo un ventajoso rol de víctima y me justifico en una maraña de complejos para escupir mi rencor. Por supuesto nunca he sido una persona ejemplar ni me interesa serlo. Lo que aquí escribo no es para «hacer drama» ni llamar la atención.
Tan solo quiero re-estructurar y rescatar diversos incidentes que considero clave para comprender por qué mi vida y carácter son lo que son actualmente. Si a veces me dejo llevar al reseñar ciertas cosas es porque la historia personal no se puede abordar estrictamente desde la imparcialidad. Aunque el tiempo otorga cierta perspectiva.
Mi hermano había encontrado empleo en un modesto café Internet, que en esos días era algo en auge. En realidad no tenía muchas opciones y no le pagaban muy bien. Pero gracias a ello adquirió una consola de Playstation. Eso nos unió un poco pues nos hizo entablar algo en común. Cada semana adquiría unos cuantos juegos nuevos. Eran amenos esos momentos en que nos desvelábamos con Metal Gear o Resident Evil 2. De pronto intercambiábamos impresiones generales sobre nuestra situación, nuestras limitadas posibilidades y el modo de resignarnos a ello. También él había adoptado una mentalidad derrotista.
Ocasionalmente mi hermano invitaba a un par de amigos suyos y yo me sentía un poco incómodo por convivir con ellos. Les extrañaba que no saliera de casa pues en apariencia era un chico normal, pero yo me sentía ante ellos como un «bicho raro». En cierto modo me sentía descubierto, como debe sentirse algún animal extraño cuando un documentalista irrumpe en su guarida. Intentaba ser sociable pero creo que más bien les transmitía mi incomodidad. Evidentemente hubiesen estado más a gusto si no estuviera yo presente pero era mi casa y debían tolerarme.
Es curioso cómo mi hermano, a pesar de sus deficiencias, se convirtió en un chico apreciado y bastante popular. Tenía la cualidad de ganarse a las personas y esa «chispa» de sociabilidad le distinguía. Yo en cambio era como un «glitch»: un error gráfico en un vídeo-juego que arruina su funcionamiento.
Esa temporada no fue del todo mala. Sin embargo un incidente la concluyó drásticamente: una hermana de mi padre falleció súbitamente de un infarto. Mi padre viajó a su pueblo natal para todos los asuntos y trámites relacionados con el fallecimiento.
Lo más coherente hubiese sido brindarle unas palabras de apoyo. Pero en una familia anormal y fracturada ese hábito está fuera de lugar. Además del conflicto ya existente, la muerte de su hermana no me importó en absoluto y hubiese sido el colmo de la hipocresía mostrarme afligido. Su hermana fue una de las personas que le hicieron difícil la vida a mi madre en su juventud. En años más recientes esa tía vino a visitarnos y en una plática sobre temas al azar se atrevió a decirle a mi madre «Yo estaba igual de idiota que tú». Tal era su nivel de arrogancia que se permitía ofender a las personas que no compartieran su punto de vista.
No me alegró la muerte de esa tía pero me pareció una especie de compensación por los agravios a mi madre. Ya no causaría más daño a nadie ni volveríamos a lidiar con su prepotencia.
Fue esta indiferencia la que hirió a mi padre. No porque la muerte de su hermana no me haya importado sino porque no me mostré condescendiente con él. No le dediqué ningún gesto o palabra reconfortante. Y no solo le hirió sino que además le frustró pues no pudo capitalizar su pérdida: henchido de ego, habrá pensado utilizar la muerte de su hermana para que me comportara solícito con él. No era consciente de que yo tenía verdaderas preocupaciones: me había estancado en Resident Evil 3. Al empujar una enorme campana que impedía el paso a una puerta, el juego se pasmaba; la pantalla se quedaba en negro y no pasaba de ahí.
Ya fuera por catarsis o por hacerse notar, mi padre habló de deshacerse de los objetos restantes de mi madre. Yo me opuse y nos hicimos de palabras. Le molestó que le contradijera. Me dijo que nada de lo que había en casa me pertenecía, quería que me fuera y ya inmerso en su ira remató con una mentada de madre. No debió haberlo hecho.
No sé si me estaba poniendo a prueba al ofender la memoria de mi madre. No me hirió en absoluto. Me enfureció que se atreviera a hacerlo. Quizá pensó que con esa diatriba me frenaría en seco. Lo que hizo fue provocarme y no me pude controlar. Tomé un palo de madera que alguna vez fue parte de mi restirador, lo empuñe cual bat de béisbol y lo impacté en su espalda. No le di con suficiente fuerza y por mi mente pasó estrellarlo en su cabeza. Aún recuerdo su exhalación gutural de dolor y sorpresa... «¡Hah!» Logró levantarse y forcejeamos. A pesar de su mala condición logró empujarme hacia atrás y me hizo caer. Seguimos forcejeando y entonces mi hermano intervino. Yo solté el bat improvisado y mi padre aprovechó el momento para arrebatármelo. Me puse a la defensiva esperando que lo usara pero mi hermano se atravesó nuevamente y se lo quitó.
Mi hermano me hizo salir de la pieza y me llevó a mi cuarto. Desde ahí escuché el breve y callado llanto de mi padre. Yo tenía sentimientos encontrados. Estaba sorprendido de mí mismo. Nunca me creí capaz de semejante acto de violencia. También consideré un tanto cobarde el haber tomado ese palo de madera; hubiese sido más valeroso usar solo las manos pero mi pensamiento en ese momento era causarle daño. Me alivió haber elegido su espalda y no su cabeza, y creo que también a él. De otro modo yo hubiese terminado en la cárcel y él hospitalizado o muerto. También me preocupaba qué pensaría la familia de mí al enterarse del incidente. Ya imaginaba los rostros de incredulidad y decepción. En cualquier caso imaginaba que las consecuencias negativas de eso las sufriría yo. Me sentí avergonzado frente a mi hermano quien si bien no me tenía en buen concepto, tampoco me creía capaz de algo así. Al día siguiente no me atrevía siquiera a verlo a los ojos; sentía como si lo hubiera defraudado. Pero me sorprendió cuando me dijo «caíste en su juego». Eso me hizo confirmar que los comentarios de mi padre eran una provocación. Y me pareció notable que mi hermano fuese consciente de su afán por fastidiar.
Considero que fui el perdedor pues no derribé a mi padre; de hecho fue él quien me derribó al empujarme hacia atrás. Pero ese pleito tuvo un efecto benéfico. Después de eso me ignoró por completo; desistió por un tiempo en sus provocaciones y le demostré que a pesar de mi halo taciturno era capaz de responder con agresividad. Por otro lado, también salí perdiendo en el sentido de que mediante palabras logró hacerme perder la calma.
Al día siguiente llegó a casa con un par de hachas de acero. Más que para protegerse de mí, las adquirió para proteger su ego. Tal vez quería intimidarme. Yo me reí al verlo entrar. Sentí mi orgullo alimentarse en secreto por ese hecho: ese par de hachas eran la medida de su miedo.
Esa confrontación física debía ocurrir tarde o temprano. La teníamos pendiente desde la vez que mi madre, antes de su cirugía, decidió regresar por unos días al departamento. Apenas llegando ella y mi padre comenzaron a discutir. Los dejé solos para que se expresaran con mayor soltura pero desde mi cuarto escuchaba cómo la discusión subía de tono gradualmente. En un momento mi padre se levantó y comenzó a alardear de modo amenazante. No toleré su falta de consideración a mi madre que se encontraba exhausta por la enfermedad. Me pareció despreciable que se aprovechara de su vulnerabilidad. Sin pensarlo me levante de mi cama, llegué a la sala y me paré frente a él. Quedó sorprendido y me dijo «bájale o te rompo tu madre». Pero ni siquiera se atrevió a tocarme. En ese momento mi madre comenzó a llorar y por ella me abstuve de llevar el duelo verbal a lo físico.
Así que solo necesitábamos un pretexto para detonar esa ira contenida, la cual se manifestó casi un año después de la muerte de mi madre.
Nunca he hablado con nadie sobre violencia intra-familiar. He leído textos y escuchado testimonios por la radio. La mayoría de esta información se enfoca en la violencia física. Poco se habla de otro tipo de violencia, más disimulada. Va más allá de la violencia verbal. Me refiero a un tipo de agresión más sutil pero tan perniciosa o más que un golpe o una ofensa. Consiste en hacer sentir incómoda a una persona de modo que no tenga paz en ningún momento. Pero si esta persona quisiera denunciar o hablar de ello, no encontraría las palabras adecuadas por que aún no existen los términos designados a esos casi imperceptibles gestos.
Un ejemplo de esto lo presencié hace tiempo en el Metro. Iba una chica sentada y tres hombres alrededor suyo. Dos de ellos iban también sentados y uno de pie frente a ella. Los hombres la veían fijamente. En términos coloquiales, la «devoraban» con la mirada.
Esto es muy común en la calle o el transporte público. Las mujeres sufren acoso constante mediante miradas o palabras vulgares. En México, una mujer no puede recorrer una sola calle sin que le dirijan una mirada lasciva o un comentario de mal gusto. Las mujeres son testigos de que nueve de cada diez hombres en este país adolecen de un instinto degenerado. Sin embargo es parte del «folklore mexicano» que los hombres asuman esa actitud y de hecho es mal visto quien no lo hace: se le considera «puto» o «maricón».
Volviendo al incidente en el Metro, evidentemente la chica se sentía incómoda. No fueron necesarias las palabras o el contacto físico. Solo miradas. Y con solo intercambiar miradas esos hombres entraron en un acuerdo: observar sostenidamente a la chica que evidentemente se sintió agredida. Ellos eran conscientes de lo que hacían. Me asusta pensar en qué habría pasado si esa situación se hubiera dado en otro contexto o ahí mismo pero con menos gente alrededor.
Una variación de este tipo de hostilidad la experimentaría en casa.
viernes, 9 de noviembre de 2012
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