Estaba sumamente nervioso y el pánico aumentaba mientras me acercaba al local. Pero una vez que me dirigí al gerente y lo saludé gran parte de la tensión se disipó. Hasta me permitió prepararme un café antes de que me realizaran la entrevista, la cual no fue nada complicada. Todo fue más sencillo de lo que imaginé.
Entrar a trabajar fue mi regalo de cumpleaños. Cumplí 26 años al segundo día de estar ahí. Lo celebré disfrutando mi satisfacción en silencio. Lavando platos, tratando de adaptarme lo más posible al ambiente laboral y conociendo a las personas, tratando de adivinar su naturaleza.
De todos modos me sentía muy desubicado. Hacía 30 minutos me encontraba en casa y luego estaba tomando un café caliente en un restaurante esperando ser entrevistado. Una impresión similar a la primera vez que uno entra en una piscina y siente poco control sobre sus propios movimientos. De hecho el primer día estuvo un poco pesado. Pero yo estaba mentalizado a cualquier tarea que se me encomendara e hice las cosas lo mejor posible. Al día siguiente muchos se sorprendieron de verme; habían dado por hecho que no regresaría. Hasta el gerente exclamó con asombro «¡Vaya, sí regresó!». Les causé buena impresión porque no fui uno de tantos empleados fugaces y demostré que no me asustaba el trabajo duro.
El tratar con otras personas era un estímulo casi olvidado. Las personas en general me parecían entes distantes. Ser aislado como una pieza aparte me hizo olvidar que ellos también eran humanos. Tenían defectos, cualidades, vulnerabilidades, inquietudes. No eran entes insensibles pero el distanciamiento me había hecho verlos como tales.
La mayoría de las observaciones de mi amigo resultaron ciertas. El ambiente laboral en el restaurante era bueno y los empleados amables, desenvueltos. Muchos de ellos eran jóvenes, otros de mi edad. Hacía tiempo no convivía con un grupo de contemporáneos. Pero esto no me causaba alegría pues por dentro estaba en coma. Todos los Viernes asistía un grupo a tocar covers de los 60s. Eso animaba mucho el ambiente. Nunca había visto a una banda tocar y me pareció una experiencia interesante aunque se tratara de un grupo que solo tocaba canciones de otros. Ese restaurante tenía su magia, o al menos así me pareció por un tiempo.
Éramos cinco en la cocina: dos cheffs, dos cocineras y yo. Los cuatro eran buenas personas. Los primeros días no platiqué mucho con ellos. Hablábamos más que nada sobre mis funciones y cómo debería hacer las cosas. De repente me hacían una que otra pregunta personal para romper el hielo, lo cual me hizo sentir bien pues denotaba interés por mí. Hacía tiempo nadie me preguntaba sobre aspectos de mi vida. Me había acostumbrado a ser invisible. Si bien reencontrarme con mi viejo amigo de escuela me devolvió algo de identidad, no me sentía del todo validado. En cambio en el restaurante comencé a sentirme parte de algo. Era miembro de un equipo de trabajo.
Me era difícil tener iniciativa para ofrecerme y ayudar en alguna otra cosa. A veces me cohibía ante el tener qué realizar una simple pregunta. La inseguridad entorpece toda experiencia, incluso la de aprender. Me limitaba a lavar platos porque esa era mi función pero poco a poco fui mostrando interés por aprender a realizar los platillos.
Me tomaría tiempo adaptarme pero la cordialidad de los compañeros de trabajo me facilitaría mucho las cosas. Aún así nunca pude integrarme completamente. Sin embargo era un buen trabajo y gracias a él comencé a prosperar más que en otras épocas. El trabajo era sencillo pero un poco pesado. Sin embargo no me importaba ya que me sentía a gusto. Con el tiempo fui cobrando soltura, no solo en la ejecución de mis tareas sino en la convivencia con mis compañeros. Pero siempre me precedió un halo de reserva con el cual nunca pude romper. Aún así les caí bien y yo comenzaba a sentirme parte del equipo. Estaba volviendo a ser una persona.
Poco más de un mes después ya era como «pez en el agua». Ya me sentía familiarizado con todo el restaurante y los demás se habían familiarizado conmigo. Puedo jactarme de que nunca, en ningún trabajo, he sido conflictivo y por lo general nadie ha tenido problemas conmigo.
Recuerdo cuando el parrillero, hermano del cheff, irrumpió en la cocina. Se mostraba muy serio, parecía molesto. Muy joven, casi 7 años menor que yo pero muy alto. Al principio supuse que sería alguien difícil de tratar. Me sorprendió que resultó ser el más extrovertido y bromista. Me di cuenta que no soy el único que usaba máscaras.
También era divertido platicar con el panadero, que gustaba de alburearnos a todos. Las horas de comida resultaban entretenidas debido a los duelos de albures entre él y el parrillero. Ocasionalmente me albureaba a mí pero no le seguía el juego. Hubiese sido humillante intentar enfrentarlo.
Hice buena amistad con todos. Debí permanecer más tiempo en ese lugar pero los complejos nunca me dejaron en paz. Muchas veces la timidez me impedía realizar ciertas cosas que me hubiese gustado hacer. Era exasperante. Por fin me sucedía algo bueno pero de repente atentaba contra ello.
Recuerdo la primera vez que me pagaron. No fue mucho pues comencé a trabajar a mediados de semana pero la ganancia económica si bien me produjo cierta satisfacción, esta no fue intensa. Las impresiones tardaban en llegar a mi cerebro y por ende no reaccionaba a ellas como debería. Cuando recibí el dinero y lo guardé en mi bolsillo se me hacía como increíble. Así somos los pobres diablos que vivimos en extrema austeridad. La mínima ganancia nos produce gran impresión o por el contrario nos parece irreal. Nos volvemos escépticos de todo lo bueno porque lo malo se ha vuelto costumbre, la norma invariable. No es culpa nuestra. Simplemente así nos forjaron los infortunios y nuestros propios complejos.
Lo mejor fue la comida. Y como en el empleo anterior, también me enfermé del estómago por falta de costumbre. Pero gracias a esas comidas pude recuperarme y obtuve de ellas energía que hacía meses no sentía. Me pareció curioso que algunos empleados se quejaran de la comida. Para mí era como un regalo de los dioses. En solo un mes me recuperé. No adquirí el aspecto de años atrás pero ya no me veía delgado. Desde que volví a comer bien retomé mi rutina de ejercicios y recobré gran parte de mi peso. Esto me hizo sentir mucho mejor. Quizá sea algo superfluo pero mi aspecto demacrado siempre me preocupó.
Me permití algo que no hacía tiempo atrás. Valorar no solo la personalidad de las compañeras sino su apariencia. No era que tuviese intención de pretender a alguna de ellas. ¡Para nada! Pero las nuevas influencias que llegaban a mi cerebro echaron a andar viejos engranajes y tuve el atrevimiento de evaluar cuál me parecía guapa y cuál no.
No es que todos los hombres seamos morbosos. Pero no importa cuán suprimida se encuentre la personalidad, aún permanecen ciertos mecanismos inherentes. A veces es inevitable que una mujer me parezca hermosa. No es que yo sea un fisgón. Es algo que obedece al instinto de supervivencia. La capacidad de sentir atracción se encuentra en los genes y es difícil ir en contra de eso. Y lo es aún más ante la presencia inmediata y constante del sexo opuesto. Aunque uno nunca se atreva siquiera a dirigirle la palabra, algo de eso se activa en el cerebro.
Algunas amigas comenzaron a comportarse cariñosas conmigo. Nunca supe si solo era su forma de demostrar su aprecio o si acaso esperaban algo más de mi parte. Mi juventud vacía de experiencias carecía de referentes sobre qué significaba cada incidente y no sabía cómo interpretarlos de forma correcta. La mayoría de las veces no detectaba si una mujer se sentía atraída por mí. Y aunque lo supiera, no sería capaz de hacer algo al respecto. Me sentía insuficiente y daba por hecho que no tenía nada qué ofrecer.
Había una mesera cuyo nombre no recuerdo ya. Creo que se llamaba Carolina. Era muy guapa. Jamás la pretendí ni entablé amistad con ella. Estaba comprometida pero aún así, algunas veces se me insinuó. Pero no noté sus insinuaciones en su momento. Sin embargo, no pude evitar sentir cierta emoción ante sus acercamientos. Ahora que hago ejercicio de memoria, era muy «aventada» conmigo y todos se dieron cuenta de inmediato, excepto yo. Como siempre. Aún así no habría intentado nada con ella.
Hubo detalles que me recordaban mi posición inferior. Una vez fuimos a la pizzería donde trabajaba mi amigo, ya que se encontraba cerca. Por fortuna ese día mi amigo descansó, y así nos evitamos un momento incómodo. El gerente llevó a su esposa quien le preguntó refiriéndose a mí, «¿él qué hace?». Respondió «es el lavaloza» con cierto dejo de menosprecio. Ese tipo de sutiles humillaciones jamás me han motivado a superarme. Me parece un síntoma de debilidad el afán de superación que se desprende de los comentarios desfavorables. Depender de lo que se diga uno denota una mente fácil de influenciar y manipular. Y aunque las críticas no me son indiferentes tampoco me dejo llevar por ellas.
Conforme avanzaban los meses fui notando que había diferencias entre algunos empleados. Otros no se encontraban del todo a gusto ya fuera por la paga que consideraban injusta o por algún otro factor. La carga de trabajo era pesada y mientras estuve ahí vi al menos veinte personas que se presentaban a trabajar solo un día o dos. No regresaban siquiera a dar las gracias; simplemente se iban.
Me molesta cuando alguien me tilda de «parásito». Si he tenido dificultades para integrarme a la vida productiva ha sido por mis malas experiencias y por mi cortedad innata. El trabajo duro no me asusta y rara vez me emito queja sobre mis condiciones laborales. Si algo en un trabajo no me gusta y no puedo cambiarlo, me ajusto a ello o lo abandono. Nunca hablo mal de nadie ni durante ni después de alguna experiencia laboral desafortunada.
Como empecé a operar pequeños cambios en mi vida, mi padre y hermano comenzaron con sus hostilidades. Les molestaba verme mejorar. A veces pienso que se sentían rebasados y por eso trataban de impedir cualquier avance de mi parte. Sin embargo traté de continuar.
Entrar a trabajar fue mi regalo de cumpleaños. Cumplí 26 años al segundo día de estar ahí. Lo celebré disfrutando mi satisfacción en silencio. Lavando platos, tratando de adaptarme lo más posible al ambiente laboral y conociendo a las personas, tratando de adivinar su naturaleza.
De todos modos me sentía muy desubicado. Hacía 30 minutos me encontraba en casa y luego estaba tomando un café caliente en un restaurante esperando ser entrevistado. Una impresión similar a la primera vez que uno entra en una piscina y siente poco control sobre sus propios movimientos. De hecho el primer día estuvo un poco pesado. Pero yo estaba mentalizado a cualquier tarea que se me encomendara e hice las cosas lo mejor posible. Al día siguiente muchos se sorprendieron de verme; habían dado por hecho que no regresaría. Hasta el gerente exclamó con asombro «¡Vaya, sí regresó!». Les causé buena impresión porque no fui uno de tantos empleados fugaces y demostré que no me asustaba el trabajo duro.
El tratar con otras personas era un estímulo casi olvidado. Las personas en general me parecían entes distantes. Ser aislado como una pieza aparte me hizo olvidar que ellos también eran humanos. Tenían defectos, cualidades, vulnerabilidades, inquietudes. No eran entes insensibles pero el distanciamiento me había hecho verlos como tales.
La mayoría de las observaciones de mi amigo resultaron ciertas. El ambiente laboral en el restaurante era bueno y los empleados amables, desenvueltos. Muchos de ellos eran jóvenes, otros de mi edad. Hacía tiempo no convivía con un grupo de contemporáneos. Pero esto no me causaba alegría pues por dentro estaba en coma. Todos los Viernes asistía un grupo a tocar covers de los 60s. Eso animaba mucho el ambiente. Nunca había visto a una banda tocar y me pareció una experiencia interesante aunque se tratara de un grupo que solo tocaba canciones de otros. Ese restaurante tenía su magia, o al menos así me pareció por un tiempo.
Éramos cinco en la cocina: dos cheffs, dos cocineras y yo. Los cuatro eran buenas personas. Los primeros días no platiqué mucho con ellos. Hablábamos más que nada sobre mis funciones y cómo debería hacer las cosas. De repente me hacían una que otra pregunta personal para romper el hielo, lo cual me hizo sentir bien pues denotaba interés por mí. Hacía tiempo nadie me preguntaba sobre aspectos de mi vida. Me había acostumbrado a ser invisible. Si bien reencontrarme con mi viejo amigo de escuela me devolvió algo de identidad, no me sentía del todo validado. En cambio en el restaurante comencé a sentirme parte de algo. Era miembro de un equipo de trabajo.
Me era difícil tener iniciativa para ofrecerme y ayudar en alguna otra cosa. A veces me cohibía ante el tener qué realizar una simple pregunta. La inseguridad entorpece toda experiencia, incluso la de aprender. Me limitaba a lavar platos porque esa era mi función pero poco a poco fui mostrando interés por aprender a realizar los platillos.
Me tomaría tiempo adaptarme pero la cordialidad de los compañeros de trabajo me facilitaría mucho las cosas. Aún así nunca pude integrarme completamente. Sin embargo era un buen trabajo y gracias a él comencé a prosperar más que en otras épocas. El trabajo era sencillo pero un poco pesado. Sin embargo no me importaba ya que me sentía a gusto. Con el tiempo fui cobrando soltura, no solo en la ejecución de mis tareas sino en la convivencia con mis compañeros. Pero siempre me precedió un halo de reserva con el cual nunca pude romper. Aún así les caí bien y yo comenzaba a sentirme parte del equipo. Estaba volviendo a ser una persona.
Poco más de un mes después ya era como «pez en el agua». Ya me sentía familiarizado con todo el restaurante y los demás se habían familiarizado conmigo. Puedo jactarme de que nunca, en ningún trabajo, he sido conflictivo y por lo general nadie ha tenido problemas conmigo.
Recuerdo cuando el parrillero, hermano del cheff, irrumpió en la cocina. Se mostraba muy serio, parecía molesto. Muy joven, casi 7 años menor que yo pero muy alto. Al principio supuse que sería alguien difícil de tratar. Me sorprendió que resultó ser el más extrovertido y bromista. Me di cuenta que no soy el único que usaba máscaras.
También era divertido platicar con el panadero, que gustaba de alburearnos a todos. Las horas de comida resultaban entretenidas debido a los duelos de albures entre él y el parrillero. Ocasionalmente me albureaba a mí pero no le seguía el juego. Hubiese sido humillante intentar enfrentarlo.
Hice buena amistad con todos. Debí permanecer más tiempo en ese lugar pero los complejos nunca me dejaron en paz. Muchas veces la timidez me impedía realizar ciertas cosas que me hubiese gustado hacer. Era exasperante. Por fin me sucedía algo bueno pero de repente atentaba contra ello.
Recuerdo la primera vez que me pagaron. No fue mucho pues comencé a trabajar a mediados de semana pero la ganancia económica si bien me produjo cierta satisfacción, esta no fue intensa. Las impresiones tardaban en llegar a mi cerebro y por ende no reaccionaba a ellas como debería. Cuando recibí el dinero y lo guardé en mi bolsillo se me hacía como increíble. Así somos los pobres diablos que vivimos en extrema austeridad. La mínima ganancia nos produce gran impresión o por el contrario nos parece irreal. Nos volvemos escépticos de todo lo bueno porque lo malo se ha vuelto costumbre, la norma invariable. No es culpa nuestra. Simplemente así nos forjaron los infortunios y nuestros propios complejos.
Lo mejor fue la comida. Y como en el empleo anterior, también me enfermé del estómago por falta de costumbre. Pero gracias a esas comidas pude recuperarme y obtuve de ellas energía que hacía meses no sentía. Me pareció curioso que algunos empleados se quejaran de la comida. Para mí era como un regalo de los dioses. En solo un mes me recuperé. No adquirí el aspecto de años atrás pero ya no me veía delgado. Desde que volví a comer bien retomé mi rutina de ejercicios y recobré gran parte de mi peso. Esto me hizo sentir mucho mejor. Quizá sea algo superfluo pero mi aspecto demacrado siempre me preocupó.
Me permití algo que no hacía tiempo atrás. Valorar no solo la personalidad de las compañeras sino su apariencia. No era que tuviese intención de pretender a alguna de ellas. ¡Para nada! Pero las nuevas influencias que llegaban a mi cerebro echaron a andar viejos engranajes y tuve el atrevimiento de evaluar cuál me parecía guapa y cuál no.
No es que todos los hombres seamos morbosos. Pero no importa cuán suprimida se encuentre la personalidad, aún permanecen ciertos mecanismos inherentes. A veces es inevitable que una mujer me parezca hermosa. No es que yo sea un fisgón. Es algo que obedece al instinto de supervivencia. La capacidad de sentir atracción se encuentra en los genes y es difícil ir en contra de eso. Y lo es aún más ante la presencia inmediata y constante del sexo opuesto. Aunque uno nunca se atreva siquiera a dirigirle la palabra, algo de eso se activa en el cerebro.
Algunas amigas comenzaron a comportarse cariñosas conmigo. Nunca supe si solo era su forma de demostrar su aprecio o si acaso esperaban algo más de mi parte. Mi juventud vacía de experiencias carecía de referentes sobre qué significaba cada incidente y no sabía cómo interpretarlos de forma correcta. La mayoría de las veces no detectaba si una mujer se sentía atraída por mí. Y aunque lo supiera, no sería capaz de hacer algo al respecto. Me sentía insuficiente y daba por hecho que no tenía nada qué ofrecer.
Había una mesera cuyo nombre no recuerdo ya. Creo que se llamaba Carolina. Era muy guapa. Jamás la pretendí ni entablé amistad con ella. Estaba comprometida pero aún así, algunas veces se me insinuó. Pero no noté sus insinuaciones en su momento. Sin embargo, no pude evitar sentir cierta emoción ante sus acercamientos. Ahora que hago ejercicio de memoria, era muy «aventada» conmigo y todos se dieron cuenta de inmediato, excepto yo. Como siempre. Aún así no habría intentado nada con ella.
Hubo detalles que me recordaban mi posición inferior. Una vez fuimos a la pizzería donde trabajaba mi amigo, ya que se encontraba cerca. Por fortuna ese día mi amigo descansó, y así nos evitamos un momento incómodo. El gerente llevó a su esposa quien le preguntó refiriéndose a mí, «¿él qué hace?». Respondió «es el lavaloza» con cierto dejo de menosprecio. Ese tipo de sutiles humillaciones jamás me han motivado a superarme. Me parece un síntoma de debilidad el afán de superación que se desprende de los comentarios desfavorables. Depender de lo que se diga uno denota una mente fácil de influenciar y manipular. Y aunque las críticas no me son indiferentes tampoco me dejo llevar por ellas.
Conforme avanzaban los meses fui notando que había diferencias entre algunos empleados. Otros no se encontraban del todo a gusto ya fuera por la paga que consideraban injusta o por algún otro factor. La carga de trabajo era pesada y mientras estuve ahí vi al menos veinte personas que se presentaban a trabajar solo un día o dos. No regresaban siquiera a dar las gracias; simplemente se iban.
Me molesta cuando alguien me tilda de «parásito». Si he tenido dificultades para integrarme a la vida productiva ha sido por mis malas experiencias y por mi cortedad innata. El trabajo duro no me asusta y rara vez me emito queja sobre mis condiciones laborales. Si algo en un trabajo no me gusta y no puedo cambiarlo, me ajusto a ello o lo abandono. Nunca hablo mal de nadie ni durante ni después de alguna experiencia laboral desafortunada.
Como empecé a operar pequeños cambios en mi vida, mi padre y hermano comenzaron con sus hostilidades. Les molestaba verme mejorar. A veces pienso que se sentían rebasados y por eso trataban de impedir cualquier avance de mi parte. Sin embargo traté de continuar.
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