lunes, 12 de noviembre de 2012

Arte sombrío.

Tres meses después de mi empleo en el restaurante encontré uno nuevo como empleado de limpieza en una panadería. Tan solo duré una semana y a la fecha nadie sabe que trabajé ahí, ni siquiera mis familiares. Tanto parientes como vecinos tienen una idea vaga sobre mi vida. Prácticamente me convertí en un desconocido para ellos. «¿Qué ha sido de ti?», me preguntaban mis otrora amigos. «¿Qué te pasó? Te has vuelto bien raro», me decían mis parientes. En ningún caso ofrecía una respuesta satisfactoria; prefería que hicieran sus propias conjeturas.

Ya no solo me ocultaba, también me avergonzaba mi vida. ¿Qué éxito o valiosa experiencia podía compartir? Aunque no estuviese encadenado por mis complejos tendría qué esconderme. Era un ser vacío, insuficiente. Mis únicas referencias eran mis meditaciones y libros. Eso no sirve en el mundo real. Las personas quieren que uno hable de cosas inmediatas y tangibles. Yo había vivido toda mi vida encerrado en mi habitación. Evitaba que las charlas incidentales cobraran un tono más personal por temor a «ser descubierto». Me había vuelto hipersensible a la crítica.

A mi hermano tampoco le iba muy bien en el café Internet. Recuerdo una noche que ambos estábamos de humor y nos pusimos a platicar. De pronto se quedó pensativo y dijo «Verás que pronto nos irá mejor». Yo asentí por inercia pero internamente recibí su declaración con escepticismo. También él tenía sus adversidades pero a pesar de ello tenía esperanza, algo que yo había perdido años atrás. Me conmovió ese gesto de mi hermano. Él aún creía de corazón que las cosas podían mejorar; él, que quizá tenía más en contra que yo.

Poco tiempo después mi tío Jesús montó un negocio propio y me invitó a trabajar con él. Aún dudo si lo hizo movido por la compasión o porque realmente consideraba que le sería útil. Pero mi tío Jesús es quien mejor me conoce y a pesar de mi distanciamiento estoy seguro que algo lograba entrever. Intuía que mi situación era mala, así que lo más probable es que su ofrecimiento a trabajar con él haya obedecido a la conmiseración. La familia entera (particularmente mis tíos) adoptó una actitud solícita hacia mí después del fallecimiento de mi madre. Comprendían mi desamparo pero también me consideraban (con acierto) inútil o fracasado, así que sus sentimientos hacía mí navegaban entre la compasión y el menosprecio.

Mis opciones no eran muchas y no pude negarme. De mi parte había compromiso mas no convicción, porque aceptar nuevamente su ayuda equivalía a un reconocimiento implícito de mi incompetencia. Pero era un buen trabajo que tenía relación con mi mayor inclinación: el arte.

Desde los cinco años de edad demostré visos de cierta habilidad en el dibujo. No abandoné los juegos infantiles pero mi afición al dibujo fue cobrando prioridad. Era notable no solo mi interés sino mis aptitudes. Mis primeros bosquejos ya mostraban una torpe expresividad y un cierto dinamismo. Resultaba peculiar que además era zurdo. Algunos disfrutaban verme dibujar y como entonces no era tan cohibido no me importaba que hubiera alguien observando mis trazos. Era más que un pasatiempo; amaba dibujar. Podía pasar horas esbozando un guerrero, un animal o un robot y con los años acumulé una cantidad importante de dibujos. Este tipo de arte marcó positivamente mi vida desde la infancia a entrada la adolescencia, y actualmente algunas personas me recuerdan por ese talento.

Es notable que nunca nadie, ni siquiera mi padre, intentó nulificarme en este aspecto. Incluso en la secundaria fui reconocido por mis compañeros y hasta por los «bullies». Fue una etapa muy curiosa porque enfrenté y disfruté la explotación de mi talento: me pagaban por un dibujo. De algún modo sentí que me traicionaba a mí o al arte en sí pero no era yo quien exigía retribución monetaria sino que ellos mismos me la ofrecían. Pero creo que abusé un poco y hasta llegué a envanecerme.

En los días de preparatoria decidí ocultar deliberadamente mi pasión por el arte. Nadie jamás supo de mi lado creativo. Para entonces ya buscaba pasar desapercibido y por ello no me permití hacer el mínimo alarde sobre lo que podía plasmar en una hoja de papel. Además, algo comenzó a ocurrirme. No sé si fue debido a los problemas que me oprimían aquellos días o el bajo estado anímico, pero me fui estancando en el desarrollo de mi estilo. Los tres años anteriores a eso afiné bastante mi técnica y ni siquiera pensaba en mejorar; simplemente lo daba por hecho. Pero algo dentro de mí ya no funcionaba bien y mis facultades artísticas también se vieron afectadas. De hecho, decrecieron y con el tiempo desaparecerían. Y con ellas el último rastro de mi esencia, lo poco de valioso que me restaba.

¿Acaso habrá sido solo un bello espejismo, esa capacidad de crear algo artístico de la nada? ¿Un don temporal que debía extinguirse ante la crudeza de la vida? Si bien persistía en no dejarlo morir, lo veía desvanecerse. En mi espíritu inundado de temores y angustias ya no había lugar para lo sublime; por ende su manifestación externa era cada vez más débil. Era extraño sentarme a la mesa con intención de dibujar y ver que nada surgía. Ya no había «magia» y eso comenzaba a frustrarme.

Tengo clara en la memoria mi ruptura definitiva con el dibujo. Era 1998. Había llegado a un hartazgo general. Estaba cansado de la situación en mi casa, de mi hundimiento, de la pérdida de mi único talento. Canalicé mi frustración hacia esto último. De repente no le vi utilidad alguna a sentarme en la mesa a «dibujar monitos». En mi cuarto hojeaba todos los dibujos acumulados desde mi infancia. ¿De qué me servían? No me dolió haberlos roto y arrojado a la basura. Me parecía el paso lógico: si mi vida era toda decadencia mi talento debía desaparecer en ella. Desde entonces no he vuelto a dibujar; no con esa inspiración que antes de eso precedía mis trazos.

A veces garabateo algo. Mi espíritu conserva reminiscencias de un don extinto. Como si recordara que una hoja en blanco está ahí para volcar un impulso creativo que alguna vez existió. Si actualmente alguien me pidiera que dibujase a «Superman» o a «Wolverine», el resultado sería aceptable, posiblemente mejor que el promedio. Pero lo haría sin interés y más como una carga que como un placer. Y quizá con cierta nostalgia o pena. Hace tres años intenté «resurgir» pero solo confirmé que ya no había inspiración y era imposible hacerla volver. Algo que terminó por socavar cualquier destreza que pude haber tenido fue precisamente, trabajar nuevamente con mi tío.

No se debió al trabajo en sí, sino a ciertos elementos indirectos que lo acompañaban. Dicho trabajo involucraba trato directo con muchos «artistas» del cómic. Personas que aspiraban a ser reconocidos ilustradores o escultores relacionados con el noveno arte. Este acercamiento a semejante comunidad era en apariencia una bendición. Conocería miles de personas con las cuales compartir una afición común. Formaría parte de una legión de entusiastas artistas enamorados de las historias y personajes en los tebeos. Me integraría a un noble colectivo que no solo coleccionaba novelas gráficas sino que pretendía crearlas.

Lo que encontré fue una despreciable horda de individuos vanidosos que solo se descalificaban unos a otros. Cuestionaban el talento de sus colegas y se vanagloriaban del propio. Nadie estaba exento de incurrir en este comportamiento, ni los novatos ni los veteranos. Nunca en mi vida había tragado tal cantidad de soberbia y petulancia. Lo peor es que ni siquiera poseían facultades notables ni originalidad. Todos pretendían ser el nuevo Frazetta, el nuevo Simon Bisley, el nuevo Boris Vallejo, el nuevo Alex Ross, etc. Pero no eran más que imitadores mediocres o en su defecto, faltos de talento.

Conformaban un sub-mundo de artistas que se sentían parte de la élite. Nunca le escuché a ninguno decir «me falta mejorar» o «tengo qué aprender más». Todos se sentían artistas consumados o pretendían serlo y no eran capaces de reconocer sus fallas, mucho menos de aceptar un consejo. Esto último significaba una afrenta imperdonable pues para cualquiera de ellos implicaba que su irreprochable talento era puesto en duda. No podría decir cuál de todos con los que traté era el más insufrible porque hasta en eso parecían competir.

Recuerdo la última vez que asistí a una convención de cómics que se celebraba regularmente. No tengo idea si aún se siga realizando ni me interesa saberlo. Pero aquella ocasión un amigo de mi tío participó con una escultura de dos personajes populares. Ganó el primer lugar y al bajar del escenario con su premio y reconocimiento ni siquiera nos saludó. El mismo individuo que varias ocasiones fue invitado en casa de mi tío para comer y conversar, ahora lo ignoraba.

En el micro-cosmos de las convenciones de cómics estos artistas se figuran exponer grandes obras de arte en el Louvre. Sin embargo, no son más que un puñado de artistas regulares. Aún así, se colocan por encima de los demás, que están obligados a reconocer su virtuosismo pero no tienen derecho de dirigirse a ellos.

Fue tal mi asco y desencanto que cualquier vestigio de convertirme en ilustrador terminó por desvanecerse. Preferí sepultar mi talento y conservar algo de integridad que intentar despertarlo y convertirme en un bodrio. Lamento haber decepcionado a mi tío, quien desde el principio me persuadió a dibujar y aprender cada vez más. Siempre me motivó, no a ejercitar una habilidad para ser reconocido por ella, sino a ser fiel a mi inspiración. Nunca me impuso la idea de ser ilustrador como un propósito obligatorio. Tan solo tanteaba la posibilidad. «Tú podrías ser ilustrador; si enviaras unos dibujos Marvel seguro te contratarían», me decía.

Pero definitivamente es él quien realmente tiene facultades. Yo he sido solo un aficionado. Dibujaba porque me nacía, porque algo dentro de mí impulsaba a hacerlo. Mi tío también tenía ese «feeling» y afortunadamente lo conserva. Esas sesiones de dibujo con mi tío eran exultantes; alimentaban el espíritu. Cada quien con un lapicero, una goma, unas hojas en blanco… y disfrutábamos dibujar por dibujar. No pensábamos en ser admirados o reconocidos por ello. Nos guiaba la inspiración pura y transmundana.

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