miércoles, 14 de noviembre de 2012

Explorador.

No recuerdo a detalle cómo sucedieron las cosas en 2005 pero definitivamente las cosas mejoraron. Me reencontré con un amigo de la secundaria y la preparatoria. Me dio gusto volver a verlo. Fue uno de los pocos amigos que tuve entonces y recapitulamos con calma esos días que también fueron difíciles para él.

En esos días también él buscaba trabajo así que decidimos «unir esfuerzos» pero infortunadamente en ciertas circunstancias mi amigo resultaba tan o quizá más cohibido que yo. Ocurría muy seguido que mi amigo encontrara alguna vacante de su interés y posibilidades, pero su inseguridad le frenaba y pasaba de largo. Curiosamente, muchas veces era yo quien solicitaba información por él. Esa práctica me fue otorgando cierta confianza y me ayudó a disimular mi timidez. «Pensé que te ponía nervioso preguntar», me llegaba a decir mi temeroso amigo. El indagar por él me daba cierto distanciamiento psicológico, lo que me facilitaba dirigirme a un desconocido.

Sin embargo él tenía más experiencia de vida. Con las mujeres no era nada tímido y de hecho las acosaba en la calle, práctica que siempre me pareció detestable.

Iba a buscarme a casa regularmente para buscar empleo. La verdad es que muchas de esas veces solo salíamos a despejar la mente un poco. Es decir, tan solo vagábamos por ahí, con intención de encontrar casualmente una vacante instalándonos inconscientemente en una zona de confort.

Fue en esos días que comencé a familiarizarme con rumbos que nunca me había atrevido a inspeccionar por mi cuenta. Al principio me sentía fuera de lugar y consideraba esos lugares como peligrosos pero con el tiempo me sentiría mejor por esos territorios que en los alrededores de mi casa. Recorríamos esas calles casi todos los días y llegué a sentir un poco de pena ante la idea de que los habitantes de esa zona se percataran de nuestra presencia y falta de propósito en la vida. A veces parecíamos adolescentes yéndose «de pinta».

Pero no éramos adolescentes sino adultos arruinados. No teníamos trabajo ni un peso en el bolsillo. Yo sobrevivía a duras penas con algún dinero ahorrado y en casa me convertí en una especie de «ladrón». Ocasionalmente la familia de mi padre llevaba despensa para ayudarlo, que él nunca consumía por considerarla indigna. Él y mi hermano acostumbraban comer en un ostentoso restaurante cerca de la casa y despreciaban la despensa.

En mi necesidad tomaba a veces unas latas o me preparaba una pasta, no sin sentirme como un cínico atracador. Por una temporada sobreviví solo de sopas de fideo que apenas apaciguaban el hambre. Pero esta se incrementaba debido al consumo calórico producto de las largas caminatas con mi amigo. Comencé a padecer esos paseos precisamente por la mala alimentación. Tenía qué fingirme henchido a pesar de las ojeras que delataban mis continuas privaciones y antes de que cada quien partiera a su casa mi amigo se deleitaba adivinando lo que su madre había preparado para comer. Yo debía ir pensando en improvisar mi comida u omitirla ese día.


Esas salidas casi diarias me hicieron recuperar un poco de valor y muchas veces, cuando mi amigo no iba a buscarme salía por mi cuenta. En una de esas ocasiones encontré una vacante en una pizzería. No pensé en preguntar en ese momento. En cambio fui a buscar a mi amigo a su casa y le informé de la oportunidad.

Le entusiasmó y al poco rato regresamos pero no se atrevió a solicitar la vacante. Una vez más pedí datos por él, lo que le infundió valor. Ese mismo día se quedó a trabajar. Se le notaba nervioso pero al menos ya no debía preocuparse por el dinero, la comida o la presión en su casa. Había vuelto a ser una persona productiva y además estaba calificado para el trabajo pues tiempo atrás su padre había montado negocios similares.

Yo regresé a casa visualizando lo que había en la alacena. Ese día comería solo una pasta hervida con sal. No me atrevía a tocar el dinero que me quedaba pues decidí reservarlo para una verdadera emergencia. Mientras podría soportar días de consunción. Para entonces me había vuelto un poco masoquista; creo que mi mente desarrolló eso como defensa.

Mi amigo se avocó con empeño a su trabajo. Era algo que dominaba y además le gustaba. Varias veces lo vi desde mi ventana dirigirse a la pizzería. Yo bebía café echando una mirada al extraño mundo de fuera, el mundo al cual todos excepto yo podían integrarse. Durante esos días también me propuse buscar una oportunidad pero ya no las había en los alrededores y ya no tenía dinero para transportarme a zonas más lejanas. Esto me produjo demasiada frustración.

Pero aún así persistía. Algo que me inyectó voluntad fue una frase de un sobrino de mi padre. En una de sus visitas, ese primo estaba de «humor filosófico» y en una breve charla que tuvimos sobre la vida en general dijo «aún así te esté cargando la fregada, tienes qué echarle ganas». Creo que ni él mismo fue consciente de lo que dijo. Esa frase encerraba la clave de la resiliencia, algo que él, siendo un «junior», obviamente ignoraba. Él nunca se había puesto a prueba como yo, por lo tanto no era capaz de valorar su propia sentencia. A mí me ayudó mucho y la atesoré con otras líneas que me inspiraban resurgimiento.

Hay veces que la voluntad simplemente se agota. Pero uno continúa adelante por puro acto reflejo. Ya no hay energía, solo un andar mecánico. Es un esfuerzo extra que surge de la nada. Es agotar nuestro rendimiento al máximo, como extraerle a una batería un poder que ya no tiene. Se llega a un momento en que las leyes de la física y la lógica se rompen, y el cuerpo y la mente avanzan ya sin vida, de modo inexplicable, movidas por un último grano de voluntad. Como esas prolongadas caminatas en que dejaba de sentir las piernas pero estas seguían desplazándome.

Uno de esos días que exploraba zonas desconocidas vi un restaurante desde la otra calle. Era un local enorme y parecían estar solicitando personal. Al llegar a la esquina crucé y caminé de regreso para observar bien el cartel y echar un ojo al interior del establecimiento. A pesar de la zona en que se ubicaba era un buen restaurante. Estaban solicitando personal en todas las áreas. Me atreví a preguntar por el puesto de lavaloza ya que no sabía hacer otra cosa. Casi me invitaron a trabajar pero no llevaba mis papeles en ese momento. Prometí volver al día siguiente.

Mi amigo me sugirió repetidas ocasiones que, siempre que me fuera posible elegir, optara por trabajar en restaurantes. Decía que el trato ahí siempre era bueno, el ambiente laboral ameno (excepto cuando había muchos clientes, pues aumentaba la presión) y lo mejor era que daban de comer. Describía el trabajo en restaurante con la misma pasión que un niño describiría una fábrica de chocolates. Me infundió ánimos para buscar empleo en ese rubro y cuando tuve la oportunidad la tomé.

No podía creer el repentino giro que tomaba mi vida. Ese día me estaba muriendo de hambre. Al siguiente posiblemente estaría trabajando y con suerte me darían algo de comer. Aunque apenas atardecía, al llegar a casa preparé mis papeles, me di un baño, comí una insípida pasta y me fui a acostar, un poco nervioso y a la vez emocionado, mentalizándome para un nuevo trabajo. No tenía idea de cómo sería, cómo me iría, o si lo haría bien. Pero ya no tenía absolutamente nada qué perder.

Mi psique era un caos pero a la vez me sentía liberado, como si hubiese resucitado después de permanecer en la tumba por miles de años. Debía despejar un poco mi mente pero no podía evitar ensayar en la imaginación lo que haría al día siguiente. Mi experiencia en entrevistas era muy escasa e invariablemente me ponía nervioso. Además un restaurante obliga a la convivencia; no es un empleo en que uno pueda aislarse. Estaría expuesto todo el tiempo y además debía ser receptivo y abierto. Tenía menos de veinticuatro horas para configurar mi mente y prepararla para esos nuevos hábitos y estímulos.

Curiosamente al saber que existe una opción para mejorar las cosas, la mente las da por resueltas. Ya no me importunaba el hambre porque mi mente ya la consideraba saciada. Ya podía fantasear a mis anchas con generosas comidas porque dichas fantasías serían satisfechas pronto.

No tenía idea de cuánto duraría en ese trabajo. Quizá ni siquiera un día debido a mi pobre desempeño. Tal vez no resultaría tan idílico como lo había planteado mi amigo. O simplemente no resistiría el esfuerzo por mi debilidad física. Peor aún, tal vez ni siquiera superaría la entrevista. Pensando solo en esos factores me predisponía para lo que pudiera resultar mal. Ya no era capaz de calcular las cosas buenas como la posibilidad de hacer amigos o entablar un vínculo más cercano con alguien del sexo opuesto. De hecho esperaba no tener qué tratar con mujeres para no hacer el ridículo ante ellas ni ante los demás. Era muy ingenuo y alimentaba ilusiones de pasar desapercibido en un entorno que obliga al trabajo en equipo. Mis únicos referentes eran las anécdotas de mi amigo y mi fugaz experiencia en aquél restaurante. Había mucha diferencia porque el segundo local era realmente enorme (tenía cincuenta mesas) y el anterior era muy modesto.

No dormí del todo bien esa noche por pensar y repensar sobre la experiencia que se avecinaba. De continuo me entregaba a la idea de no presentarme o hacerlo otro día. Ya era muy usual tender al auto-boicot y en el fondo no estaba del todo convencido. Todavía a pocas horas de ir a solicitar ese empleo tenía mis dudas. Eso que llaman la zona de confort arraiga con fuerza en la mente aunque no tenga nada de confortable. Pero trataba de eludirla considerando las ventajas de integrarme nuevamente a la vida laboral. Tendría dinero en la bolsa y podría ahorrar para los días difíciles. Podría alimentar a mi gatito como se merecía. Yo comería todos los días y ya no tendría qué lidiar con la molesta sensación de hambre que corroe desde el esófago hasta la boca del estómago. Tendría baterías de sobra para mi pequeño radio. Esas eran las únicas ventajas que columbraba y con esas me era más que suficiente. Tanto se habían simplificado mis expectativas. 

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