martes, 6 de noviembre de 2012

Desolación y Dominique.

Dominique Moceanu
Al evocar mis diecisiete años destaca una experiencia que resulta graciosa pero muy intensa. Se celebraban los Juegos Olímpicos de Atlanta 96 y me enamoré perdidamente de una de sus participantes, una gimnasta llamada Dominique Moceanu. Tenía una gracia y carisma inigualables. Todo el tiempo pensaba en ella. Estaba pendiente a cada noticia o reportaje en que fuera mencionada y recababa toda la información posible sobre esa chica con ojos de ángel. Y cuando en un programa de televisión proporcionaron una dirección a la cual escribirle me brincó el corazón. La posibilidad de comunicarme con ella, o que ella supiera de mí agudizó aún más mi obsesión. Pero nunca le escribí. Ninguna línea que le hubiese dedicado pudo abarcar mi desbocado sentir.

Incurrí en una conducta extraña. Tenía la idea de que incrementar la intensidad de mi rutina de ejercicios de algún modo me acercaría a ella, al formar parte de lo mismo: la férrea disciplina física. Así se manifestaba mi deseo de identificación con ella. En años posteriores, cada 30 de Septiembre, celebraba su cumpleaños en mi fuero interno.

Esa entidad platónica y distante era lo mejor de mi vida en ese momento. Me infundía una extraña fuerza que me animaba a continuar una vida que ya estaba perdiendo sentido.

Después de mi desgraciado tránsito por la preparatoria, me encontraba en un estado de parálisis. Ya casi no salía de casa y prácticamente vivía recluido en mi cuarto. Pero ni ahí tenía paz. La continua presión de mis padres me hacía sentir acorralado. Al mismo tiempo estaba desarrollando aversión por el mundo de fuera. Sentía escalofríos ante la idea de salir y encontrarme con los que alguna vez fueron amigos cercanos, algo que todos los días debía enfrentar pues estaba obligado a realizar las compras a la tienda o al supermercado. En esos momentos recordaba los días en que me encantaba estar afuera. Pero mi mente habría sufrido una conversión y aunque aún sentía curiosidad por lo que pasaba en el mundo exterior, prefería permanecer encerrado la mayor parte del tiempo. La experiencia en la preparatoria había lesionado mi psique y exhibía los primeros brotes de agorafobia. Cualquier círculo social ya me era inhóspito: mis parientes, mis vecinos, mi familia.

Mi madre nunca me permitió una reclusión total. Debía asistir con ella a las reuniones familiares que se realizaban cada ocho o quince días generalmente en casa de mi abuela, donde viví hasta los cinco años. Me sentía a gusto en esa casa; era como un refugio o algo así. Mi fracaso escolar era uno de los temas recurrentes en dichas reuniones. Siempre, invariablemente, algún tío me preguntaba «¿Y qué paso con la escuela, Daniel? ¿Ya vas a trabajar o qué piensas hacer?». El silencio expectante se imponía toda la sala. Yo ofrecía respuestas torpes, mencionaba un plan apenas delineado y esperaba se conformaran con mi respuesta. Nuevamente, silencio incómodo en que evaluaban mi respuesta; entonces alguien comentaba algo, reanudando la plática y orientándola a algo más interesante. Esos momentos se convirtieron en una amenaza velada y me acomplejaban aún más. Reuniones que de ordinario disfrutaba se tornaron poco a poco en una fuente de displacer. Cada vez que debía acompañar a mi madre debía mentalizarme a que en cualquier momento ella o algún familiar me lanzaría indirectas o introduciría el tema de mi declive escolar y parasitaria vida.

Una ocasión, mientras la conversación cobraba ritmo, me encontraba sumamente tenso, esperando a ser torturado con alguna pregunta o comentario sobre mi situación, como era habitual. Aún nadie decía nada pero mis nervios ya estaban a punto de quebrarse. Fue una sensación tan insoportable que me levanté y salí al patio a tomar aire fresco. Ya no quería estar ahí, ni asistir más a esas reuniones. Además de que ya me sentía como un intruso, estaba desarrollando fobia social. El goce que antes era genuino se volvió fingido y esas fugas al patio se volvieron una necesaria costumbre. Eran mi forma de sobrevivir a cada reunión. Si bien esa situación era menos amarga de lo que fue la preparatoria, cada día me sentía más constreñido por ella.

Y al imaginarme con Dominique me sentía aún más estúpido.

Mis circunstancias mejoraron un poco cuando un tío muy querido me ofreció trabajar con él realizando rótulos en sustitución de su compañero. Me encantaba ese trabajo. Debíamos trasladarnos a diversos lugares y rotular muros al aire libre. Todo el día nos pegaba el sol y era un trabajo agotador pero muy satisfactorio. Por fin había encontrado algo en lo que era bueno. Mi tío Jesús estaba contento con mi modo de trabajar y hacíamos buen equipo. Además de que estaba gran parte del día con una de las personas más significativas en mi vida. Mi tío siempre ha sido un icono por su forma de ser y porque en cierto modo somos muy similares. Ambos tenemos habilidad para el dibujo a mano alzada, y él fue una de mis principales motivaciones en ejercitar esa habilidad.

Mis días como rotulista duraron poco. Un tiempo después el antiguo compañero de mi tío regresó a recuperar su empleo. Por unos días trabajamos los tres pero mi tío tenía problemas para pagarnos a ambos. Consideré que su compañero era más apto para el trabajo y por propia voluntad renuncié. Le agradecí a mi tío quien no insistió en que me quedara.

Fue una buena temporada que me devolvió algo de la confianza perdida. Sin embargo, la fobia social ya había arraigado en mi mente y no importaba que haya demostrado ser capaz de salir adelante. Ya había levantado barreras entre el mundo y yo. Nada me hacía sentir parte de él.

Trabajar con mi tío me dio un respiro del tenso ambiente en casa. La relación entre mis padres, que desde años atrás ya mostraba síntomas de ruptura, había entrado en una etapa de discusiones y peleas constantes. Mi padre estaba desempleado, y su presencia en casa nos tenía tensos a todos. Siempre invasivo y presa del tedio, indagaba mucho sobre nuestras actividades, criticaba a la familia de mi madre y rondaba por toda la casa pendiente a lo que sucedía en ella. Adicto al cigarro, fumaba perniciosamente a toda hora, haciendo irrespirable la atmósfera. Esto último me era particularmente molesto durante mi rutina de ejercicios.

De algún modo mi padre sentía nuestro rechazo hacia él. Para compensar eso invitaba regularmente a sus hermanas que le apoyaban incondicionalmente. Pero al terminar su visita él volvía a quedarse solo a padecer un rechazo incrementado por confrontarnos con su familia, tan invasiva, arrogante y maliciosa como él.

Cada quién enfrentaba las cosas a su modo. Mi hermano era aparentemente el menos afectado. Su vida tampoco marchaba del todo bien pero tenía amigos, era sociable y apreciado por todos a pesar de sus repentinos desplantes de ira y rebeldía. Sedentario y con tendencia a la obesidad, su sobrepeso fue uno de sus mayores infortunios. Mi madre intentó ayudarlo a bajar de peso. Lo llevó con un nutriólogo y mi hermano, en contra de su voluntad, tuvo que someterse a una dieta no muy estricta pero difícil de llevar. Esta imposición le predispuso contra mi madre y en el trayecto a las citas con el doctor le musitaba constantes ofensas que ella fingía no escuchar.

Mi madre se apoyaba mucho en la familia y en su mejor amiga, Rosa Elena, antigua compañera de trabajo. Esta amiga le abría los ojos con respecto al nefasto modo de ser de mi padre y le infundía valor para enfrentarlo. Por estas razones mi padre la odiaba y siempre que mi madre hablaba con ella por teléfono o se reunía con ella en una cafetería, mi padre le profería insultos y descalificaciones, temeroso a ser desenmascarado y visto tal cual es: un ser descompuesto y podrido por dentro. Rosa Elena siempre representó un apoyo importante para mi madre, algo que mi padre no toleraba pues ponía en entredicho su posición de poder y aparente supremacía.

Yo me refugié en el ejercicio, el dibujo, la televisión y los libros. Ya no quedaba nada de mi personalidad. Había perdido el buen humor, la capacidad de hacer bromas, la espontaneidad y el relativo aplomo. Me había vuelto silencioso, meditativo y huraño. Mis defensas psicológicas se ponían a prueba en todo momento, ya fuera por algún comentario derogatorio de mi madre («¿Así va a ser toda tu vida?»), los ataques verbales de mi padre, algún altercado con mi hermano (aunque esto último solo ocurría cuando se portaba grosero con mi madre) o el simple hecho de estar en casa, de existir.

 No deja de sorprenderme que entonces aún parecíamos ante la mayoría una familia unida y funcional. La realidad es que jamás lo fuimos. Pero involuntariamente proyectábamos eso: mi padre, un individuo culto y de conducta intachable. Mi hermano, un muchacho noble y bien intencionado. Mi madre, una feliz ama de casa. Yo, un chico inteligente y con mucho potencial.

Allá afuera la gente vivía su vida, tenía planes, luchaba, se superaba mediante su propio esfuerzo. Yo aprendí a observar desde mi ventana todo ese acontecer y buscaba que algún párrafo de mis libros me revelara por qué no era capaz de levantarme y extender mi mano en busca de algo mejor. Esencialmente anhelaba una vida distinta pero me parecía más un sueño que un propósito real.

Mientras mi cuerpo cobraba volumen y aspecto atlético, por dentro era un inválido. ¿De qué sirve la fortaleza física si no va de la mano con la inteligencia y la voluntad? ¿Por qué estas últimas no pueden desarrollarse a la par que la otra o con la misma facilidad? Quizá las experiencias y el entorno habían anulado tan valiosas cualidades. Quizá nunca las tuve. En tan solo diecisiete años me había convertido en masa inerte, un ser incapaz de edificar en el mundo o en si mismo algo valioso.

«¿Qué es la iniciativa? ¿La habré perdido o nací sin ella? ¿Por qué soy tan diferente? ¿Será un error que yo exista?», cavilaba en la soledad de mi cuarto. Solo éramos mis preguntas y yo. A mi nerviosismo habitual se fue añadiendo una melancolía insondable. Comenzaba a adentrarme en los terrenos de la depresión.

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