Un día, en una absurda y literal interpretación de un texto búdico, me senté en mi cama a meditar indefinidamente. Superé el hambre, la violencia y el rencor. Entré en un estado de euforia en que nada me afectaba. Logré la indiferencia máxima en ocho horas sostenidas de meditación. Me había vuelto un tirano espiritual para conmigo mismo. Mi intención era encontrar la paz en medio de mis circunstancias. Pensaba que si lograba un estado de felicidad en tan malas condiciones entonces podría ser feliz en cualquier situación. Así que debía presionarme al máximo. Estaba entregado a una enfermiza lucha contra mis impulsos básicos.
Había perdido contacto con la realidad. Vivía prácticamente encerrado en casa, sin contacto con nadie. No tenía amistad alguna ni intención de conocer nuevas personas. Eso ya no existía. Lo único real para mí era la frialdad del mundo que me había dado la espalda, la absoluta imposibilidad de cambiar mis circunstancias y mi afán por exterminar mi ego y personalidad.
Solo salía a conseguir alimento para mi gato y estirar las piernas un poco, aunque evitaba esforzarme demasiado pues tenía que administrar mis pocas energías. No hay mucho qué decir sobre ese año porque todos los días fueron casi idénticos: cada mañana me levantaba a beber un café y alimentar a mi gato. Luego hacía unos cuantos ejercicios de flexibilidad (ya no levantaba pesas), después me daba un baño (el único placer que me quedaba) y el resto del tiempo permanecía enclaustrado en mi habitación. Parecería una lúdica rutina pero la consunción me había arruinado no solo el cuerpo sino los nervios.
Mi mente se había dividido en dos: una parte se encontraba serena mientras que la otra padecía todos los tormentos. Era un fenómeno que según mis estúpidos libros de esoterismo se explicaba como la división entre la «esencia» y la «falsa personalidad». Hoy intuyo que había caído en un estado de esquizofrenia. La idea del suicidio se había vuelto recurrente pero disfrazada como «anhelo de trascendencia». Creo que en esos días ya estaba perdiendo la cordura.
Y mi humanidad. Ya no quedaba rastro en mi comportamiento que indicara que era un ser humano. No puedo evitar sentir ternura por quienes frente a mí se han quejado de permanecer dos o tres días sin recibir visitas ni hablar con nadie. Hay personas que se deprimen si no reciben un abrazo o una llamada en una semana; sienten que su mundo se tambalea. Se indignan si se les ofrece algún alimento que no es de su agrado. Les parecería inconcebible que yo pasé casi dos años virtualmente aislado y con el estómago vacío. De rozar los 70 kilos de peso bajé a 50. Mis únicas distracciones eran mis libros, mi diario y jugar con mi gato. Ni hablar de un abrazo o una palabra de apoyo. Olvidé qué era eso.
Llegó la temporada navideña, y con ella el temor de una reunión familiar. Esta posibilidad no me causaba ilusión. Por el contrario, temía que me vieran en tan deplorable estado. No había tenido tan mal aspecto desde 2004 y no soportaría el bombardeo de consternación, conmisceración y escarnio. Ni las preguntas morbosas sobre mis actividades durante todo el año o por qué estaba tan delgado. Ni el dolor de la comparación entre mi vida marchita y las suyas, llenas de sentido. Por fortuna dicho encuentro familiar no se dio. Ni siquiera recibí una llamada por teléfono. Esto me quitó un peso de encima y pude continuar con mi estúpida lucha contra los «Yoes».
No podía evitar recordar la Navidad del año anterior. La había pasado trabajando. Me encontraba sano, era un individuo mediocre pero activo, parcialmente reconciliado con la vida. Un año después solo era una sombra de hombre: no estaba muerto ni vivo. Solo era un enjuto pedazo de carne, un intelecto enfrentado contra sí mismo y un corazón resquebrajado.
Llegó el Año Nuevo. Era algo inexplicable. Había sobrevivido un año inmisericorde y al igual que en 2004, no había lógica en ello. Mi resistencia había sido probada pero esto no me devolvió la confianza ni me dio fe. Por el contrario, había interiorizado una fobia casi absoluta a la vida. Era como un animal que ha sido aislado durante mucho tiempo y la cercanía de cualquier otro ser vivo o la exposición a un entorno abierto le crispa los nervios.
¿Qué era yo? ¿Qué motivo tenía mi existencia? ¿Por qué había sobrevivido a un año de desnutrición y demencia? ¿Qué sentido tiene una vida tan fría y descarnada? ¿Y qué diferencia hacía el tránsito de un año a otro? Ninguna. Mi férreo contexto de vida permanecía inmutable. El problema era que no sabía si podría soportarlo. Aún así, pasaron meses para llegar al convencimiento de que ya no tenía nada qué perder. ¿Qué más daba lo que mi padre o hermano dijeran o hicieran? ¿Qué podría arrebatarme ya la vida? ¿Qué clase de comentario malicioso sobre mi mal aspecto podría afectarme? Había tocado fondo. Simplemente eso, había tocado fondo. Después de eso había solo dos opciones: dejarme morir o levantarme y por pura curiosidad, intentar obtener algo.
Opté por lo segundo.
En mi cajón me quedaba un foiler, un juego de copias de documentos y dos solicitudes de empleo. Me costó trabajo llenarlas pues mi pobre experiencia laboral no cubría satisfactoriamente los espacios vacíos. Pero ya nada me importaba así que me permití introducir algunos datos falsos. ¿Qué tan graves hubiesen sido las consecuencias de eso? Seguramente no he sido el único que lo ha hecho. Repasé mentalmente los lugares que años atrás recorrí con mi amigo. Quizá encontraría una oportunidad de empleo por ahí. Lavaloza, ayudante general, empleado de limpieza. Lo que fuera, ¿qué más daba?
Aún luchaba mentalmente con las posibles represalias que enfrentaría si mi hermano y mi padre notaban algún progreso de mi parte. Pero ya no era capaz de recibir más daño. Ya no había modo de hacerme experimentar pérdida pues nada tenía.
Era todo. Lo único que faltaba era tener el valor para poner un pie en la calle. Esto fue lo más difícil. El mundo exterior era algo que había aprendido a observar desde mi ventana. Como una fantasiosa película en la televisión, así veía lo que había afuera. Un irreal conjunto de elementos que reaccionando en cadena formaban eso que llaman vida. En ella, seres humanos conviven, luchan, tropiezan, aman, odian, acumulan y comparten experiencias. Después de casi dos años debía exponerme nuevamente a todos esos componentes. Me serví del proceso llamado "aproximaciones sucesivas". La primera vez que salí solo di una vuelta por ahí para que mi psique se fuera re-acostumbrando a los estímulos: todo ese movimiento, interacción y ruidos de la calle que me inducían pánico. Poco a poco fui aumentando mis distancias hasta llegar a aquellas calles que alguna vez recorrí. Y recordé la calidad de esos paseos. Tortuosos cuando iba en compañía de mi amigo, placenteros recién abandoné el restaurante y relajantes después de renunciar a la pastelería.
Llegó el día en que salí formalmente a buscar empleo. Mi objetivo era una fábrica que se encontraba relativamente lejos de mi casa pero lo suficientemente cerca como para llegar a pie. Veinte minutos de caminata de ida y los mismos de vuelta; así me ahorraría los pasajes. Antes de llegar a ella vi un pequeño restaurante cerca donde solicitaban un ayudante general. En la puerta de entrada vi un muchacho alto y moreno, dándole una vista general a la calle como tratando de despejar su mente. Lucía muy mal encarado y tenía un mandil así que adiviné era cocinero. Me seguí de largo para tomarme un tiempo y mentalizarme. Siguiendo el viejo consejo de mi amigo, pediría trabajo ahí antes que en la fábrica. Di la vuelta y me encaminé al restaurante. Tragué saliva y entré. No había nadie. Después apareció un señor robusto que supuse era el cheff. Le pregunté por la vacante y llamó a alguien más que se encontraba en la cocina: el mismo chico que había visto minutos antes en la entrada y posteriormente, un gran amigo.
Me dio información sobre el empleo. Era de medio tiempo (solo seis horas al día) y pagaban poco. Las tareas eran sencillas y me darían de comer. Me quedé a trabajar ese mismo día.
Estaba sumamente nervioso, quizá excitado por la facilidad con que habían resultado las cosas. Muchas veces pensé por qué no lo había intentado antes en vez de padecer inútilmente un año y ocho meses de terribles privaciones.
Era Septiembre de 2007 y había encontrado una oportunidad de comenzar de nuevo. No tenía expectativas ni proyecciones. Había aprendido a conformarme con lo que la vida quisiera otorgarme. En dos años había desarrollado un carácter estoico y la mínima ganancia económica me daba igual. El ambiente laboral resultó ameno y al ser la jornada de solo seis horas tendría tiempo para el ejercicio de mis facultades, en lo cual siempre encontré refugio. Y como solo eran tres empleados (un cheff, el mesero y el dueño que hacía un poco de todo) la convivencia no sería tan pesada.
En la mañana de ese primer día me encontraba derrotado y lleno de angustia. Pero el hombre más arrojado no es aquél que goza de ventaja sino el que no tiene nada qué perder. De regreso a casa me sentía muy diferente, como despertando de una pesadilla de dos años.
Basta introducir un factor distinto en la ecuación de nuestra robótica y gris vida para que esta sufra una modificación completa. Por supuesto, no siempre se obtiene algo. Pero al menos ya no se permanece inmóvil y presa del pánico. La sola exposición a estímulos nuevos disipa muchos fantasmas que en nuestro lecho de muerte parecían tan amenazantes.
Ayudante General nunca ha sido ni será un gran empleo. Pero es suficiente para mantener un estilo de vida decente y en todo caso es mejor que nada. La disposición o anhelo de resurgir no garantiza grandes victorias como nos dice la literatura. En ella, el personaje toca que toca fondo y se levanta es recompensado con lo mejor. Aquí, en la vida real, el más grande esfuerzo puede no producir fruto alguno, ni la voluntad más implacable asegura el éxito inmediato. Pero para que ocurra algún cambio se deben realizar esfuerzos y tentativas.
Había perdido contacto con la realidad. Vivía prácticamente encerrado en casa, sin contacto con nadie. No tenía amistad alguna ni intención de conocer nuevas personas. Eso ya no existía. Lo único real para mí era la frialdad del mundo que me había dado la espalda, la absoluta imposibilidad de cambiar mis circunstancias y mi afán por exterminar mi ego y personalidad.
Solo salía a conseguir alimento para mi gato y estirar las piernas un poco, aunque evitaba esforzarme demasiado pues tenía que administrar mis pocas energías. No hay mucho qué decir sobre ese año porque todos los días fueron casi idénticos: cada mañana me levantaba a beber un café y alimentar a mi gato. Luego hacía unos cuantos ejercicios de flexibilidad (ya no levantaba pesas), después me daba un baño (el único placer que me quedaba) y el resto del tiempo permanecía enclaustrado en mi habitación. Parecería una lúdica rutina pero la consunción me había arruinado no solo el cuerpo sino los nervios.
Mi mente se había dividido en dos: una parte se encontraba serena mientras que la otra padecía todos los tormentos. Era un fenómeno que según mis estúpidos libros de esoterismo se explicaba como la división entre la «esencia» y la «falsa personalidad». Hoy intuyo que había caído en un estado de esquizofrenia. La idea del suicidio se había vuelto recurrente pero disfrazada como «anhelo de trascendencia». Creo que en esos días ya estaba perdiendo la cordura.
Y mi humanidad. Ya no quedaba rastro en mi comportamiento que indicara que era un ser humano. No puedo evitar sentir ternura por quienes frente a mí se han quejado de permanecer dos o tres días sin recibir visitas ni hablar con nadie. Hay personas que se deprimen si no reciben un abrazo o una llamada en una semana; sienten que su mundo se tambalea. Se indignan si se les ofrece algún alimento que no es de su agrado. Les parecería inconcebible que yo pasé casi dos años virtualmente aislado y con el estómago vacío. De rozar los 70 kilos de peso bajé a 50. Mis únicas distracciones eran mis libros, mi diario y jugar con mi gato. Ni hablar de un abrazo o una palabra de apoyo. Olvidé qué era eso.
Llegó la temporada navideña, y con ella el temor de una reunión familiar. Esta posibilidad no me causaba ilusión. Por el contrario, temía que me vieran en tan deplorable estado. No había tenido tan mal aspecto desde 2004 y no soportaría el bombardeo de consternación, conmisceración y escarnio. Ni las preguntas morbosas sobre mis actividades durante todo el año o por qué estaba tan delgado. Ni el dolor de la comparación entre mi vida marchita y las suyas, llenas de sentido. Por fortuna dicho encuentro familiar no se dio. Ni siquiera recibí una llamada por teléfono. Esto me quitó un peso de encima y pude continuar con mi estúpida lucha contra los «Yoes».
No podía evitar recordar la Navidad del año anterior. La había pasado trabajando. Me encontraba sano, era un individuo mediocre pero activo, parcialmente reconciliado con la vida. Un año después solo era una sombra de hombre: no estaba muerto ni vivo. Solo era un enjuto pedazo de carne, un intelecto enfrentado contra sí mismo y un corazón resquebrajado.
Llegó el Año Nuevo. Era algo inexplicable. Había sobrevivido un año inmisericorde y al igual que en 2004, no había lógica en ello. Mi resistencia había sido probada pero esto no me devolvió la confianza ni me dio fe. Por el contrario, había interiorizado una fobia casi absoluta a la vida. Era como un animal que ha sido aislado durante mucho tiempo y la cercanía de cualquier otro ser vivo o la exposición a un entorno abierto le crispa los nervios.
¿Qué era yo? ¿Qué motivo tenía mi existencia? ¿Por qué había sobrevivido a un año de desnutrición y demencia? ¿Qué sentido tiene una vida tan fría y descarnada? ¿Y qué diferencia hacía el tránsito de un año a otro? Ninguna. Mi férreo contexto de vida permanecía inmutable. El problema era que no sabía si podría soportarlo. Aún así, pasaron meses para llegar al convencimiento de que ya no tenía nada qué perder. ¿Qué más daba lo que mi padre o hermano dijeran o hicieran? ¿Qué podría arrebatarme ya la vida? ¿Qué clase de comentario malicioso sobre mi mal aspecto podría afectarme? Había tocado fondo. Simplemente eso, había tocado fondo. Después de eso había solo dos opciones: dejarme morir o levantarme y por pura curiosidad, intentar obtener algo.
Opté por lo segundo.
En mi cajón me quedaba un foiler, un juego de copias de documentos y dos solicitudes de empleo. Me costó trabajo llenarlas pues mi pobre experiencia laboral no cubría satisfactoriamente los espacios vacíos. Pero ya nada me importaba así que me permití introducir algunos datos falsos. ¿Qué tan graves hubiesen sido las consecuencias de eso? Seguramente no he sido el único que lo ha hecho. Repasé mentalmente los lugares que años atrás recorrí con mi amigo. Quizá encontraría una oportunidad de empleo por ahí. Lavaloza, ayudante general, empleado de limpieza. Lo que fuera, ¿qué más daba?
Aún luchaba mentalmente con las posibles represalias que enfrentaría si mi hermano y mi padre notaban algún progreso de mi parte. Pero ya no era capaz de recibir más daño. Ya no había modo de hacerme experimentar pérdida pues nada tenía.
Era todo. Lo único que faltaba era tener el valor para poner un pie en la calle. Esto fue lo más difícil. El mundo exterior era algo que había aprendido a observar desde mi ventana. Como una fantasiosa película en la televisión, así veía lo que había afuera. Un irreal conjunto de elementos que reaccionando en cadena formaban eso que llaman vida. En ella, seres humanos conviven, luchan, tropiezan, aman, odian, acumulan y comparten experiencias. Después de casi dos años debía exponerme nuevamente a todos esos componentes. Me serví del proceso llamado "aproximaciones sucesivas". La primera vez que salí solo di una vuelta por ahí para que mi psique se fuera re-acostumbrando a los estímulos: todo ese movimiento, interacción y ruidos de la calle que me inducían pánico. Poco a poco fui aumentando mis distancias hasta llegar a aquellas calles que alguna vez recorrí. Y recordé la calidad de esos paseos. Tortuosos cuando iba en compañía de mi amigo, placenteros recién abandoné el restaurante y relajantes después de renunciar a la pastelería.
Llegó el día en que salí formalmente a buscar empleo. Mi objetivo era una fábrica que se encontraba relativamente lejos de mi casa pero lo suficientemente cerca como para llegar a pie. Veinte minutos de caminata de ida y los mismos de vuelta; así me ahorraría los pasajes. Antes de llegar a ella vi un pequeño restaurante cerca donde solicitaban un ayudante general. En la puerta de entrada vi un muchacho alto y moreno, dándole una vista general a la calle como tratando de despejar su mente. Lucía muy mal encarado y tenía un mandil así que adiviné era cocinero. Me seguí de largo para tomarme un tiempo y mentalizarme. Siguiendo el viejo consejo de mi amigo, pediría trabajo ahí antes que en la fábrica. Di la vuelta y me encaminé al restaurante. Tragué saliva y entré. No había nadie. Después apareció un señor robusto que supuse era el cheff. Le pregunté por la vacante y llamó a alguien más que se encontraba en la cocina: el mismo chico que había visto minutos antes en la entrada y posteriormente, un gran amigo.
Me dio información sobre el empleo. Era de medio tiempo (solo seis horas al día) y pagaban poco. Las tareas eran sencillas y me darían de comer. Me quedé a trabajar ese mismo día.
Estaba sumamente nervioso, quizá excitado por la facilidad con que habían resultado las cosas. Muchas veces pensé por qué no lo había intentado antes en vez de padecer inútilmente un año y ocho meses de terribles privaciones.
Era Septiembre de 2007 y había encontrado una oportunidad de comenzar de nuevo. No tenía expectativas ni proyecciones. Había aprendido a conformarme con lo que la vida quisiera otorgarme. En dos años había desarrollado un carácter estoico y la mínima ganancia económica me daba igual. El ambiente laboral resultó ameno y al ser la jornada de solo seis horas tendría tiempo para el ejercicio de mis facultades, en lo cual siempre encontré refugio. Y como solo eran tres empleados (un cheff, el mesero y el dueño que hacía un poco de todo) la convivencia no sería tan pesada.
En la mañana de ese primer día me encontraba derrotado y lleno de angustia. Pero el hombre más arrojado no es aquél que goza de ventaja sino el que no tiene nada qué perder. De regreso a casa me sentía muy diferente, como despertando de una pesadilla de dos años.
Basta introducir un factor distinto en la ecuación de nuestra robótica y gris vida para que esta sufra una modificación completa. Por supuesto, no siempre se obtiene algo. Pero al menos ya no se permanece inmóvil y presa del pánico. La sola exposición a estímulos nuevos disipa muchos fantasmas que en nuestro lecho de muerte parecían tan amenazantes.
Ayudante General nunca ha sido ni será un gran empleo. Pero es suficiente para mantener un estilo de vida decente y en todo caso es mejor que nada. La disposición o anhelo de resurgir no garantiza grandes victorias como nos dice la literatura. En ella, el personaje toca que toca fondo y se levanta es recompensado con lo mejor. Aquí, en la vida real, el más grande esfuerzo puede no producir fruto alguno, ni la voluntad más implacable asegura el éxito inmediato. Pero para que ocurra algún cambio se deben realizar esfuerzos y tentativas.
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