viernes, 16 de noviembre de 2012

No desistir.

Todo parecía ir bien. Pero la vida de personas como yo las cosas jamás marchan positivamente. A veces toman un aspecto favorable pero esto es solo una ilusión temporal. Por eso debe uno permanecer escéptico. Eso nos salva de la decepción producto de los contrarios que tarde o temprano aparecen. Hay qué resguardarse de la vida y crear un mundo aparte, con el mínimo de conexiones con el exterior.

Se me habían asignado nuevas tareas en el restaurante. Ya no era un simple lavaplatos. También ayudaba en la preparación del menú y los platillos. Me agradaba aprender pero también me sentía presionado por adquirir conocimientos con facilidad y porque mi torpeza natural me impedía «montar» los platillos con precisión y rapidez. Excepto cuando la clientela es poca, no existen tiempos muertos en la cocina; siempre hay algo qué hacer o aprender. No puede uno rezagarse o decir «me limitaré a hacer solo esto». No. Hay qué avanzar, aspirar a más. Pero aunque en mi mente existía la idea del progreso y supuestamente era mi objetivo, en realidad era vaga y no creía en ella. Como cuando uno se pone a hablar de las miles de cosas que le gustaría hacer, pero en el fondo se sabe que jamás las realizará. Así que no le temía al llamado «éxito». Ni siquiera creía en él. Pero tampoco podía abandonarme del todo.

En casa la tensión había aumentado por las hostilidades de mi padre. No eran cosas graves pero molestaban. Él sabía cómo fastidiar de modo que sus actos fuesen los suficientemente efectivos pero a la vez no se notaran. Además usaba a mi hermano como una especie de perro guardián. No es que mi hermano fuera un absoluto títere carente de la mínima voluntad. Pero mi padre había estrechado a mi hermano para garantizar su apoyo y protección. Así, si acaso yo fuera directo contra él, mi hermano interferiría, propiciando una confrontación entre ambos. Yo no tocaría a mi hermano debido a su discapacidad, y si llegara a hacerlo entonces yo quedaría como el perpetrador o el agresor y él conservaría su imagen de hombre íntegro. En su momento no calculé su plan como lo hago ahora, y aún actualmente no soy capaz de verlo en su totalidad. La mente de un psicópata carece de topes morales, lo que le permite ir más allá en sus elucubraciones y en el caso de mi padre, no tenía empacho en utilizar a su hijo minusválido para su beneficio y si era necesario, hasta sacrificarlo. Entonces pensaba que mi hermano era consciente de lo que hacía. La verdad era que mi padre lo manipulaba y a ello se debieron muchas de las cosas que hizo.

Ahora entiendo las extensas y misteriosas conversaciones que mi padre sostenía con mi hermano. Mi padre debía «trabajarlo» psicológicamente, moldear su conducta, lavarle el cerebro. De ahí que mi hermano incurriera en comportamientos que no eran propios de él. Mi padre lo estaba «entrenando» en el «arte» de la invalidación que aprendió en Cienciología. Las hostilidades consistían principalmente en el daño o pérdida de mis objetos personales. No podía acusarles de esto pues evidentemente lo negarían. Las primeras veces intenté hacer como que no me afectaba pero poco a poco esa situación comenzó a irritarme. Estaba acorralado entre asumir una actitud pasiva o agresiva y el instinto de defensa me orilló a lo segundo. Así que comencé a hacer lo mismo. Había entrado en el juego de mi padre. Posiblemente yo saldría perdiendo, pero preferí demostrarle que, siempre que se metiera conmigo enfrentaría las consecuencias. Sentí haberme traicionado a mí mismo pero a la vez me serviría como entrenamiento. Lo que enfrentaba en casa era un enorme infantilismo comparado con los conflictos que ocurren en el mundo de fuera.

Esas hostilidades tenían qué ver con los detalles. Por un tiempo solía preparar Hot Cakes para cenar. Una noche no encontré las aspas de la batidora. Batí la mezcla a mano; no tuve problema con ello. Pero ya sentía la rabia por lidiar con eso y mientras cenaba pensaba si pasarlo por alto o «devolver el golpe». Al día siguiente tomé la plancha de mi padre y la deposité en la bolsa de basura, la cual entregué después al hombre que se dedica a recogerla. A la mañana siguiente, cuando mi padre quiso planchar una camisa y no encontró su plancha, se puso furioso. Entró a la cocina y comenzó a romper un plato tras otro. Yo me puse nervioso. Esperaba que se dirigiera a mi cuarto y me enfrentara.

Pero no lo hizo. Ni siquiera se atrevió a decirme nada, ni a mirarme. Se fue furioso y frustrado. El juego que él mismo había iniciado y el cual disfrutaba, se volvió en su contra. En ese momento cuestioné el «valor» de mi padre. Él siempre alardeaba de tener carácter y determinación, mas todos sus actos denotaban cobardía. Me di cuenta que no era capaz de enfrentar las cosas por sí mismo. Siempre tendía a protegerse ya fuera detrás de su hermana y sobrinos o detrás de mi hermano. Se servía de los demás para ocultarse tras ellos para poder atacar y hacerse la víctima al mismo tiempo.

Otro tipo de hostilidad era la invasión del espacio. Cuando intentaba ir a la cocina por un vaso de agua, mi hermano se levantaba antes. Cuando quería entrar al baño, mi padre o hermano se adelantaban. Trataban de limitar mi movimiento en la casa. Era algo ridículo, pero según las estrategias de Cienciología todo vale para destronar al enemigo. Otras pequeñas y sutiles agresiones consistían en fumar empecinadamente, cigarro tras otro, justo cuando yo realizaba mi rutina de ejercicios. Dejar la televisión prendida con el volumen demasiado alto justo cuando me preparaba para dormir.

Luego supe que mi hermano me difamaba con sus amigos. Les decía que yo no contribuía en nada para la casa y que era un aprovechado. La mente de mi hermano era muy transparente y yo sabía detectar qué actos se desprendían de su propia iniciativa y qué otros de la manipulación de mi padre. Una vez mi hermano de la nada comenzó a contarme un extraño incidente con un «amigo». Supuestamente, un amigo les confió a todos la tristeza por la que atravesaba debido a su carroñero hermano. El amigo lloró frente a todos a lo cual le consolaron y le brindaron palabras de apoyo. Evidentemente mi hermano estaba hablando de nosotros en tercera persona (algo aprendido de mi padre): él era el amigo sufrido y yo su rapaz hermano. Le respondí que era vergonzoso el comportamiento de su «amigo» que en vez de enfocarse en una solución iba a lloriquear con los demás para hacerse la víctima. No me respondió nada.

En efecto, yo no aportaba nada a la casa. No contribuía en nada que pudiera beneficiarlos a ellos y con justa razón. Habría sido el colmo del patetismo ser solícito con quienes son hostiles.

Todo ese tipo de hostilidades resultaban una nimiedad si se les aborda una por una. Pero en conjunto resultaban un lastre y me impedían una vida relajada no solo en casa sino fuera de ella, porque sabía que al regresar encontraría alteraciones negativas en mi entorno personal. Esa idea añadía una tensión extra durante mi horario de trabajo. Por cierto, jamás hablé con nadie de los problemas que por años enfrenté en casa. Ni siquiera dejé entrever mis pequeñas pero fastidiosas adversidades. Mucho menos le confié a nadie mis grandes infortunios: la timidez, el pánico, el hambre, la desesperanza, la insensibilidad. En un libro encontré una dura línea: «Cada quien tiene sus propios problemas y cada quien debe enfrentarlos por sí mismo». Martillaba mi psique con esa frase, forzándome a seguirla de modo inflexible.

Algunos meses después renuncié al restaurante. A la fecha las causas de mi decisión no me quedan del todo claras. La causa principal fue mi falta de confianza. No me sentía capaz de cubrir las expectativas que se esperaban de mí. Ya era cocinero pero aún me tardaba en «sacar el servicio» y me faltaba mucho por aprender. Me faltó valor para seguir adelante. Pero no me sentí tan mal al abandonar porque en mi lugar había quedado un muchacho muy capaz. A pesar de ello, al despedirme «a la francesa» me privé de la oportunidad de regresar. Si me hubiera despedido correctamente me habrían aceptado de nuevo, pero de todos modos era una operación sin sentido, pues volvería a encontrarme en la misma situación que anteriormente me hizo renunciar y reaccionaría exactamente igual ante ella.

Sin embargo, creo que mi derrotismo también fue alimentado por los ataques sostenidos en casa. Eso debió minar inconscientemente mi confianza. No me atrevo a acusar por completo a mi padre pues ya venía arrastrando un cúmulo de complejos. Pero sí le atribuyo algo de culpa. En ese sentido, él ganó porque su perjuicio sutil e invisible tuvo el efecto deseado. A raíz de esto desarrollé un “«tic». Cada vez que escuchaba llegar a mi hermano o mi padre abrir la puerta de la casa o la otra habitación, se me aceleraba el pulso. Había desarrollado una reacción de defensa ante esos estímulos.

Me tomó dos meses reunir nuevamente algo de confianza para encontrar trabajo otra vez. Meses que por cierto, fueron unas dignas vacaciones. A diferencia de mis pasados periodos de inactividad, ese periodo lo pasé muy bien pues me sostuve con lo ganado en el restaurante. Me reencontré con mi viejo amigo y esas caminatas que antes eran tortuosas por el hambre se convirtieron en apacibles paseos.

Después de ese tiempo entré a trabajar en una pastelería como empleado de limpieza. Un trabajo nada estimulante que sin embargo estaba bien pagado. El ambiente laboral era completamente distinto. Más frío. Los empleados trasminaban la constante presión a que se veían sometidos todos los días. Por fortuna mis tareas eran sencillas y no implicaban mucha responsabilidad, pero por lo mismo me sentía un poco hueco. Extrañaba mi restaurante y pero no podía volver ahí.

Me había vuelto en apariencia más desenvuelto y confiado. Pero en el fondo seguía siendo el mismo individuo inseguro y temeroso. La situación se volvía a repetir. Las hostilidades en casa volvieron a su intensidad normal. Y como en mis días en el restaurante, experimentaba la misma tensión sutilmente desgastante debido a ello. Pero continué.

El trabajo en sí no exigía mucho, y los compañeros resultaron buenas personas. Sin embargo ahí ya había más elementos de alianzas e intrigas. Los jefes o encargados tenían a sus empleados favoritos a los cuales presionaban menos. En cambio los «mozos» éramos tratados con despotismo.

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