lunes, 5 de noviembre de 2012

Anulación sistemática.

"The David", Linda Huber.
Fui el clásico niño llorón. Lloraba por todo. En varias de mis primeras fotografías aparezco llorando. Nunca hablé de esto con ninguno de mis parientes pero estoy seguro que les resulté insoportable. No importa cuánto cariño se le tenga a un niño o lo tierno que pueda llegar a ser. El llanto constante de un niño es aborrecible y consume la paciencia de quienes le rodean. Al ver esas fotos me aborrezco yo mismo. Veo en ellas un niño de «sangre pesada», victimista y consentido.

También tenía otro rasgo abominable. Cierta propensión a la maldad cuando las cosas no sucedían como yo quería. No tenía ninguna tolerancia a la frustración. Hace tiempo un tío me contó una anécdota. Cuando yo aún no podía caminar, manifestaba mi enfado azotando mi cabeza contra el suelo una y otra vez. Debió ser un cuadro demencial. Si yo viera a un niño de dos años hacer eso asumiría que algo dentro de sí no funciona bien.

Tengo un buen recuerdo de mi infancia primigenia. Todos me trataron bien y les recuerdo siempre sonriendo y procurando mi bienestar. Pero quizá eso, aunque superficialmente significaba un bien, en el fondo alimentaba un incipiente egocentrismo. Esa deficiencia mía la padecieron principalmente mi hermano y mis primos cuando jugaba con ellos, cuando no querían jugar conmigo o cuando tenían algo que yo quería. También comencé a mostrarme irrespetuoso con mi madre. Parece que los complejos mecanismos del ego son operativos ya desde la infancia. Mostrar benevolencia incondicional a un niño malcriado hace de este un abusador. Viene a mi memoria una ocasión en que yo insistía con la adquisición de cierto juguete que anunciaban en la televisión. Mi madre me llevó a una tienda de juguetes y descubrimos que era demasiado caro. Aún así yo me molesté y la ofendí gravemente. Fui reprendido después por mi padre.

Con mi hermano me ensañé durante varios años, a veces sin motivo alguno. Ya había desarrollado el hábito del abuso y cuando este no tiene freno, tiende a escalar. Las cosas se emparejaron cuando aprendió a defenderse y esto le ayudó no solo contra mí, sino contra los abusadores de la escuela. Algunos años después yo me convertí en defensor de mi hermano con unos vecinos que solían burlarse de él.

Ese rasgo de malicia se fue desvaneciendo al entrar a la secundaria. El ambiente de esa escuela lo refrenó parcialmente y creo que fue algo positivo, excepto porque también atenuó los aspectos positivos de mi personalidad. A pesar de ello seguía mostrando visos de frustración ante las situaciones que no resultaban según mis proyecciones. Comenzaba a canalizar esa irritación mediante pensamientos hirientes como auto-castigo.

Pero también, en esos días nefastos de secundaria surgió mi interés por temás más «profundos». Comencé con un libro de Metafísica, que tenía varias propuestas que entonces consideré verdaderas y en las cuales intenté apoyarme, pero no eran más que sugestión. Particularmente llamaba mi atención el proceso de visualización pero en su forma mágica (y obviamente falsa) que sugería que aquello en lo que uno piensa se manifiesta en el mundo físico si dicha pantalla mental es alimentada por una fe inquebrantable en que se materializará. Una idea bastante absurda que sigue vigente al ser maquillada y adicionada con todo tipo de novedosas explicaciones por parte de los estafadores del «New Age». Una de sus últimas mutaciones fue expuesta en un libro llamado «El Secreto». Es la misma idea pero explicada en términos de vibraciones energéticas que se desprenden del pensamiento. Una auténtica estupidez que sin embargo tuvo mucho auge y reportó ganancias para la autora y sus promotores.

Pero mi descubrimiento más interesante de esa época fue una técnica embrionaria de despersonalización, a la que, supongo, habría llegado por mí mismo tarde o temprano. Consistía en una visión indiferente hacia la vida y hacia mí. «Daniel debe hacer esto», «Daniel está siendo golpeado», «a Daniel le ha sucedido esto». De haberla ejercitado más me habría ayudado posteriormente en la preparatoria, pero por alguna razón la olvidé por completo.

En la preparatoria toda arista de hostilidad en mi carácter fue reducida a un estado de apatía. Además la sola idea de asistir me producía tensión nerviosa. Usualmente los «porros» se colocaban en el pasillo que llevaba a las escaleras, así podían revisar a cada alumno. Ese momento me era insoportable. Lo único que me alegraba era ver al líder hasta el tope de solvente; me daba gusto verlo fundiéndose el cerebro con eso y esperaba verlo cada día más deteriorado.

Los «porros» no eran superiores al alumnado, ni en inteligencia ni en número. Su ventaja principal era nuestra desidia y falta de unión. Bien pudimos expulsarlos de la escuela pero desde el principio todos los aceptaron como parte de ella. Se considera «normal» que en cada escuela, no importa el grado, exista un abusador o un grupo de abusadores que mantengan sometidos a algunos o todos los alumnos. Es una especie de regla incuestionable. Simplemente se da por hecho que al llegar a un entorno se deba soportar de vez en cuando algún abuso. A veces pensamos en algún modo de eludirlo. Pero jamás nos atrevemos a pensar en que existe una posibilidad real de terminar con todo abuso completamente. Es por el temor a las consecuencias o a no ser apoyado. Y es notable el hecho de que un grupo pequeño pueda unirse y manipular masas de gente dispersa que, si uniera fuerzas, borraría fácilmente a esa minoría hostil.

Creo que esos chicos que irrumpen en su escuela con un arma en la mano a desatar una masacre son chicos como el que fui yo. Cansados del abuso sistemático optaron por una «solución definitiva», un intento desesperado por corregir las cosas. Los medios abordan estos casos siempre enfocando la información en cómo sucedió, el número de muertos, el pánico de los sobrevivientes.

Pero jamás reparan en los motivos de un joven para realizar semejante cosa. Si pudiéramos indagar en su historia personal encontraríamos una larga cadena de abusos soportados por días, meses y quizá hasta años. El problema es que esos abusos no se ven, solo se ven sus consecuencias. Como esos chicos, también sufrí ataques de ira y frustración en la preparatoria. Es tal el fastidio que las ideas de venganza comienzan a aparecer por sí solas. La mente comienza a trabajar en ellas, alimentada por el acoso. Estas ideas de violencia se van tornando cada vez más enfermizas, y la mente con tendencia a la lógica busca darles coherencia para ver posible su realización. Jamás me dejé llevar demasiado por ideas de venganza. Mi «venganza» era saber a mis abusadores en circunstancias desfavorables o pensar de ellos como atrofiados. En cambio, un amigo en la preparatoria, cansado de las humillaciones, alguna vez llegó a expresar que le era fácil adquirir una pistola y que de continuar la situación, la llevaría a la escuela y no le importaría usarla. Afortunadamente nunca lo hizo; creo que había llegado a un punto crítico y en su ofuscación soltó esa idea al vuelo. Como todos, abandonó cualquier idea de imponerse y aceptó la situación. Indefensión aprendida.

También mi grupo de amigos, aquellos con los que crecí, cambió mucho. La adolescencia es una etapa en la que se definen muchos aspectos de la personalidad. La interacción en esa época se torna competitiva, porque es cuando cada uno comienza a ensayar sus capacidades en el deporte, el flirteo, el darse a respetar. Mucho de esto obedece al flujo hormonal, a la testosterona que está en auge. Uno debe desarrollar una personalidad aplomada, firme. Y es ejercicio común ponerse a prueba con los amigos en duelos retóricos que impliquen «albur» y agilidad de respuesta. También se debe hacer alarde de conocimientos, no culturales sino con relación al entorno. Dónde se ubica tal calle, quién conoce más lugares, etc. Toma la ventaja quien aprenda a conducir. Toda la valía se vuelca a un auto y las maniobras que se pueden realizar con él, aunque tales «hazañas» consistan en darle vuelta a la cuadra y otras nimiedades que sin embargo impresionan. A eso se le añade las visitas a un local de billar. Ahí debe relucir no solo el talento sino la actitud de familiaridad, como si fuera cosa normal fumar, beber cerveza y tener una charla interesante mientras se juega.

Todo eso requiere cierta dosis de valentía, y quizá es más fácil cuando se pertenece a un grupo. Pero si el carácter ya ha sido doblegado mediante malas experiencias y el convencimiento de la propia nulidad, es muy difícil exhibir algún atisbo de osadía, vital para lograr y aprender cosas. Y si acaso se intenta, es una tentativa tímida y con resultados contraproducentes.

Muchos años después como empleado en un mediocre local, enfrenté desde el primer día burlas y sarcasmo. Fue bastante incómodo. De adolescente y adulto joven nunca desarrollé habilidades de defensa. Aprendí a someterme y aceptar pasivamente las circunstancias a veces esperando que mejoraran por sí solas. Mi mente ya no concebía la posibilidad de operar un cambio y quizá si hubiese tenido la osadía de exigir respeto no lo habría pasado tan mal. De todos modos estaba destinado a dejar ese empleo porque, como era de suponer, no tenía mucha destreza y cometía algunos errores, los cuales no pasaban desapercibidos por un compañero que evidentemente era el «pesado». Los demás eran exigentes pero bien intencionados y nunca recibí burla de ninguno de ellos.

Del egocentrismo y la agresividad me desplacé, con el pasar de los años, al abandono y la timidez. Algo cercano al punto medio solo me fue accesible en cierta etapa de mi infancia. Me sentía más seguro de mí mismo y a veces era hasta arrogante y antipático. A partir de los 17 años, después de la preparatoria, realizaba algunos intentos para recuperar algo de lo que había sido. Pero aún me rodeaban numerosos elementos represivos y mi introversión, que ya era marcada, se incrementó aún más. Además entré en una etapa de inactividad y desorientación. No sabía con precisión hacia dónde ir y temía elegir alguna opción, pues estaba seguro que, no importaba qué intentara hacer, inevitablemente fracasaría.

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