sábado, 10 de noviembre de 2012

Redivivo.

Durante tres años, del 2000 al 2003, visitaba mucho a mis abuelos. Se me hizo costumbre ir a verlos cada ocho o quince días y la mayoría de las veces me quedaba con ellos. Durante esos días salía mucho. De hecho, mis únicas salidas «sociales» eran a casa de mis abuelos. Ellos ya casi no salían de casa así que pasábamos los fines de semana platicando y viendo televisión. No niego que llegaba a aburrirme. Pero fue su casa donde pasé mi primera infancia y mi abuela quien me cuidaba cuando mi madre iba al trabajo. Así que era el cariño y la nostalgia lo que me hacían ir. Además no tenía mucho qué hacer y pensé que una buena forma de emplear mi tiempo era hacerles compañía. Sin mencionar que eran los únicos a quienes les alegraba mi presencia.

Aunque era un poco triste la atmósfera en su casa. El foco de su habitación era de apenas 50 watts, así que la pobre iluminación inducía un estado melancólico. Veían solo películas y programas viejos y se acostaban a las 9 de la noche. Entonces había qué apagar todo y tratar de conciliar el sueño, algo imposible para mí, con el hábito arraigado de dormir hasta tarde. Tenían un pequeño radio que escuchaba a volumen bajo para distraerme. Me parecía graciosa mi situación: mientras aún había niños y jóvenes afuera yo ya estaba acostado en el sillón de la sala. Era casa de mis abuelos, eran sus reglas y yo debía adaptarme a ellas.

En Julio del año 2000 mi abuelo sufrió una caída que le fracturó la cadera. Fue hospitalizado y se recuperó pero no del todo. Perdió buena parte de su movilidad. Aún podía ponerse de pie pero le costaba trabajo caminar, así que necesitaba un poco más de atención que mi abuela, quien se encontraba relativamente sana. Yo solía hacer de «enfermero» en mis visitas aunque no me agradaba del todo.

Unos primos vivían muy cerca y a veces iban a buscarme. Salía un rato con ellos pero me sentía apartado, ya que no tenía experiencias ni conocimiento del mundo para compartir. Ellos iban a la par con la vida, yo no. Me invadía una angustia terrible cuando comenzaban a hablar de ir a una fiesta o dar una vuelta por ahí. Yo aparentaba normalidad mientras pensaba en un pretexto para regresar con mis abuelos. Alguna vez me preguntaron si no me aburría pasar la mayoría de mis fines de semana con un par de viejos. Les dije que sí porque era lo que un muchacho normal hubiese respondido.

La verdad era que me sentía en parte unido a mis abuelos en el sentido de que éramos marginados: ellos por haber vivido y yo por no saber vivir. Su tiempo de vida activa ya había pasado; el mío no llegaba aún. Desde entonces y a la fecha me he sentido como un «anciano prematuro», alguien que envejeció vacío de vivencias y debió entregarse a una vida contemplativa en plena juventud. Así que no era solo el cariño a mis abuelos y la nostalgia por su casa lo que me hacía frecuentarlos. También era esa gris y opaca afinidad.

Otro factor que me hacía volver cada ocho días era su soledad. Casi nadie iba a visitarlos y mi abuela lloraba siempre que nos despedíamos, así que para aminorar su tristeza le prometía volver cada fin de semana. Su llanto sembraba en mi psique el cargo de conciencia por dejarlos y el compromiso de volver. Además nos hacíamos compañía mutuamente. Tres almas olvidadas procurándose algo de felicidad.

No es que no me agradara estar en casa. A pesar de la tensión que había en ella, me encontraba a gusto. Pero me gustaba hacer ese viaje en Metro a casa de mis abuelos, recorrer las calles cercanas y estar ahí con ellos. Además les preparaba el desayuno, la comida y la cena, platicábamos y veíamos televisión. Excepto por el mal humor que a veces invadía a mi abuelo, los tres pasamos buenos momentos. Ir a visitarlos era mi única distracción y propósito de mis veintiuno a veintitrés años.

Mi abuelo comenzó a quejarse de las desatenciones de mi abuela. Decía que no le hacía de comer bien y no le daba un buen trato. La verdad es que mi abuelo a veces llegaba a ser intratable. Una tía les propuso a ambos que fueran a vivir con ella, así no estarían solos, comerían bien y serían tratados con cariño. Mi abuelo aceptó sin pensarlo; no así mi abuela, que no estaba dispuesta a abandonar su casa. A mí me pareció muy bien lo que les propuso mi tía. Bajo su cuidado estarían mucho mejor; además necesitaban y merecían un cambio positivo. Pero también comprendí a mi abuela: no es fácil dejar de golpe una casa, una vida y unas normas que se han conservado por años. Así, mi tía se llevo a mi abuelo y mi abuela permaneció por un tiempo en su casa. Dos meses después aceptó vivir con mi tía. Por un lado me alegré por ellos pero por otro extrañaría ir a verlos a donde según yo pertenecían. Infortunadamente mi tía vivía demasiado lejos y no era fácil visitarlos. Además era la casa de mis abuelos el único lugar donde me sentía como en casa.

Quizá era necesario ese cambio para sacudirme un poco pues mi vida se había tornado aún más bizarra. No era normal que un muchacho pasara sus fines de semana con dos ancianos. Además sentí recuperar lucidez. Aunque disfrutaba esas visitas, la convivencia con mis abuelos me había afectado en lo anímico, sembrando un estado de melancolía permanente que no percibí hasta que comencé a liberarme de él. Distanciarme de ellos me hizo bien. Además no tenía que preocuparme, pues no los había abandonado. Algunas veces iba a visitarlos, otras les hablaba por teléfono y me sentía reconfortado al saber que se encontraban bien, incluso mejor que antes.

Aprovechando que había recuperado algo de buen ánimo me propuse encontrar empleo pero la sola idea de enfrentar al mundo me llenaba de pánico. Sin embargo tenía qué hacerlo. No es fácil entregarse a experiencias nuevas lleno de temor y desconfianza pero las circunstancias no esperan y si uno no actúa, estas comienzan a complicarse.

Pero mis intentos eran malogrados por el miedo. Al acercarme a un negocio lo local donde solicitaban empleo, debía tragar saliva y mi corazón latía con más fuerza. Entonces simplemente pasaba frente al local y no me atrevía a solicitar la vacante. Esto se repitió numerosas veces, no recuerdo cuántas. Me justificaba pensando que mi desempeño no hubiese sido muy bueno y acabaría renunciando al poco tiempo.

Cuando lograba pasar a través del miedo enfrentaba otro problema. En la mayoría de los empleos solicitaban papeles que yo no tenía como cartas de recomendación o algún documento de identificación. Quizá pude persuadir a los empleadores de que me dieran oportunidad de trabajar sin ellos pero eso hubiese requerido una desenvoltura que por supuesto no tenía. Esa misma falta de apertura me impedía acercarme a algún familiar y pedirle que firmara una carta de recomendación para mí o acudir al establecimiento indicado para hacerme con el documento que faltaba. Era un completo inválido, temeroso y falto de iniciativa. Lo peor era que mis circunstancias empeoraban y en vez de actuar resuelto ante ellas reaccionaba con un temor paralizante. ¿Por qué tanto miedo frente a una situación que no era tan complicada? Porque mi mente se había caldeado en el fracaso y la inseguridad y no conocía otro punto de partida. Después de una temporada no tan mala me estaba topando nuevamente y forma cruenta con mis complejos. Además mis recursos escaseaban, lo que me angustiaba aún más.

En la soledad de mi cuarto trataba de entender por qué mi temor era tan agudo. ¿Por qué no podía hacer lo que la mayoría hacía con facilidad? ¿Por qué mi vida se complicaba tanto y no me era posible encauzarla hacia algo aceptable o medianamente bueno? ¿Por qué todo mundo podía lograr, realizar, obtener y mi vida solo hablaba de pérdida?

La situación gastaba mis nervios poco a poco. Y para añadir más dificultad, mi padre y mi hermano ya habían establecido una alianza contra mí. De manera sostenida realizaban comentarios derogatorios. Esto no me hubiera afectado en condiciones normales pero entonces mis nervios se encontraban muy susceptibles. Mis defensas psicológicas se encontraban menguadas y lo que no debía afectarme comenzó a hacerlo.

Sabían de mi situación y mis intentos por mejorar. Así que hacían lo que podían por desanimarme. Hablaban de vender el departamento y mudarse ellos dos a uno nuevo, dando a entender que yo sería arrojado a una situación de calle. Entonces era muy ingenuo y aunque dudaba que fuera cierto o que legalmente pudiesen hacerlo, me asusté un poco.

En esa época una hermana de mi padre solía visitarnos mucho. Ya sabía de la disputa entre mi padre y yo, y le apoyaba fielmente. Así se regodeaban en indirectas hacia mí y ofensas hacia mi fallecida madre. Mi padre buscaba provocarme nuevamente para demostrarle a los suyos que yo era el malintencionado. Además me encontraba en desventaja numérica: era yo solo lidiando contra toda una familia. Comencé a desarrollar un temor a su presencia, y cuando mi hermano me informaba que nos visitarían yo entraba en estado de tensión. Jamás me agredieron físicamente, pero sabían cómo importunarme. Mi padre y mi hermano temían un cambio de mi parte y su intención era reducir mi auto-estima. Sabían que si obtenía trabajo comenzaría a lograr cosas y dejaría de ser un fracasado. Así que se empeñaron por todos los medios posibles para impedirlo.

Quizá eran nimiedades pero entonces me afectaron mucho. Me implantaron la idea de que cualquier logro de algún modo me estaba prohibido, y cuando intentaba superarme temía que mi éxito los enardeciera y elevara el nivel de sus agresiones. Ese temor a enfrentar represalias me estorbaba cuando buscaba una oportunidad para mejorar mi vida. Sin darme cuenta me habían hecho adoptar la idea de que salir adelante era algo negativo y si quería conservar algo de paz debía permanecer hundido.

Este es el tipo de violencia del que no se habla.

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