jueves, 8 de agosto de 2013

Hijo pródigo.

Como para superar los límites de mi entorno y ponerle freno a los estragos de la soledad (quería evitar la despersonalización absoluta, si acaso eso es posible) me embarqué, ciego a las consecuencias, en una relación, elemento que cualquier persona sana considera fundamental en el rompecabezas de su vida.

Lo que creí me humanizaría introdujo cadenas en mi psique y hasta en mi, de por sí pobre, rango de acción. Si bien tiene su cuota positiva (salgo más de casa, comparto tiempo y charla con ella y otros), el resultado ha sido más bien desfavorable, y a veces pienso si hubiera sido mejor quedarme como estaba, puesto que la soledad, que a principio de año consideraba terrible, ahora se me antoja deseable en comparación con la perenne intranquilidad por la cual la he trocado.

Ahora mi mente ha de lidiar con pequeñas pero constantes preocupaciones, opiniones vanas de desconocidos, juicios ignorantes de parientes vulgares y compromisos cuyo cumplimiento jamás satisfacen un alma voraz. Entonces me vuelco, más que nunca, a los amados campos de la introversión,  donde nadie puede alcanzarme.

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