jueves, 9 de noviembre de 2017

Charla de serie B.

Vic Morrow en la serie "Combate"
Ayer me vi sometido de repente a una charla casual con extraños. El pequeño escenario (la peluquería) me obligó a entablar plática con dos personas que hablaban de series del siglo pasado y películas de clase B. Admito estar familiarizado con el tema y conocer la mayoría de las referencias. Como uno de los interlocutores era una persona mayor el otro desconocía mucho de lo que aquél mencionaba. No sé qué me pasó pero cuando el más joven me preguntó si tenía yo idea sobre lo que el hombre mayor hablaba, me atreví a asentir y aún arrojar ciertos datos de interés, enriqueciendo la soft talk a pesar de mi torpeza. Quiero pensar que les alegró hallar eco de sus aficiones en un desconocido que parecía reacio a comunicarse.

Llevo el día entero pensando en ese incidente. Me dejó en estado de ansiedad. Si pudiera volver en el tiempo lo evitaría. Cuando converso con desconocidos me siento culpable por no ser interlocutor apto. Me da la impresión de que sin desearlo someto a las personas a un diálogo dificultoso y las obligo a lidiar con mis resistencias, lo que me produce remordimiento. Además de la vergüenza por mi enorme ineptitud para expresar lo que sea y la certeza de haber causado mala impresión. Por otro lado sentí que mi mente me traicionó con un deseo de entablar afinidad con otros que quizá me hizo ver como solitario pero anhelante de amistad. Fue una plática amena pero preferiría que no hubiera ocurrido.

Lo extraño es que no es la primera vez. Ya otras veces me ha ocurrido que gente no muy cercana me aborde con intención de platicar. Según yo transmito un halo de hosquedad que debería ahuyentarlos.

martes, 7 de noviembre de 2017

La fiesta.

El pasado fin de semana tuve que acompañar a mi novia a una fiesta de su trabajo. Para un socio fóbico cualquier evento social equivale a linchamiento. Si ya lidiar con los que nos son cercanos es tortura, ser arrojado de repente a un ambiente lleno de extraños dispuestos a conversar, significa un auténtico ultraje. Y no es exageración, de hecho es el modo más mesurado de describirlo.

En estos casos el socio fóbico entra en “piloto automático”. Saluda con amabilidad mecánica y sonrisa uniforme que pretende alegría real. Se adentra y se abre paso sin dejar de sentirse intruso. “No debo estar aquí” se erige imperante en la mente, como mandato inquebrantable siendo pisoteado. De la rabia impotente por haber sido puesto en tal situación contra su voluntad, pasa a la apatía confusa, la indefensión aprendida.

Ocasionales destellos de esperanza. “No me irá tan mal mientras no se me cuestione a fondo”, “con suerte no llamaré mucho la atención inmerso en este mar de gente”. El anhelo de un repentino aplomo que acudirá en nuestro auxilio disimulando todas nuestras carencias. Aceptar cada cerveza que se nos ofrezca para fingir integración al ambiente fiestero y de paso pulir un poco las punzantes señales de alerta que emite el cerebro.

Se dice que las habilidades sociales pueden ejercitarse, afinarse y ampliarse en la práctica que nos ofrece la simple convivencia. Esto para un socio fóbico resulta un mito, mentira descarada. Una simple fiesta, evento efímero, de pocas horas, es un enfrentamiento contra bestias feroces que estamos destinados a perder. Y sentimos que dura mil años.

La ruta vergonzante.

Es costumbre inalterable acompañar a mi novia cada día a tomar el camión. Para regresar debo recorrer un largo camellón que por su abundancia de pasto y árboles se antoja un paseo. Reconozco que tiene algo de bello, pero sólo intelectualmente. Es tortuoso el regreso porque siento que los demás paseantes perciben claramente mi fracaso. Los imagino especulando por qué siempre cruzo el camellón a la misma hora, por qué no subo al camión con mi novia, por qué se me ve siempre vestido igual. El peso del fracaso, de la incapacidad de lograr algo, es agobiante. La “milla verde” de la vergüenza, de ida y vuelta cada día.


viernes, 3 de noviembre de 2017

Arte.

Por qué perdí la inspiración con relación al dibujo. Porque ya somos demasiados en el mundo dedicados a garabatear espacios en blanco. Me asquea la cantidad de aficionados en DeviantArt, Tumblr, Twitch e Instagram. Me complace saber que el arte tradicional sigue vigente pero a su vez son tantos dedicados a lo mismo que lo que producen es irrelevante. Toneladas de arte inútil que impresiona de momento pero no transmite nada perdurable.

Por eso tiendo a refugiarme en los artistas inmortales, los clásicos, los insuperables. Apreciar las pinturas y esculturas de Miguel Ángel reivindica las nociones de armonía y expresión. Reencontrarme con Bouguereau es refrescante; su dulce mezcla de colores contrasta con las abigarradas tonalidades del arte digital actual. Los fantásticos frescos de Tiepolo invitan a ser contemplados sin reservas de tiempo.

Es muy escaso el arte actual capaz de evocar tal sentido estético. El arte actual es de consumo, no de apreciación. Es de usar y tirar, su máximo logro es acabar de “wallpaper” de un usuario cualquiera. La ventaja tecnológica de que gozamos jamás sustituirá la inspiración auténtica. Habrá mil tutoriales de dibujo seguidos al pie de la letra por miles, pero ninguno de ellos merecerá la dignidad de artista, que es lo que dentro de su ciega mediocridad pretenden.

En lo personal me produce una pereza enorme colocarme frente a una hoja en blanco, mientras sostengo dudoso el lapicero. El resultado, después de veinte minutos en el limbo, es un torso bosquejado cientos de veces. La misma postura, misma constitución, mismo trazo, mismo juego de luz y sombra. Cumplido el compromiso con la inspiración del momento procedo a descansar. Hacer de idiota recuperando soltura me agota más que cuando estuve obligado a caminar grandes distancias acosado por el hambre y la sed.

Pero el punto más bajo es cuando, después de toparme con un vacío donde antes había creatividad desbordante, procedo a buscar alguna imagen e intentar duplicarla. He descendido al “fan art”, la pobre reinvención de arte ajeno. Y ni ahí doy la talla. Entonces me pongo a pensar si lo mío fue un destello temporal. Si lo fue, ¿por qué pierdo mi tiempo intentando reproducir una etapa singular? Porque me sobran lápices y hojas, porque quienes me conocen me asumen “talentoso”, porque debo fomentar ese cariz para mi plana identidad social. Por esa brizna agonizante que me mantiene apegado al arte.

Jeremy Geddes

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