sábado, 30 de septiembre de 2017

La condena de vivir.

Por años he intentado ajustarme a la filosofía de la aceptación: reconocer las circunstancias y adaptarme a ellas, con base en la noción de que el mundo jamás va a adecuarse a mi subjetivo pensar, puesto que tiene sus reglas. Que es pura necedad desear que los eventos sean distintos o que ocurran determinadas cosas.

“¿Qué quieres que suceda?” es una pregunta que me molesta porque supone una inexistente capacidad de modificar los hechos a nuestro antojo. Cuando escucho, leo o alguien me dirige esa pregunta, pienso que quien la formula no tiene los pies en la tierra. Imagino a ese alguien echando una mirada altiva al mundo, como se mira una caja de chocolates de la cual se puede elegir cualquiera, sin impedimentos. Qué sentiría un hombre confinado a una silla de ruedas si se le preguntara qué tan alto quiere saltar. La pregunta es hiriente y ofensiva.

Pero a veces despierto en un estado de absoluto rechazo e inconformidad con relación a mi vida. Y en ese estado aparecen con dolorosa lucidez todos mis malestares listados: incapacidad de desenvolvimiento, de salir adelante. Desastre económico y por ende, rezago. Fracaso profesional, poco desarrollo, sin oficio ni habilidades. Indefensión aprendida, angustia constante, ataques de pánico. Las consecuencias de no tener control de mi vida: dependencia de otros, predisposición a humillaciones de cualquiera, terminar relacionado con gente poco afín.

Evocar todo así de golpe me produce impacto. No hay un aspecto de mi vida que pueda decir ha resultado bien. Economía, desarrollo personal, estatus social… nada. No fumo, no bebo alcohol, hago ejercicio, procuro leer con regularidad. Sin embargo estoy echado a perder.  Puedo parecer normal de repente, pero basta observarme con tiempo para notar lo mal que funciono.

Entonces aparece en mi mente, con gran claridad, la pregunta: ¿qué sentido tiene una vida así? Porque aún la puedo racionalizar mediante esa filosofía de aceptación. Pero a esas alturas esa filosofía se me antoja enfermizo auto-engaño. Un horror intelectual, un monstruo de Frankenstein para justificar la existencia de alguien que simula estar vivo pero es mero pastiche de cosas muertas.

Luego llega a mi mente este pensamiento: “No puedes seguir viviendo así, libérate. Tienes derecho a ser feliz, a ser libre”. Y me sobrecojo al descubrir que sólo siento paz mientras duermo. La inconsciencia que ofrece el sueño es un regalo, para descansar de estar vivo.

¿Y qué estado definitivo ofrece mayor recompensa que el temporal sueño?

Vivir se ha convertido en una experiencia humillante.

Un día de estos voy a mandar todo al diablo.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Proscrito.

Viviendo arrimado en casa de “S” de repente extraño el aislamiento casi absoluto de mi departamento. Sin televisión ni redes sociales, el día y la tarde se hacían llevaderos con un buen libro. Pero la noche cobraba un tono extraño debido a la soledad.

Noches melancólicas, con instantes de misticismo. Mis pensamientos contemplaban el potencial que aguardaba el día siguiente si tuviera la confianza de actuar, de tomar decisiones. Entonces me regodeaba en posibilidades, que en contraste con la realidad, la hacían prometedora a la vez que triste.

Luego me daba a la reflexión: centrar mi atención en alguna dificultad en particular. Esa práctica arrojaba muchos recursos y soluciones, o por el contrario me hacía topar con pared, al confirmar que la situación en turno era inalterable. Aún así, esas sesiones de atención dirigida me hacían sentir algo de libertad y poder.

Predominaba en mis divagaciones mi precariedad. Por ejemplo, la cortina de mi ventana me producía desasosiego constante. Roída y llena de agujeros, era una cortina prácticamente inservible. Un andrajo me resguardaba del mundo externo. No podía siquiera arriesgarme a lavarla porque eso la habría deteriorado más. Aunque los vecinos no podían verla (por estar de lado a la calle) a mí me producía vergüenza. Esa cortina era reflejo directo de mi vida. “Mi vida es esa cortina”, pensé siempre. Cuando la cambié mi complejo disminuyó solo un poco, porque la reemplacé con una tela de cama en vez de colocar una cortina de verdad.

Luego pasaba lista a mi precariedad en conjunto: cuánto más durarían mis viejos tenis antes de hacerse pedazos y lo humillante que sería si eso ocurriera en plena calle. Si mi gatita pasaría hambre en días siguientes, ya fuera por faltarme el dinero para su comida o el valor para salir a comprarla. Cómo administrar los pocos analgésicos para resistir los rigores del hambre. Ante la falta de comida, ¿ cuánto debería reducir mi rutina de ejercicio?. Mi lectura obsesiva sobre diversidad de temas ¿compensará u ocultará mi poca experiencia de vida? ¿a cuántos lograré engañar?. Si recibiera una visita inesperada de algún familiar, ¿qué razón le daré de mi pobreza, de la casa descuidada, sin muebles y sin pintar, de la alacena sin despensa?. ¿Cuál es el límite de la austeridad y en qué punto se convierte en indigencia?

Sin embargo, éramos mi gatita y yo, opuestos al mundo. Pobre criatura, sólo me tenía a mí. No pudo tener peor compañero: un impedido, un socio fóbico, pasivo ante toda tragedia, incapaz de nada. Vivos de milagro. La extraño.

¿Por qué añoro aquello? Porque era mi vida. Estaba en mi elemento.

Yo era eso.

Yo soy eso y nada más.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Ocaso.

Llevo arrastrando una especie de agotamiento crónico desde hace un año o más. Quien observara mi cuadro concluiría que soy perezoso. ¿Cómo podría disuadir a ese hipotético observador de tal conclusión? La distinción entre pereza y agotamiento es sencilla. El perezoso tiene energía disponible, pero no le apetece aplicarla. El agotado reposa esperando reponerse de un esfuerzo previo. El agotamiento tiene una causa externa. La pereza es placer derivado de la inacción.

Lo peculiar de este agotamiento es que se prolonga demasiado en relación al esfuerzo realizado. Lo que hago es poco, pero rutinario y arduo. Considero que tardo en recuperarme. Me siento cansado todo el tiempo. Solía atribuirlo al calzado pero no importa qué par de tenis use, me canso igual al caminar. Aunque me procure un par de días de inactividad, no me siento restaurado, no al cien por ciento.

No me engaño con respecto a la edad como factor clave. Aún recuerdo los paseos maratónicos en solitario de hace diez o cinco años. Bien podría repetirlos o volver a ellos pero, ¿cuánto tiempo me tomará reponerme? Pienso que es inútil combatir la vejez, oponerse a ella como si eso la postergara. Apuesto por la adaptación: aceptar que mis capacidades irán a menos y ajustar mis esfuerzos al inevitable deterioro.


sábado, 16 de septiembre de 2017

Cautivos.

Tengo fobia social. La esencia de dicha fobia, en mi caso particular y según mis introspecciones es miedo a la confrontación, miedo al enfrentamiento (obviamente no físico sino verbal). Sería feliz si lo superara, no porque entonces andaría buscando altercados por ahí, sino por que si fuese necesario lo haría sin problema. Tengo presentes todas las ocasiones, anteriores y actuales que habrían sido tan diferentes de ser resuelto o arrojado. Estoy seguro que gran parte de una vida feliz se fundamenta en el aplomo.

En un foro de fobia social un usuario apuntaba que su comportamiento es como el de un robot. Es increíble el daño que esta fobia puede causar: repercute incluso en el lenguaje corporal y el tono de voz. Suponiendo que el usuario que se describe así sea joven, hace más triste su testimonio. Que la fobia social malogre tan pronto una vida resulta trágico. Ese joven se perderá de tantas cosas y lo peor es que es consciente de ello. Si algo contabiliza con pesar un socio fóbico son todas esas experiencias omitidas. Poco importa si acaso más tarde las circunstancias ofrecen algo en “compensación”. Lo que se pierde no se recupera jamás.

Los que padecemos fobia social anhelamos la construcción de ese aplomo que no tenemos. Pero actualmente no existe técnica o tratamiento al alcance y si lo hubiera, no nos sería accesible, por cuestiones económicas (los ingresos de un socio fóbico suelen ser escasos, debido a sus obvias deficiencias). Imaginar una posibilidad que no existe es como estar de pie frente a un acantilado y soñar con que algún día habrá ahí un puente que podríamos o no cruzar.

En verdad, que vida más miserable la nuestra.


viernes, 15 de septiembre de 2017

Diario fallido.

Uno de los propósitos de este blog era usarlo como “terapia”, bajo la premisa de que escribir sobre las propias tragedias ayuda a sobreponerse a ellas.

A cinco años de dar cuenta de cada infortunio, no veo un efecto positivo en consecuencia, como tampoco una perspectiva más acabada. Es decir, ni mi vida ha mejorado, ni creo haber superado nada gracias a la escritura.

Lo único que tiene una efectividad relativa es (y odio haber recaído en un cliché) el tiempo. Daba lo mismo si escribía o no: bastaba con ver transcurrir días y noches para que parte de los eventos negativos quedaran atrás.

A pesar del tono fatalista que impera en este blog, siempre me ha parecido que está empapado de narcisismo. Poco importa si me leen o no, he construido aquí un monumento al regocijo de mi catástrofe. Hiede a egocentrismo. Incluso este post sigue obedeciendo a ello.

La única “virtud” de este sitio es su crudeza. No omito casi nada y he expuesto toda mi mezquindad.

Que continúe arrojando retazos aquí es más por vicio o costumbre que en aras de alguna mejora.

Entradas más leídas