Viviendo arrimado en casa de “S” de repente extraño el aislamiento casi absoluto de mi departamento. Sin televisión ni redes sociales, el día y la tarde se hacían llevaderos con un buen libro. Pero la noche cobraba un tono extraño debido a la soledad.
Noches melancólicas, con instantes de misticismo. Mis pensamientos contemplaban el potencial que aguardaba el día siguiente si tuviera la confianza de actuar, de tomar decisiones. Entonces me regodeaba en posibilidades, que en contraste con la realidad, la hacían prometedora a la vez que triste.
Luego me daba a la reflexión: centrar mi atención en alguna dificultad en particular. Esa práctica arrojaba muchos recursos y soluciones, o por el contrario me hacía topar con pared, al confirmar que la situación en turno era inalterable. Aún así, esas sesiones de atención dirigida me hacían sentir algo de libertad y poder.
Predominaba en mis divagaciones mi precariedad. Por ejemplo, la cortina de mi ventana me producía desasosiego constante. Roída y llena de agujeros, era una cortina prácticamente inservible. Un andrajo me resguardaba del mundo externo. No podía siquiera arriesgarme a lavarla porque eso la habría deteriorado más. Aunque los vecinos no podían verla (por estar de lado a la calle) a mí me producía vergüenza. Esa cortina era reflejo directo de mi vida. “Mi vida es esa cortina”, pensé siempre. Cuando la cambié mi complejo disminuyó solo un poco, porque la reemplacé con una tela de cama en vez de colocar una cortina de verdad.
Luego pasaba lista a mi precariedad en conjunto: cuánto más durarían mis viejos tenis antes de hacerse pedazos y lo humillante que sería si eso ocurriera en plena calle. Si mi gatita pasaría hambre en días siguientes, ya fuera por faltarme el dinero para su comida o el valor para salir a comprarla. Cómo administrar los pocos analgésicos para resistir los rigores del hambre. Ante la falta de comida, ¿ cuánto debería reducir mi rutina de ejercicio?. Mi lectura obsesiva sobre diversidad de temas ¿compensará u ocultará mi poca experiencia de vida? ¿a cuántos lograré engañar?. Si recibiera una visita inesperada de algún familiar, ¿qué razón le daré de mi pobreza, de la casa descuidada, sin muebles y sin pintar, de la alacena sin despensa?. ¿Cuál es el límite de la austeridad y en qué punto se convierte en indigencia?
Sin embargo, éramos mi gatita y yo, opuestos al mundo. Pobre criatura, sólo me tenía a mí. No pudo tener peor compañero: un impedido, un socio fóbico, pasivo ante toda tragedia, incapaz de nada. Vivos de milagro. La extraño.
¿Por qué añoro aquello? Porque era mi vida. Estaba en mi elemento.
Yo era eso.
Yo soy eso y nada más.
Noches melancólicas, con instantes de misticismo. Mis pensamientos contemplaban el potencial que aguardaba el día siguiente si tuviera la confianza de actuar, de tomar decisiones. Entonces me regodeaba en posibilidades, que en contraste con la realidad, la hacían prometedora a la vez que triste.
Luego me daba a la reflexión: centrar mi atención en alguna dificultad en particular. Esa práctica arrojaba muchos recursos y soluciones, o por el contrario me hacía topar con pared, al confirmar que la situación en turno era inalterable. Aún así, esas sesiones de atención dirigida me hacían sentir algo de libertad y poder.
Predominaba en mis divagaciones mi precariedad. Por ejemplo, la cortina de mi ventana me producía desasosiego constante. Roída y llena de agujeros, era una cortina prácticamente inservible. Un andrajo me resguardaba del mundo externo. No podía siquiera arriesgarme a lavarla porque eso la habría deteriorado más. Aunque los vecinos no podían verla (por estar de lado a la calle) a mí me producía vergüenza. Esa cortina era reflejo directo de mi vida. “Mi vida es esa cortina”, pensé siempre. Cuando la cambié mi complejo disminuyó solo un poco, porque la reemplacé con una tela de cama en vez de colocar una cortina de verdad.
Luego pasaba lista a mi precariedad en conjunto: cuánto más durarían mis viejos tenis antes de hacerse pedazos y lo humillante que sería si eso ocurriera en plena calle. Si mi gatita pasaría hambre en días siguientes, ya fuera por faltarme el dinero para su comida o el valor para salir a comprarla. Cómo administrar los pocos analgésicos para resistir los rigores del hambre. Ante la falta de comida, ¿ cuánto debería reducir mi rutina de ejercicio?. Mi lectura obsesiva sobre diversidad de temas ¿compensará u ocultará mi poca experiencia de vida? ¿a cuántos lograré engañar?. Si recibiera una visita inesperada de algún familiar, ¿qué razón le daré de mi pobreza, de la casa descuidada, sin muebles y sin pintar, de la alacena sin despensa?. ¿Cuál es el límite de la austeridad y en qué punto se convierte en indigencia?
Sin embargo, éramos mi gatita y yo, opuestos al mundo. Pobre criatura, sólo me tenía a mí. No pudo tener peor compañero: un impedido, un socio fóbico, pasivo ante toda tragedia, incapaz de nada. Vivos de milagro. La extraño.
¿Por qué añoro aquello? Porque era mi vida. Estaba en mi elemento.
Yo era eso.
Yo soy eso y nada más.
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