jueves, 5 de julio de 2012

Días de aplomo Pte 2.

Jueves 5 de Julio, 2012.

Salí de casa poco después de las 10 AM. Tomé el metro después de más de un año de no hacerlo. La última vez que lo hice fue el día de mi único y hermoso encuentro con la señorita «Y». Pero hoy fui a las calles que conocí en mi infancia, en la colonia Roma. Mi madre trabajó ahí, y nos apuntó en la escuela primaria que se ubicaba a la vuelta en la misma cuadra; distancia que entonces me parecía inmensa.

Al subir al Metro pensé que el contacto inmediato con otros me pondría tenso. Antes me sentía observado por todo mundo. Ahora me doy cuenta que solo eran complejos míos: soy solo uno de tantos, y lo que haga o cómo luzca carece por completo de importancia. No soy un «bicho raro». Incluso tuve varios roces con algunos pasajeros y caí en cuenta de algo: la gente en su mayoría no es mala.

Me sentí un poco desubicado al salir del metro pues no reconocí de inmediato el entorno, que por cierto estaba un poco cambiado. Pero me ubiqué rápidamente y comencé mi largo recorrido desde el Metro Chilpancingo hasta el metro Insurgentes. Siempre me ha gustado esa caminata. La aprendí de un viejo amigo a quien ya no veo. Hacíamos esa caminata hace seis años, cuando buscábamos trabajo. Él insistía en que en esa zona encontraríamos algo.

Llegué a la avenida Álvaro Obregón, que recorrí hasta la calle de Orizaba. No ha cambiado mucho y conserva su magia. Pero las calles me parecen más pequeñas. Pasé por mi escuela. Pasé por el lugar donde mi madre trabajaba; nostalgia. Anduve por calles aledañas hasta llegar al Parque Río de Janeiro. No recordaba lo magnífica que era su fuente. Me senté en una banca a disfrutar el ambiente. Estuve ahí durante 20 minutos, quizá más. Entretanto surgieron algunas reflexiones. Pensé con más intensidad en «Y». ¿Qué pasaría si supiera de mi lamentable estado? La imaginé nuevamente con su «aven» veinteañero y sentí una contracción en el estómago. Recordé a mi madre en ese parque con mi hermano y conmigo hace más de veinte años. Sentí que parte de nuestras almas permanecen ahí.


Abrumado por los estímulos (que no asustado ni angustiado) cerré los ojos por un momento y el agua de la fuente, las voces de la gente y demás sonidos me fueron muy gratos. Abrí los ojos y sentí recuperar lucidez. Repetí el ejercicio dos veces más y la experiencia de estar ahí fue más gratificante. Era como si me hubiera reconciliado con la vida.

Entonces caí en cuenta que lo había logrado. Logré salir otra vez. Rompí con mi oscuro encierro de meses. Y de mi corazón surgió un anhelo profundo y violento: no quiero estar encerrado más. Quiero estar afuera, no importa qué pase. Quiero que la vida me sorprenda, quiero lograr cosas. Quiero equivocarme, permitirme ser humano. Me prometí que no volvería a pasar un solo día sin salir de casa, aunque fuera a dar la vuelta por ahí, como solía hacer antes. Y tener siempre las cortinas abiertas para que entre la luz.

Me levanté.

A veces las cosas son más fáciles de lo que uno se imagina.

Me encaminé al Metro Insurgentes, para regresar a casa. Y al recorrer el contorno de la glorieta recordé una calle donde había restaurantes. Fui hacia allá por curiosidad. Vi que en uno de ellos había vacantes.

Quiero que se comprenda algo. A los socio-fóbicos nos supone un reto terrible lo que una persona sana realiza casi sin darle importancia, como hablar con extraños o buscar empleo. Nos es insoportable acercarnos a un desconocido y preguntarle cualquier cosa.

Pues esta vez no titubeé. No dudé en acercarme al empleado que se encontraba afuera y pedirle informes.

Buenos días -le dije-. Disculpa, ¿todavía están solicitando personal?
-Sí, todavía.
-¿Cuánto están pagando?
-Necesitas traer una solicitud y te damos informes.
-Muchas gracias, hasta luego - concluí amablemente y me fui.

Me pregunto por qué antes me costaba trabajo lo que en verdad es tan sencillo. Si bien aquél empleado tenía un semblante severo, no me intimidó. La gente hosca solía intimidarme pero por lo general es inofensiva. Y finalmente, la actitud que otros adopten en realidad no me afecta ni tiene por qué afectarme. Pero no me hice consciente de eso hasta hoy.

Así que mañana iré con una solicitud de empleo. Y si acaso la vacante ya está ocupada, ¡qué importa! Por mí no quedó. Hice mi parte. Y así como di casualmente con esa oportunidad, se me presentarán otras y no tendré problema en tomarlas.

Pero sigo pensando en la causa de esta inusual seguridad. Y sigue siendo lo abrumador que me resulta la distancia e indiferencia de «Y». Ante la melancolía que eso me produce, toda dificultad palidece. Y parece que estoy buscando estímulos que me liberen o distraigan de esa tortura.

Al menos ese sufrimiento ha desencadenado algo bueno.

Una vez más: gracias mi querida señorita «Y».

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