Me gustaría que se sincerara y me dijera qué piensa realmente de mí. Ahora entiendo que esa clase de preguntas inquisitivas que antes le dirigía resultan estúpidas y un síntoma de inseguridad. Se debe ser bastante idiota para cuestionar a una mujer sobre lo que piensa y siente de un hombre. Resulta contraproducente. Contrario a lo que podría pensarse, marca un retroceso.
Esta incapacidad de profundizar en los pensamientos de otros me hace sentir aislado. Un cúmulo de personas forman un colectivo. Conviven, se comunican, se dan a entender. Pero jamás expresan su verdadero sentir sobre sus semejantes. Se lo guardan para sí mismos porque es parte de su base ideológica más importante: los puntos fuertes y débiles que observan y suponen en su círculo.
Pero yo no me protejo de ese modo. Mi base psicológica no se compone de fragilidades ajenas que pudiese convertir en ventajas propias. Por el contrario, al observarlas me identifico con ellas, me "acercan" a la persona. Le brindo mi apoyo sin tenderle la mano. Es un acuerdo estéril conmigo mismo. Una forma de engañarme con la idea de que esa identificación me vuelve más humano.
Extraño ese antiguo vínculo, la charla confiada, abierta, sin ataduras. Pero eso ha terminado. Me he (sí, yo) cerrado las puertas de su mundo interno. La espontaneidad de nuestras charlas se ha ido. Ignoro qué piense de mí. Y casi puedo prever la charla de esta noche; será como la anterior. Pero me aferro a ello porque es lo único que tengo.

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