En una ciudad habitada por aproximadamente 8 millones de almas, vivía un hombre y sus pensamientos. Tan invisible como carente de personalidad, pasaba casi siempre desapercibido y no le importaba. Le agradaba este nulo efecto en la gente a su alrededor, porque era una forma de reafirmarse. Se tenía a sí mismo por esquizoide, uno de esos individuos a quienes la soledad les viene bien.
La compañía de otras personas le resultaba extraña, y aún incómoda, pero no la desdeñaba; simplemente no estaba en su naturaleza entregarse a la convivencia de forma natural. Cumplía con los roles sociales cuando debía hacerlo, aunque debiera forzarse a ir más allá de su tolerancia. Muchos lo tomaban por soberbio, otros por acomplejado. La sociedad juzga en extremos sin molestarse en mirar con más profundidad en los motivos de un hombre solo.
Pero esto le tenía sin cuidado a aquél hombre. Incluso le divertían los intentos del ojo ajeno por reducirlo a uno u otro estereotipo. Partidario del auto-conocimiento, era feliz en su andar solitario. Sus únicos compañeros eran sus viejos libros, sus fantasías y su diario escrito a mano. Las miradas externas no eran capaces de ver la dicha tras la actitud sombría y adusta. Sí, cuando alguien se muestra melancólico inspira compasión; pero si le ven feliz despierta envidia y le convierten en antagonista.
Es pedregoso su derrotero, decían unos. Es un ególatra que glorifica su soledad, afirmaban otros. Y tal vez tenían razón. Pero todo ese compañerismo del cual alardeaban, él compensaba muy bien enriqueciendo su mundo interior meditando, soñando.
Un día se enamoró, y todo el esquema de su vida se tambaleó. Sorprendido del revés emocional, se negaba a ser presa del enamoramiento. Humano, después de todo. Llegó incluso a cuestionar la rectitud del camino andado, y se lo planteó equivocado: que no hemos de vivir solos, sino que estamos aquí para complementarnos amando a alguien más. Se atrevió a expandir su mundo interior hacia fuera y probó el sabor del apego y la dependencia. Embriagado de tales emociones, descuidó la libertad del ser amado, así como la suya propia. Y entre más se aferraba a aquella mujer, más la alejaba de sí.
Pobres hombres solos que son torpes al amar. Que no confían en sí mismos y que, encerrados en su mundo, no saben lidiar con las fuertes emociones provocadas por el mundo de fuera, con el amor intenso y fugaz que se desvanece dejando una estela de sufrimiento y conflicto.
El hombre solo ya no comía, ya no pensaba, ya no soñaba. Su alma se encontraba ahora insatisfecha. Añoraba el calor, el cariño, el olvidarse de sí en la entrega a su amada. Sin embargo, esto ya no era más.
Pero los solitarios están hechos de un material distinto. Resilientes como ninguno, saben recuperarse del golpe más duro. Porque a pesar de no estar destinados a grandes cosas, pasan su vida entera edificando en su espíritu evitando a su vez tragar los anzuelos del mundo exterior. A veces se dan el lujo de dejarse llevar por ponerse a prueba a modo de aprendizaje, y evocando a Odiseo que exclamó "Sufre esto, corazón mío, que cosas más duras has soportado", se regocijan en la lucha contra sus propias emociones.
El hombre se dijo: Dentro de poco, éstas impresiones, ahora tan abrumadoramente intensas, se habrán desvanecido y no serán siquiera un recuerdo. Me daré cuenta que me torturaba por nada, y que esta sensación de asfixia era solo un fantasma de mi mente. Siempre es así.
Ese amor que se tornó sufrimiento, desapareció. Se convirtió en un mero recuerdo, parte de su historia personal. El camino es tan pedregoso como enriquecedor, concluyó finalmente. Continuó su andar solitario, volvió a ser sombra. No era feliz ni desdichado. Desapareció siendo nada en la muchedumbre, pero fiel a si mismo y agradecido con la vida por poner en su camino a esa bella y tierna mujer.
lunes, 2 de mayo de 2011
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