domingo, 7 de noviembre de 2010

De lo sublime al horror.

La soledad me sienta bien. El placer de aislarme y estar con mis pensamientos es sagrado. Nada mejor que un buen libro, un café caliente y un rincón silencioso que invite a la reflexión. ¿Es malo ese tipo de aislamiento? A mi modo de ver, no. De hecho es lo que alimenta mi alma. Es romper con la dinámica a la que me tiene sujeto la vida con sus necesidades, y darme un tiempo para mí.

Lo que me da en la torre es que irrumpan en mi zona de confort y me coloquen de repente en un entorno donde tengo que socializar. Ese tránsito forzado y repentino de un estado a otro me destruye. Como una tortuga despojada de su caparazón y arrojada a la frialdad del ambiente, así me siento en esos momentos.

Ese roce con el entorno es desgastante, porque tengo que levantar defensas psicológicas para protegerme de él. Pero no sirve de mucho. Termino exhausto y con los nervios deshechos, sin ganas de saber nada de nadie.

No nací para andar de un lugar a otro en busca de emociones fuertes; nací para callar, observar y aprender.

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