El día está a punto de terminar y apenas he tenido tiempo para ponerme frente al ordenador y escribir brevemente sobre el amor de pareja, un tema incomprensible para mí y del cual sólo tengo ciertas nociones básicas merced a mi casi nula experiencia. Intentaré abordarlo sin caer en lo cursi.
Para ser honesto, en este mundo de apariencias el amor entra por los ojos, generalmente. Mi primer enamoramiento lo tuve a los 10 años, con una chica que vivía enfrente. Recuerdo cómo me daba vueltas el estómago ante la posibilidad de encontrarme con ella en cualquier momento. Al poco tiempo entablamos amistad. Una vez se me ocurrió hacerle un regalo (entonces no era tan acomplejado) que ella me correspondió con otro. Luego de eso le escribí una halagadora carta, por medio de la cual le declaré mi amor y nos hicimos novios. Entonces cambió su actitud y se tornó indiferente. Me saludaba, pero ya no platicábamos como antes. Éramos novios y estábamos más distanciados que cuando éramos amigos. Todo esto es insignificante ahora, pero cuando lo experimenté fue todo un drama. Pero aún me sentía bien conmigo mismo.
En la secundaria las cosas cambiaron. Me convertí en el clásico barquito y pasé por momentos muy vergonzosos que no describiré aquí pero quien haya atravesado por lo mismo entenderá que ser ridiculizado frente a una chica fulmina la autoestima. En esa etapa me conformé con ver a las chicas pasar, sin dirigirles la palabra más allá de lo estrictamente necesario como medida provisional.
La preparatoria, mi perdición. Ahí cobré plena conciencia de mi nulidad como hombre y como ser humano. Creo que la autoestima muere definitivamente cuando se es incapaz de asumir un rol de poder; cuando hay seres que, aunque inferiores, se colocan por encima de uno; la superioridad numérica se impone y cualquier oposición es reprimida sin miramientos. Me refiero a los llamados porros, con los que siempre tuve conflictos. De nuevo omitiré las humillaciones cometidas por éstos, son algo que quisiera olvidar.
Las cosas nos afectan según el poder que les damos. No sé cómo lo habrán vivido mis compañeros de entonces (jamás hablamos de los abusos que sufríamos) pero tengo la impresión de que no sufrieron la mella psicológica que yo. No entendía por qué me sentía agraviado mientras ellos parecían inmunes. Será porque aceptaron y se sometieron a las reglas del juego. Yo no lo hice, pero irónicamente me condené como débil mental por sentirme afectado.
Había una chica bellísima cuyo nombre jamás supe, que me encontraba ocasionalmente en los pasillos, en la entrada o el patio. Me lanzaba unas miradas que indicaban aprobación. ¡Que bien se sienten las mariposas en el estómago! Tuve varios contactos visuales con ella que inundaban mi mente el resto del día. Me hubiera encantado al menos charlar con ella tan sólo una vez. Pero el ser consciente del peligro latente en ese entorno inhóspito me hizo desarrollar una actitud defensiva y de rechazo, de temor a ser burlado y ridiculizado por los porros que gobernaban la escuela. Esa chica que nunca traté es de lo poco rescatable de esa etapa. Una de mis pocas alegrías ahí era la esperanza de ver pasar a la güerita.
Ese amor de pareja tan normal para otros se convirtió en inaccesible para mí. Debido a las malas experiencias me torné inseguro, lo que minó mi autoestima para siempre. Aprendí a compensar esas carencias con lectura, dibujo y espiritualidad, actividades constructivas pero que no involucran a nadie, y poco a poco fui abandonando toda aspiración a amar o ser amado en aras de la autosuficiencia. Gustarle a una chica o sentirme atraído por una y no atreverme a hablarle se convirtió en la norma, y cuando las emociones derivadas de eso aparecían, luchaba por aplacarlas.
La medida provisional se convirtió en resolución definitiva.
miércoles, 20 de octubre de 2010
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