Suelo realizar entrenamiento con pesas desde hace 20 años. Comencé a someterme al esfuerzo con nulo entendimiento de la práctica: lagartijas (push-ups), sentadillas y dominadas (pull-ups). Mi idea básica era
a más ejercicio mayor desarrollo muscular, así que me entregaba como idiota a rutinas excesivas.
Ni siquiera tenía claro por qué lo hacía. Mi motivación era que, como fui un fracaso en materia de educación física, debía compensar esa época de ineptitud. Dicho propósito le cedió terreno a otro más superfluo: tener buen aspecto. Sin reflexionar asocié la apariencia a la salud, como si tuvieran correlación.
Me convertí en el típico imbécil que dedica cinco minutos diarios a mirarse al espejo detectando cambios en su cuerpo. Si bien no era un narcisista de tiempo completo, sí pensaba constantemente en cuánto podía mejorar. El proceso mental de quien se entrena con pesas, al menos durante cierta etapa, es bastante banal.
Ignoraba entonces tantas cosas: que había que variar los ejercicios, descansar adecuadamente, conocer y aceptar los límites impuestos por la genética y sobre todo, que jamás sería un Frank Zane o un Steve Reeves con sólo disciplina y paciencia. Apenas notaba un progreso, ya alucinaba con ser como ellos.
Por supuesto que jamás consumí ningún tipo de esteroide. Ni siquiera sabía dónde conseguirlos y aunque lo hubiera sabido no habría pasado por mi mente valerme de ellos (además con qué dinero). Me entrenaba solo y a día de hoy no he pisado un gimnasio. Siempre me bastaron un par de mancuernas y una barra.
Después de veinte años aún me siento ignorante con respecto a los métodos y rutinas más efectivas en mi caso, pero ya tengo perfectamente delineado por qué entreno: porque la salud es primordial para una vida funcional. De nada sirve un cuerpo musculado si no tiene resistencia. Es más importante ser capaz de realizar actividades cotidianas o esfuerzos inesperados. La masa muscular en sí, no sirve para nada. Por ende me he volcado más a eso que llaman
fitness aunque no me gusta el término ni me identifico con las imágenes y personas que promueven dicha práctica.
Pero mentiría si dijera que me ha abandonado la vanidad y que no busco satisfacerla. Siempre encuentro formas triviales y absurdas para darle juego: cuando viajo en metro y me sujeto al tubo dentro del vagón, echo una mirada a mi reflejo en el vidrio examinando mis brazos. Es tan estúpido. Tampoco abandono los chequeos ocasionales al espejo. Y atesoro en fotos mi etapa más gloriosa, hace unos siete años que, debo reconocer logré con una dieta frugal, a veces escasa, consistente en huevos, atún, sardina y pasta. Un régimen espartano que extrañamente dio resultado.
También conservo algunas rutinas que anoté y realizaba hace diez años. Las leo ahora y me sorprendo: eran una aberración. Actualmente no podría ejecutar ni la mitad de lo de entonces. No me pesa envejecer, de hecho mis rutinas son más diversas y pensadas que antes. No me lanzo a las barras ansioso e irreflexivo. Mi entrenamiento actual tiende más a lo
zen, y tengo la certeza de que aún me falta muchísimo por aprender.
Ya no tengo ídolos. Pero siento admiración por la gente común con limitaciones económicas o genéticas que se inicia en cualquier práctica deportiva, oponiéndose a la pereza y las tendencias auto-destructivas.