jueves, 9 de noviembre de 2017

Charla de serie B.

Vic Morrow en la serie "Combate"
Ayer me vi sometido de repente a una charla casual con extraños. El pequeño escenario (la peluquería) me obligó a entablar plática con dos personas que hablaban de series del siglo pasado y películas de clase B. Admito estar familiarizado con el tema y conocer la mayoría de las referencias. Como uno de los interlocutores era una persona mayor el otro desconocía mucho de lo que aquél mencionaba. No sé qué me pasó pero cuando el más joven me preguntó si tenía yo idea sobre lo que el hombre mayor hablaba, me atreví a asentir y aún arrojar ciertos datos de interés, enriqueciendo la soft talk a pesar de mi torpeza. Quiero pensar que les alegró hallar eco de sus aficiones en un desconocido que parecía reacio a comunicarse.

Llevo el día entero pensando en ese incidente. Me dejó en estado de ansiedad. Si pudiera volver en el tiempo lo evitaría. Cuando converso con desconocidos me siento culpable por no ser interlocutor apto. Me da la impresión de que sin desearlo someto a las personas a un diálogo dificultoso y las obligo a lidiar con mis resistencias, lo que me produce remordimiento. Además de la vergüenza por mi enorme ineptitud para expresar lo que sea y la certeza de haber causado mala impresión. Por otro lado sentí que mi mente me traicionó con un deseo de entablar afinidad con otros que quizá me hizo ver como solitario pero anhelante de amistad. Fue una plática amena pero preferiría que no hubiera ocurrido.

Lo extraño es que no es la primera vez. Ya otras veces me ha ocurrido que gente no muy cercana me aborde con intención de platicar. Según yo transmito un halo de hosquedad que debería ahuyentarlos.

martes, 7 de noviembre de 2017

La fiesta.

El pasado fin de semana tuve que acompañar a mi novia a una fiesta de su trabajo. Para un socio fóbico cualquier evento social equivale a linchamiento. Si ya lidiar con los que nos son cercanos es tortura, ser arrojado de repente a un ambiente lleno de extraños dispuestos a conversar, significa un auténtico ultraje. Y no es exageración, de hecho es el modo más mesurado de describirlo.

En estos casos el socio fóbico entra en “piloto automático”. Saluda con amabilidad mecánica y sonrisa uniforme que pretende alegría real. Se adentra y se abre paso sin dejar de sentirse intruso. “No debo estar aquí” se erige imperante en la mente, como mandato inquebrantable siendo pisoteado. De la rabia impotente por haber sido puesto en tal situación contra su voluntad, pasa a la apatía confusa, la indefensión aprendida.

Ocasionales destellos de esperanza. “No me irá tan mal mientras no se me cuestione a fondo”, “con suerte no llamaré mucho la atención inmerso en este mar de gente”. El anhelo de un repentino aplomo que acudirá en nuestro auxilio disimulando todas nuestras carencias. Aceptar cada cerveza que se nos ofrezca para fingir integración al ambiente fiestero y de paso pulir un poco las punzantes señales de alerta que emite el cerebro.

Se dice que las habilidades sociales pueden ejercitarse, afinarse y ampliarse en la práctica que nos ofrece la simple convivencia. Esto para un socio fóbico resulta un mito, mentira descarada. Una simple fiesta, evento efímero, de pocas horas, es un enfrentamiento contra bestias feroces que estamos destinados a perder. Y sentimos que dura mil años.

La ruta vergonzante.

Es costumbre inalterable acompañar a mi novia cada día a tomar el camión. Para regresar debo recorrer un largo camellón que por su abundancia de pasto y árboles se antoja un paseo. Reconozco que tiene algo de bello, pero sólo intelectualmente. Es tortuoso el regreso porque siento que los demás paseantes perciben claramente mi fracaso. Los imagino especulando por qué siempre cruzo el camellón a la misma hora, por qué no subo al camión con mi novia, por qué se me ve siempre vestido igual. El peso del fracaso, de la incapacidad de lograr algo, es agobiante. La “milla verde” de la vergüenza, de ida y vuelta cada día.


viernes, 3 de noviembre de 2017

Arte.

Por qué perdí la inspiración con relación al dibujo. Porque ya somos demasiados en el mundo dedicados a garabatear espacios en blanco. Me asquea la cantidad de aficionados en DeviantArt, Tumblr, Twitch e Instagram. Me complace saber que el arte tradicional sigue vigente pero a su vez son tantos dedicados a lo mismo que lo que producen es irrelevante. Toneladas de arte inútil que impresiona de momento pero no transmite nada perdurable.

Por eso tiendo a refugiarme en los artistas inmortales, los clásicos, los insuperables. Apreciar las pinturas y esculturas de Miguel Ángel reivindica las nociones de armonía y expresión. Reencontrarme con Bouguereau es refrescante; su dulce mezcla de colores contrasta con las abigarradas tonalidades del arte digital actual. Los fantásticos frescos de Tiepolo invitan a ser contemplados sin reservas de tiempo.

Es muy escaso el arte actual capaz de evocar tal sentido estético. El arte actual es de consumo, no de apreciación. Es de usar y tirar, su máximo logro es acabar de “wallpaper” de un usuario cualquiera. La ventaja tecnológica de que gozamos jamás sustituirá la inspiración auténtica. Habrá mil tutoriales de dibujo seguidos al pie de la letra por miles, pero ninguno de ellos merecerá la dignidad de artista, que es lo que dentro de su ciega mediocridad pretenden.

En lo personal me produce una pereza enorme colocarme frente a una hoja en blanco, mientras sostengo dudoso el lapicero. El resultado, después de veinte minutos en el limbo, es un torso bosquejado cientos de veces. La misma postura, misma constitución, mismo trazo, mismo juego de luz y sombra. Cumplido el compromiso con la inspiración del momento procedo a descansar. Hacer de idiota recuperando soltura me agota más que cuando estuve obligado a caminar grandes distancias acosado por el hambre y la sed.

Pero el punto más bajo es cuando, después de toparme con un vacío donde antes había creatividad desbordante, procedo a buscar alguna imagen e intentar duplicarla. He descendido al “fan art”, la pobre reinvención de arte ajeno. Y ni ahí doy la talla. Entonces me pongo a pensar si lo mío fue un destello temporal. Si lo fue, ¿por qué pierdo mi tiempo intentando reproducir una etapa singular? Porque me sobran lápices y hojas, porque quienes me conocen me asumen “talentoso”, porque debo fomentar ese cariz para mi plana identidad social. Por esa brizna agonizante que me mantiene apegado al arte.

Jeremy Geddes

lunes, 30 de octubre de 2017

Mundo alterno.

No me había dado cuenta que llevo una vida alterna en mi imaginación. Parto de las situaciones reales y las reinvento como imagino debieron ser. Como retocar la escena de un guión, corrigiendo una y otra vez hasta quedar una descripción redonda. Me regodeo en ese proceso creativo, regreso la película y repito la escena añadiendo o quitando. No soy un hombre enjuto sino bien formado. Inmune al ridículo y al escarnio. No cometo errores. Mis interacciones son exitosas y acertadas. Abunda la luz, el color, el bienestar. En ese mundo alternativo encuentro la satisfacción ausente en el mundo gris que habito. Un oasis dentro del existir monótono, de emociones apagadas o de fastidio, de hartazgo de ser lo que soy.

sábado, 21 de octubre de 2017

Mala memoria.

Desde hace un par de años estoy obsesionado con mi mala memoria. No sé si obedece a falta de atención o a un deterioro, pero me preocupa que sea esto último. A veces siento que es una cuestión de economía: la mayoría de la información que recibe mi cerebro me parece tan banal que no merece ser recordada. Pero ese hábito de descartar información inútil incide negativamente en mi capacidad de recordar lo que sí es importante. En consecuencia, cuando alguien me da un dato que sé que es relevante, por lo general se pierde en la nada, aunque le haya puesto atención.¡No está! O doy con él después de forzar a mi cerebro a recordar.

Y a pesar de haber forjado el hábito de la lectura, es poco lo que retengo. Mi memoria es deficiente, es como si hubiera una telaraña ahí dentro que entorpece todo y acapara el espacio destinado a información vital. A veces leo un párrafo y de inmediato he olvidado lo que decía. Entonces debo releerlo e intentar asimilarlo. Es desesperante.

Podría lidiar con ello si solo me afectara a mi, pero ya me estoy ganando fama de distraído. Y es peor mi flaqueza ante una situación tensa o de estrés. En vez de agudizar mi atención, se ofusca, y mi conducta (pensamientos y acciones) es la de un autómata, que se topa con pared y da media vuelta para topar con la pared contraria. Me da la impresión de que tratar conmigo implica para otros un esfuerzo de paciencia.

De todos modos no dejo de leer ni de ejercitar mi concentración. Sería peor si no lo hiciera.

sábado, 14 de octubre de 2017

Defenderse.

"Straw Dogs", 1971.
Ingresé un comentario en un sitio de consultas legales. Apuntaba no a los aspectos "técnicos" sino a los psicológicos: cómo evitar el pánico ante un escenario contencioso como una audiencia. Si el gasto emocional ya resulta enorme para una persona normal, cuán agobiante será para un socio fóbico. El sistema penal, como maquinaria despiadada, no considera este factor y no tiene por qué hacerlo. Pero en asuntos de esta calaña es crucial no flaquear ni mostrar atisbo de debilidad.

Si acaso alguien enfrenta la desdicha de atravesar por algo similar, aconsejaría adiestrar su soltura lo más posible. Es esencial foguearse en el mundo real (los ensayos mentales no cuentan) para ganar confianza y entereza. A pesar de ser una víctima, el enfrentamiento es contra los agresores y contra el sistema. No hay asesoría que prepare a la víctima para hacer frente a eso. Independientemente de cómo vayan a resultar las cosas, la desesperanza no es una opción.

sábado, 30 de septiembre de 2017

La condena de vivir.

Por años he intentado ajustarme a la filosofía de la aceptación: reconocer las circunstancias y adaptarme a ellas, con base en la noción de que el mundo jamás va a adecuarse a mi subjetivo pensar, puesto que tiene sus reglas. Que es pura necedad desear que los eventos sean distintos o que ocurran determinadas cosas.

“¿Qué quieres que suceda?” es una pregunta que me molesta porque supone una inexistente capacidad de modificar los hechos a nuestro antojo. Cuando escucho, leo o alguien me dirige esa pregunta, pienso que quien la formula no tiene los pies en la tierra. Imagino a ese alguien echando una mirada altiva al mundo, como se mira una caja de chocolates de la cual se puede elegir cualquiera, sin impedimentos. Qué sentiría un hombre confinado a una silla de ruedas si se le preguntara qué tan alto quiere saltar. La pregunta es hiriente y ofensiva.

Pero a veces despierto en un estado de absoluto rechazo e inconformidad con relación a mi vida. Y en ese estado aparecen con dolorosa lucidez todos mis malestares listados: incapacidad de desenvolvimiento, de salir adelante. Desastre económico y por ende, rezago. Fracaso profesional, poco desarrollo, sin oficio ni habilidades. Indefensión aprendida, angustia constante, ataques de pánico. Las consecuencias de no tener control de mi vida: dependencia de otros, predisposición a humillaciones de cualquiera, terminar relacionado con gente poco afín.

Evocar todo así de golpe me produce impacto. No hay un aspecto de mi vida que pueda decir ha resultado bien. Economía, desarrollo personal, estatus social… nada. No fumo, no bebo alcohol, hago ejercicio, procuro leer con regularidad. Sin embargo estoy echado a perder.  Puedo parecer normal de repente, pero basta observarme con tiempo para notar lo mal que funciono.

Entonces aparece en mi mente, con gran claridad, la pregunta: ¿qué sentido tiene una vida así? Porque aún la puedo racionalizar mediante esa filosofía de aceptación. Pero a esas alturas esa filosofía se me antoja enfermizo auto-engaño. Un horror intelectual, un monstruo de Frankenstein para justificar la existencia de alguien que simula estar vivo pero es mero pastiche de cosas muertas.

Luego llega a mi mente este pensamiento: “No puedes seguir viviendo así, libérate. Tienes derecho a ser feliz, a ser libre”. Y me sobrecojo al descubrir que sólo siento paz mientras duermo. La inconsciencia que ofrece el sueño es un regalo, para descansar de estar vivo.

¿Y qué estado definitivo ofrece mayor recompensa que el temporal sueño?

Vivir se ha convertido en una experiencia humillante.

Un día de estos voy a mandar todo al diablo.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Proscrito.

Viviendo arrimado en casa de “S” de repente extraño el aislamiento casi absoluto de mi departamento. Sin televisión ni redes sociales, el día y la tarde se hacían llevaderos con un buen libro. Pero la noche cobraba un tono extraño debido a la soledad.

Noches melancólicas, con instantes de misticismo. Mis pensamientos contemplaban el potencial que aguardaba el día siguiente si tuviera la confianza de actuar, de tomar decisiones. Entonces me regodeaba en posibilidades, que en contraste con la realidad, la hacían prometedora a la vez que triste.

Luego me daba a la reflexión: centrar mi atención en alguna dificultad en particular. Esa práctica arrojaba muchos recursos y soluciones, o por el contrario me hacía topar con pared, al confirmar que la situación en turno era inalterable. Aún así, esas sesiones de atención dirigida me hacían sentir algo de libertad y poder.

Predominaba en mis divagaciones mi precariedad. Por ejemplo, la cortina de mi ventana me producía desasosiego constante. Roída y llena de agujeros, era una cortina prácticamente inservible. Un andrajo me resguardaba del mundo externo. No podía siquiera arriesgarme a lavarla porque eso la habría deteriorado más. Aunque los vecinos no podían verla (por estar de lado a la calle) a mí me producía vergüenza. Esa cortina era reflejo directo de mi vida. “Mi vida es esa cortina”, pensé siempre. Cuando la cambié mi complejo disminuyó solo un poco, porque la reemplacé con una tela de cama en vez de colocar una cortina de verdad.

Luego pasaba lista a mi precariedad en conjunto: cuánto más durarían mis viejos tenis antes de hacerse pedazos y lo humillante que sería si eso ocurriera en plena calle. Si mi gatita pasaría hambre en días siguientes, ya fuera por faltarme el dinero para su comida o el valor para salir a comprarla. Cómo administrar los pocos analgésicos para resistir los rigores del hambre. Ante la falta de comida, ¿ cuánto debería reducir mi rutina de ejercicio?. Mi lectura obsesiva sobre diversidad de temas ¿compensará u ocultará mi poca experiencia de vida? ¿a cuántos lograré engañar?. Si recibiera una visita inesperada de algún familiar, ¿qué razón le daré de mi pobreza, de la casa descuidada, sin muebles y sin pintar, de la alacena sin despensa?. ¿Cuál es el límite de la austeridad y en qué punto se convierte en indigencia?

Sin embargo, éramos mi gatita y yo, opuestos al mundo. Pobre criatura, sólo me tenía a mí. No pudo tener peor compañero: un impedido, un socio fóbico, pasivo ante toda tragedia, incapaz de nada. Vivos de milagro. La extraño.

¿Por qué añoro aquello? Porque era mi vida. Estaba en mi elemento.

Yo era eso.

Yo soy eso y nada más.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Ocaso.

Llevo arrastrando una especie de agotamiento crónico desde hace un año o más. Quien observara mi cuadro concluiría que soy perezoso. ¿Cómo podría disuadir a ese hipotético observador de tal conclusión? La distinción entre pereza y agotamiento es sencilla. El perezoso tiene energía disponible, pero no le apetece aplicarla. El agotado reposa esperando reponerse de un esfuerzo previo. El agotamiento tiene una causa externa. La pereza es placer derivado de la inacción.

Lo peculiar de este agotamiento es que se prolonga demasiado en relación al esfuerzo realizado. Lo que hago es poco, pero rutinario y arduo. Considero que tardo en recuperarme. Me siento cansado todo el tiempo. Solía atribuirlo al calzado pero no importa qué par de tenis use, me canso igual al caminar. Aunque me procure un par de días de inactividad, no me siento restaurado, no al cien por ciento.

No me engaño con respecto a la edad como factor clave. Aún recuerdo los paseos maratónicos en solitario de hace diez o cinco años. Bien podría repetirlos o volver a ellos pero, ¿cuánto tiempo me tomará reponerme? Pienso que es inútil combatir la vejez, oponerse a ella como si eso la postergara. Apuesto por la adaptación: aceptar que mis capacidades irán a menos y ajustar mis esfuerzos al inevitable deterioro.


sábado, 16 de septiembre de 2017

Cautivos.

Tengo fobia social. La esencia de dicha fobia, en mi caso particular y según mis introspecciones es miedo a la confrontación, miedo al enfrentamiento (obviamente no físico sino verbal). Sería feliz si lo superara, no porque entonces andaría buscando altercados por ahí, sino por que si fuese necesario lo haría sin problema. Tengo presentes todas las ocasiones, anteriores y actuales que habrían sido tan diferentes de ser resuelto o arrojado. Estoy seguro que gran parte de una vida feliz se fundamenta en el aplomo.

En un foro de fobia social un usuario apuntaba que su comportamiento es como el de un robot. Es increíble el daño que esta fobia puede causar: repercute incluso en el lenguaje corporal y el tono de voz. Suponiendo que el usuario que se describe así sea joven, hace más triste su testimonio. Que la fobia social malogre tan pronto una vida resulta trágico. Ese joven se perderá de tantas cosas y lo peor es que es consciente de ello. Si algo contabiliza con pesar un socio fóbico son todas esas experiencias omitidas. Poco importa si acaso más tarde las circunstancias ofrecen algo en “compensación”. Lo que se pierde no se recupera jamás.

Los que padecemos fobia social anhelamos la construcción de ese aplomo que no tenemos. Pero actualmente no existe técnica o tratamiento al alcance y si lo hubiera, no nos sería accesible, por cuestiones económicas (los ingresos de un socio fóbico suelen ser escasos, debido a sus obvias deficiencias). Imaginar una posibilidad que no existe es como estar de pie frente a un acantilado y soñar con que algún día habrá ahí un puente que podríamos o no cruzar.

En verdad, que vida más miserable la nuestra.


viernes, 15 de septiembre de 2017

Diario fallido.

Uno de los propósitos de este blog era usarlo como “terapia”, bajo la premisa de que escribir sobre las propias tragedias ayuda a sobreponerse a ellas.

A cinco años de dar cuenta de cada infortunio, no veo un efecto positivo en consecuencia, como tampoco una perspectiva más acabada. Es decir, ni mi vida ha mejorado, ni creo haber superado nada gracias a la escritura.

Lo único que tiene una efectividad relativa es (y odio haber recaído en un cliché) el tiempo. Daba lo mismo si escribía o no: bastaba con ver transcurrir días y noches para que parte de los eventos negativos quedaran atrás.

A pesar del tono fatalista que impera en este blog, siempre me ha parecido que está empapado de narcisismo. Poco importa si me leen o no, he construido aquí un monumento al regocijo de mi catástrofe. Hiede a egocentrismo. Incluso este post sigue obedeciendo a ello.

La única “virtud” de este sitio es su crudeza. No omito casi nada y he expuesto toda mi mezquindad.

Que continúe arrojando retazos aquí es más por vicio o costumbre que en aras de alguna mejora.

miércoles, 26 de julio de 2017

Meursault.

Cuando leí “El extranjero” de Albert Camus hace siete años, no me dijo mucho (sólo me transmitió una apatía similar que la posterior lectura de “El guardián entre el centeno”). No así el resumen que encontré en Youtube recientemente. Como toda síntesis se enfocó en los eventos clave de la historia. Expuesto así, me dejó un poco frío.

Cuando Meursault acude al funeral de su madre, lo asume como un mero trámite, como la fila del supermercado: una pequeña molestia por la cual hay que atravesar. Bien se puede hallar justificación en el distanciamiento de años, que suele disolver los sentimientos. Pero sorprende que dedique sus pensamientos a cualquier cosa, excepto su madre. Un pensamiento adverso o de encono ya sería algo.

Nada.

Para este tipo la vida es como un cúmulo de eventos que se suceden uno tras otro y él observa indiferente, como una película, a través de un monitor plano. La vida carece de relieve: de amor, odio, anhelo, simpatía. Durante el juicio, parece que la sociedad lo condena por ello, no por el asesinato. Es castigado por no sentir.

Ignoro si el carácter esbozado en Meursault pueda existir realmente… prefiero pensar que no. Pero sí deben existir quienes se le parezcan, quizá no se le acerquen, pero posean el rasgo. Digo esto porque la indolencia del personaje me hizo sentir acusado. Como si yo incurriese en una tibieza similar a la que Meursault hacia los acontecimientos, ya sean triviales o de mayor valor. Y como si a la postre fuera yo a enfrentar idéntico destino: la condena social.

Ocurre que siento menos que antes.

¿Existirán, existiremos los Meursault, hombres muertos por dentro? ¿aquellos desprovistos de afectos profundos, de propósito? ¿somos un error? ¿podemos restablecernos, volver a ser humanos? ¿qué nos convirtió en esto que somos ahora?

lunes, 17 de julio de 2017

Cada día más fuerte.

Suelo realizar entrenamiento con pesas desde hace 20 años. Comencé a someterme al esfuerzo con nulo entendimiento de la práctica: lagartijas (push-ups), sentadillas y dominadas (pull-ups). Mi idea básica era a más ejercicio mayor desarrollo muscular, así que me entregaba como idiota a rutinas excesivas.

Ni siquiera tenía claro por qué lo hacía. Mi motivación era que, como fui un fracaso en materia de educación física, debía compensar esa época de ineptitud. Dicho propósito le cedió terreno a otro más superfluo: tener buen aspecto. Sin reflexionar asocié la apariencia a la salud, como si tuvieran correlación.

Me convertí en el típico imbécil que dedica cinco minutos diarios a mirarse al espejo detectando cambios en su cuerpo. Si bien no era un narcisista de tiempo completo, sí pensaba constantemente en cuánto podía mejorar. El proceso mental de quien se entrena con pesas, al menos durante cierta etapa, es bastante banal.

Ignoraba entonces tantas cosas: que había que variar los ejercicios, descansar adecuadamente, conocer y aceptar los límites impuestos por la genética y sobre todo, que jamás sería un Frank Zane o un Steve Reeves con sólo disciplina y paciencia. Apenas notaba un progreso, ya alucinaba con ser como ellos.

Por supuesto que jamás consumí ningún tipo de esteroide. Ni siquiera sabía dónde conseguirlos y aunque lo hubiera sabido no habría pasado por mi mente valerme de ellos (además con qué dinero). Me entrenaba solo y a día de hoy no he pisado un gimnasio. Siempre me bastaron un par de mancuernas y una barra.

Después de veinte años aún me siento ignorante con respecto a los métodos y rutinas más efectivas en mi caso, pero ya tengo perfectamente delineado por qué entreno: porque la salud es primordial para una vida funcional. De nada sirve un cuerpo musculado si no tiene resistencia. Es más importante ser capaz de realizar actividades cotidianas o esfuerzos inesperados. La masa muscular en sí, no sirve para nada. Por ende me he volcado más a eso que llaman fitness aunque no me gusta el término ni me identifico con las imágenes y personas que promueven dicha práctica.

Pero mentiría si dijera que me ha abandonado la vanidad y que no busco satisfacerla. Siempre encuentro formas triviales y absurdas para darle juego: cuando viajo en metro y me sujeto al tubo dentro del vagón, echo una mirada a mi reflejo en el vidrio examinando mis brazos. Es tan estúpido. Tampoco abandono los chequeos ocasionales al espejo. Y atesoro en fotos mi etapa más gloriosa, hace unos siete años que, debo reconocer logré con una dieta frugal, a veces escasa, consistente en huevos, atún, sardina y pasta. Un régimen espartano que extrañamente dio resultado.

También conservo algunas rutinas que anoté y realizaba hace diez años. Las leo ahora y me sorprendo: eran una aberración. Actualmente no podría ejecutar ni la mitad de lo de entonces. No me pesa envejecer, de hecho mis rutinas son más diversas y pensadas que antes. No me lanzo a las barras ansioso e irreflexivo. Mi entrenamiento actual tiende más a lo zen, y tengo la certeza de que aún me falta muchísimo por aprender.

Ya no tengo ídolos. Pero siento admiración por la gente común con limitaciones económicas o genéticas que se inicia en cualquier práctica deportiva, oponiéndose a la pereza y las tendencias auto-destructivas.


domingo, 28 de mayo de 2017

En la pesadilla.

Imagina esto: una noche recibes un mensaje vía redes sociales de un pariente que no has visto en veinte años y te informa crudamente que tu padre ha muerto y ha sido ya cremado. Tomas una hora para intentar asimilar la noticia, pero lo único que logras es sentirte íntegramente rehén de las circunstancias. Hablas con los respectivos parientes y te tachan de mal agradecido, te ofenden, te culpan de dicha muerte y además te dicen que tu casa ya no es tu casa. Pasados unos días vuelves a casa y encuentras que la cerradura ha sido cambiada.

De pronto, no solo estás en la calle, sino que gran parte de tu historia e identidad te es inaccesible. Tras esa puerta yacen tus libros, tu ropa, tu mascota… todo se te arrebató de golpe. No es un simple asalto callejero, en que se te despoja de bienes sustituibles y que no trae mayores consecuencias. No. Es algo semejante a una amputación. Se te ha desarraigado de tu entorno, de tu ámbito afectivo, de tu refugio, donde podías confinarte a la reflexión, a la re-construcción de tu alma.

Por necesidad has de aceptar alojamiento indefinido en un lugar donde tu libertad tiene restricciones y por tu situación vulnerable te hallas a merced de humillaciones que debes pasar por alto cada vez, en agradecimiento por la ayuda. Tienes que pagar esa benevolencia con lo poco que te resta de dignidad.

Luego buscas ayuda legal y nuevamente, debido a tu situación precaria, alguien más te tiende la mano con los gastos. En tu iniciativa por recuperar tu hogar has abierto las puertas del infierno: un pleito en materia penal que te obliga a sumergirte al bajo mundo de los “servidores” públicos y los procesos marcados por la ley. Rendir una declaración, ratificar la denuncia, aportar información.

Todo este cuadro puede parecer fácil de confrontar para una persona normal, cuya amígdala (esa parte del cerebro que se activa ante el peligro disparando el mecanismo “huída o lucha”) funciona perfectamente. Una persona con un rol social validado y en crecimiento. Una persona que se le reconoce funcional y que se considera a si misma capaz. Excelente. Solo una adversidad más, que debe resolverse paso a paso haciendo lo que se debe hacer según avance o se complique.

Ahora intenta imaginar lo que esta adversidad significa para un hombre con pánico social, nulas habilidades, timidez innata y una obvia falta de confianza y seguridad. Sólo puede ser títere de las circunstancias y verse atrapado en una pesadilla.

Resultados del test de ansiedad que realicé.

lunes, 8 de mayo de 2017

Balance.

Un somero resumen de mi experiencia en el aspecto legal que me he visto obligado a enfrentar. Envié este texto a una página relativa a estos asuntos, a fin de hallar algo de orientación y quizás un poco de esperanza...

Buenos días: 
Quisiera saber si me sería posible recuperar mi departamento. Expongo mi caso lo más claro posible sin extenderme mucho, omitiendo detalles irrelevantes: 
Desde hace 30 años vivo en un departamento. Vivía con mi familia (mis padres y mi hermano) pero mi madre falleció hace 20 años, mi hermano falleció hace 10 y mi padre hace dos meses (principios de Marzo). 
Debido a cuestiones personales suelo ausentarme de casa por periodos extensos de tiempo (semanas o incluso meses). Un sábado por la noche recibo un mensaje vía Twitter de una prima (sobrina de mi padre) y me informa que mi padre había fallecido tres días atrás, además de que ya había sido cremado. También me dice que durante mis días de ausencia, mi tía (hermana de mi padre) trató de localizarme. Entonces mi prima me proporciona el número de mi tía. 
Le marco a mi tía y me culpa de haber abandonado a mi padre y ser indiferente con él. Me dice que el departamento ya no era mío y que no querían volver a saber de mí.
Al día siguiente regreso al departamento, donde permanecí un par de horas, luego regresé con mi novia. 
Vuelvo una semana después y encuentro que han cambiado las cerraduras. Desde entonces no he podido acceder a él. Todas mis cosas (documentos personales, objetos con valor emotivo, además del resto de mis bienes y una modesta cantidad de dinero) quedaron dentro, inaccesibles. Asumo que mi tía y sus hijos hicieron posesión de él. 
Fui al Ministerio Público a levantar una denuncia por despojo (que en dos meses ya he ampliado y ratificado tres veces). La agente con quien estoy llevando el proceso hace mucho hincapié en mis días de ausencia del departamento y la salud de mi padre, desviándose del delito que denuncio, que es el despojo. Ya le presenté mi identificación oficial que acredita mi domicilio, así como las escrituras del departamento (que di a guardar a un tío, hermano de mi madre, hace tiempo) y la constancia del Registro Público de la Propiedad, que demuestran que está a nombre de mi madre. 
La agente se muestra renuente a validar mi testimonio: dice que nada de lo que he declarado demuestra que yo vivo ahí y tampoco prueba que mis parientes me despojaron. Me solicitó hacer un listado de los bienes que hay en el departamento y su ubicación exacta dentro de él, lo cual me parece absurdo, pues no recuerdo todo a detalle, además de que probablemente la tía que me despojó ya se habrá deshecho de muchas cosas y los del MP ni siquiera han ido a investigar. 
También me ha pedido presentar por lo menos dos vecinos como testigos de conocerme desde hace treinta años y de haber visto a mis parientes entrar y salir de mi departamento. Le propuse que enviara gente del MP a entrevistar a mis vecinos directamente en sus casas para no hacerlos acudir, pero se negó e insistió en que debían presentarse ahí. Ya hablé con mis vecinos pero temen involucrarse a pesar de que les dije que sólo deben decir la verdad. Mi vecina de enfrente teme que mi tía se entere y tome acciones en su contra. Yo los entiendo: no es agradable formar parte de asuntos de este tipo. Y a mí me avergüenza darles a conocer mi situación y hacerlos partícipes de ella.  
Mis preguntas son, ¿es posible que mi propia denuncia se torne en mi contra, al ser desvirtuada por la agente del MP como un caso de maltrato de mi parte hacia mi padre? Si bien mi padre y yo estábamos algo distanciados, jamás hubo violencia de mí hacia él ni viceversa. No hablábamos mucho, pero nos respetábamos. 
Si mis vecinos no acuden al día citados por el MP, ¿puede ser desechada mi denuncia? Sospecho que de último momento no se presentarán, ya que los noté incómodos al plantearles que debían ir personalmente al MP. Si no asisten no lo tomaré a mal, pero entonces, ¿cómo haré entender a la del MP que siempre he vivido ahí? 
De antemano muchas gracias por la orientación y disculpen la molestia.

domingo, 23 de abril de 2017

La venganza de los idiotas.

5 de Marzo.

Me levanté temprano y me despedí de «S» prometiéndole regresar ese mismo día. Estaba muy nervioso, no sabía qué hallaría en casa. ¿Me encontraré a los parientes de mi padre ahí? ¿en qué condiciones estará el departamento? ¿mi gatita, qué ha sido de ella?

Al llegar entré como siempre. No había nadie. Me recibió mi gatita y vi que tenía alimento y agua de sobra. También había bolsas con ropa de la familia del viejo. Evidentemente habían estado ahí por días. Entré a mi cuarto y muchas de mis cosas habían sido movidas, los cajones esculcados y según la disposición de mi escaso mobiliario deduje que se instalaron ahí para dormir.

Tuve que concluir que fueron a visitar a mi padre, que quizá se hallaba en mal estado y estuvieron con él hasta su muerte. Si fueron a visitarlo casualmente o si les llamó es algo que nunca sabré. Ni me interesa.

Arreglé un poco la casa, luego me senté en el sillón de mi cuarto, con mi gatita como compañía. Me extrañaba y yo a ella. Así estuvimos una hora, yo sintiéndome extraño, un intruso en mi propia casa. Pensaba en la sentencia de la anciana: «Esa... ¡no es tu casa!». Y se me ocurrió revisar nuevamente mi cajón en busca de las escrituras del departamento, que afortunadamente aún estaban ahí. Mi capacidad para prever escenarios nefastos usualmente es aplacada por la apatía del «no pasa nada» pero esta vez tuve el acierto de guardar las escrituras en la mochila para llevarlas conmigo.

Algo dentro de mí me decía que debía extraer más cosas pero esta vez la desidia imperó. Así que sólo tomé un libro, «El mundo de ayer» de Stefan Zweig. Es casi profético que haya elegido ese libro de mi amada librería.

Me despedí de mi gatita prometiéndole volver.

No he vuelto a verla desde entonces.

Mi gatita, mi bebé.

El triunfo de los idiotas.

Me ausenté de casa por alrededor de un mes (mis periodos en casa de mi novia se fueron extendiendo según mi capacidad de adaptación... vamos, la zona de confort se extendió) así que la incógnita de lo que ocurría en casa era ya un vacío enorme en mi mente, un agujero negro emocional con el que aprendí a lidiar.

Una noche recibo un mensaje vía redes sociales. Es una prima (sobrina de mi padre) que me escribe que me comunique con la hermana de mi padre (mi tía, pues). En este punto ya tenía revuelto el estómago: que una prima lejana a quien no he visto en diez años me haya contactado solo puede anunciar lo peor.

Le respondo que no tengo modo de comunicarme con la hermana de mi padre. Entonces me da su número. Pero parece que decide apurar las cosas y suelta la noticia. «Tu padre murió hace dos días; ayer lo velamos y hoy por la tarde lo cremaron».

Tal noticia me dejó impactado y desconcertado. Pero no triste. En mi cerebro sólo se activó el modo «alerta», ese estado dispuesto biológicamente para enfrentar adversidades. Fue un torrente de pensamientos y emociones desordenados, catastróficos.

Me imaginé reestructurando mi vida ya solo en el departamento (¿pero acaso mi padre no se había vuelto desde hacía dos años una sombra de ser humano, arrojado voluntariamente o no al ostracismo?), tratando de repente con gente extraña que conoció al «viejo».

Sobretodo, mi mente trabajaba desesperada por justificar ante todos ellos mi ausencia: el hijo que le quedaba no estuvo en su funeral. ¿Cómo enfrentar eso?

Le informo a «S» la noticia recibida hace una hora. Pasé una hora tragando los acontecimientos. «Ya se murió mi papá». «S» incluso se echa ligeramente hacia atrás, con cara de asombro. Fui todo menos sutil. Me da un abrazo y le digo que debo hablar con «mi tía». «S» me ofrece su teléfono y espacio para hablar a solas.

Dicha llamada bien merecería una entrada propia, pero es mejor resumir solo su esencia, como preámbulo a lo que acaeció después y que me parece casi alucinante. Me responde «mi primo» (sobrino de mi padre) y le pido me comunique con su madre.

La perorata de esta señora fue de pesadilla. Esa familia es muy dada al dramatismo. Me pregunta muy despacio y engolando la voz dónde estoy. Repite cada frase que le digo, me pregunta quién me dio ese número, le respondo que su sobrina. Me pregunta si ya sé lo que pasó, le respondo.

El diálogo es básicamente un reproche entero sobre las condiciones en que murió mi padre. Me acusa de haberlo abandonado. Me mienta la madre. Me advierte (siempre en tono altanero) que el departamento ya no es mi casa (esto es clave). Me percato que se encuentra en estado de ebriedad.

Pero entonces su hijo toma el teléfono y debo soportar su vil monserga. Este imbécil  me acusa de jamás haber sido unido a mi padre (el idiota desconoce por completo la dinámica nociva que implicaba tratar con él), hace apología barata sobre el gran tipo que era y lo mucho que nos dio. Que tenía planes de casarse de nuevo (como si a mí me importara).

Finalmente se atreve a hacer escarnio de la muerte de mi madre y de mi hermano, culminando con esta última pérdida. Me deja claro que no quieren volver a saber de mí y que no vuelva a llamarles. El idiota concluye la llamada.

En mi estado de ofuscación me dejé apalear. No me defendí (aún si en ese momento me hubieran sobrado recursos intelectuales no estaba en posición para desplegarlos). Cuestioné internamente todo lo que me dijeron. Concedí que tenían razón para estar enojados o «dolidos», pero debieron pasar unas horas para darme cuenta que mucho de lo que dijeron no venía al caso.

Sin mayor información sobre los hechos que la proporcionada por aquella prima, y dada la advertencia de éstos sobre que no querían saber de mí, quedé atado de manos. Me dejé conducir robóticamente por «S» a su habitación, donde le relaté grosso modo la amarga llamada.

La única decisión que tomé fue que iría a mi casa al día siguiente.

lunes, 10 de abril de 2017

Ha muerto mi padre.

Mi madre murió de cáncer hace casi veinte años.

Mi único hermano murió de un infarto hace casi diez años.

Mi padre murió hace poco más de un mes.

Cómo ocurrió esta última pérdida y lo que ha ocurrido después es algo que, por salud emocional, debo relatar.

Un mes he permanecido petrificado ante la (en mi pequeño marco existencial) catástrofe que sobrevino y la cual aplasta de modo extraordinario mi juicio y mi ánimo.

Debo hablar sobre ello.

Pero no ahora. Es tarde. Tengo que dormir.

Entradas más leídas