martes, 20 de noviembre de 2012

Rescoldos.

Siempre me acompañará ese último momento que vi a mi hermano con vida y en el cual tuve qué reprimir mi intención de saludarlo debido a la discordia sembrada entre nosotros por mi padre.

Más me enojó que desde su muerte mi padre haya cambiado su actitud con respecto a mí. Si fue muy cobarde al escudarse tras su hijo y manipularlo para hacerlo partícipe de sus conflictos, fue aún más cobarde al mostrarse amable después de su muerte, como si nada hubiese ocurrido.

La vida de mi hermano fue difícil desde su nacimiento. Tuvo algunos problemas respiratorios y permaneció en el hospital por algunos días. Su mal congénito llamado Síndrome de Moebius era desconocido a finales de los años 70. Muchos asumían que mi hermano padecía algún retraso; en realidad era un niño brillante y con chispa.

La apariencia siempre ha sido un lastre en la sociedad. Se les juzga a las personas por su aspecto y si alguien tiene rasgos inusuales o no se ajusta a los cánones de lo que se considera «normal» se le desprecia o maltrata. Mi hermano fue víctima de abuso desde niño. Recuerdo cuando acompañé a mi madre a recoger a mi hermano después de su primer día de clases en la primaria. Varios niños lo golpearon y se burlaron de él. Afortunadamente mi madre lo sacó de esa escuela y lo metió a una donde esa clase de abusos no eran tolerados. Aún así, mi hermano siempre fue blanco de abusadores a causa de su aspecto.

Hoy pienso en lo difícil que fue no solo para él sino para mis padres. Pero ignoro lo difícil que es saber que un hijo es discriminado. Eso solo lo saben cabalmente los padres cuyo hijo padezca alguna deficiencia. A mí no me queda más que especular torpemente. Solo ahora puedo columbrar lo duro que habrá sido para mis padres también.

Debo confesar que cuando niño también fui abusivo con mi hermano. Me ensañé un poco con él, no por las mismas causas sino porque era parte de mi comportamiento. Hay una etapa en que los niños somos crueles. No intento justificarme sino entender por qué me comporté así con él. Sin embargo esto cambió después y en la adolescencia, al superar la secundaria, fuimos más unidos.

Coincidimos en un par de semestres en la preparatoria; fuimos asignados al mismo salón. Ahí fui testigo directo de las dificultades que enfrentaba mi hermano en entornos sociales y más en una etapa tan crítica. No disfrutamos nada ese periodo. Me produjo la misma sensación que cuando niño, me adentré en una escuela que no era mía para recuperar mi juguete. La diferencia era que este entorno era realmente despiadado y no había un ojo protector en nuestras espaldas.

Solo hay un momento que puedo rescatar de esos días y fue cuando ambos nos fuimos «de pinta». Por entonces exhibían una película de ciencia-ficción, «El Día de la Independencia». Yo era el único que no la había visto pero él tuvo la idea de ir al cine a verla. Es uno de los mejores momentos que atesoro con mi hermano. Debo decir que él era en esencia una gran persona. Como me hubiese gustado que su vida haya sido distinta y que el destino no se haya cebado tanto con él. Definitivamente merecía algo mejor.

Incluso su funeral no fue del todo «afortunado». Debido a su sobrepeso no había ataúdes que pudieran contenerlo. Así que fue velado con su cuerpo envuelto en sábanas. Era impactante verlo así.

Su muerte doblegó drásticamente a mi padre. En este sentido gané un poco de paz pero a un precio muy alto. Al carecer de su aliado principal ya no pudo continuar su ofensiva. De repente se tornó amistoso pero no le di pie a establecer una falsa tregua. Si mi hermano estuviera con vida lo seguiría utilizando como hizo durante casi diez años. Y aunque ya no tenía necesidad de defenderme ni debía preocuparme por posibles hostilidades, nada compensa su despreciable proceder mientras mi hermano vivió.

Me entristece recordar a mi hermano. Tanto su vida como su muerte fueron trágicas. Pero debido a la incordia sostenida con mi padre hacia mi durante una década, su muerte me proporcionó un descanso psicológico porque mi padre ya no tuvo en quién apoyarse para agraviarme. No me reporta ninguna dicha que mi hermano se haya ido, pero su repentina partida me benefició: por mi padre la muerte de mi hermano cobró en mi mente un valor positivo. Eso convierte a mi padre en alguien despreciable. A veces me pregunto por qué tengo un concepto tan negativo del "mundo exterior" si los más grandes ejemplos de ruindad los tuve en casa.

Analizando cómo se dieron los hechos detecté que mi hermano se había abandonado deliberadamente. De repente ya no le preocupaba en absoluto su salud. Nunca atendió ese aspecto de su vida pero desde que obtuvo ese empleo con la familia de mi padre fue más marcada su tendencia a los excesos. Comía mucho y mal y fumaba demasiado. Pienso que mi hermano en algún momento tomó una determinación: la de vivir sin privaciones hasta donde le fuera posible, propiciando así su muerte prematura. A veces las personas toman ese tipo de resoluciones y esa fue la que mi hermano eligió para «saldar cuentas» con la vida por años de infortunios y carencias.

Yo no permití que su pérdida me hundiera. Dos días después me levanté y fui a trabajar. Quería entregarme a la tristeza pero no quise permitirme abandonar el trabajo así que me obligué a seguir adelante. Además pensaba que el trabajo me ayudaría a distraerme. A veces no tenía ánimos de levantarme pero también era peligroso quedarme ahí. Hube de realizar un esfuerzo tremendo para levantarme cada día pero más vale eso que dejarme abatir por la pena porque entonces me sería más difícil superarla.

No hay palabras que consuelen una pérdida. Solo uno sabe qué tan profundo es el dolor que esta nos produce. Solo no hay qué rendirnos por completo al sufrimiento, porque puede esclavizarnos. Creo que la reflexión sobre la muerte es válida y necesaria pero no hay qué perder de vista que la vida sigue teniendo cosas buenas, aunque estas sean pocas.

Tres meses después el dueño cerró el restaurante de imprevisto, colocándonos en una situación complicada pues nunca nos avisó que cerraría. No supe más de él ni del cheff. Solo seguí en contacto con mi amigo Edgar quien pronto se acomodó en una buena empresa. Yo volví un par de meses a mi vieja tendencia a la indiferencia. Me volví a quedar sin dinero y nuevamente comencé a padecer, pero dicha situación ya no me angustiaba tanto. Poco después entré a trabajar en otro restaurante que se ubicaba en la misma zona que el anterior. Ya lo había visto tiempo antes y alguna vez me prometí trabajar ahí si acaso el otro restaurante cerraba, como finalmente ocurrió. Era turno completo y pagaban mucho mejor.

Ahí conocí a quien después sería un buen amigo, Sinuhé, que entró a trabajar el mismo día. También venía de una situación en extremo difícil y platicamos mucho sobre eso. También cayó en una situación límite: quedarse sin nada y ver cómo las cosas le resultaban mal cuando su situación parecía que no podía empeorar. Ambos habíamos padecido un rigor inhumano y nos identificábamos mucho por eso.

No duré mucho ahí pero fue un excelente empleo. Lo abandoné por esa inmutable falta de confianza y esa sensación de incapacidad ante los retos. Pero sigo en contacto con Sinuhé, Edgar y otros amigos mediante redes sociales.

A veces me dejo llevar por la nostalgia y realizo paseos por los lugares en que he trabajado. Casi todos se encuentran en la misma zona. Evocan experiencias en que se me permitió sentirme diferente, integrarme un poco a la corriente de la vida y no ser siempre el compás disidente. En uno de esos paseos me encontré con Montserrat. Me atreví a acercarme a ella y saludarla pero no me recordaba. Fui muy torpe en mi conversación con ella (no podía ser de otro modo) y le causé muy mala impresión. Le habré parecido un loco o un acosador. Pero me hizo bien ese reencuentro que se dio un año después que el restaurante fue cerrado.

Seguir hablando de mi vida desde 2008 a la actualidad sería repetirme. El resto lo he volcado en blogs desde entonces. Tan solo quería hacer una recapitulación al vuelo que posiblemente solo me interese a mí. Desde tiempo atrás sentía necesidad de hacer un repaso general de mi vida y fue un ejercicio saludable. Me frenaba el sentirme inmaduro para ello pero de mantener esa idea no lo hubiera hecho nunca.

No puedo precisar qué he aprendido de todos estos años, sobre todo de la década anterior. Mucha gente me ha señalado cuánto se ha agriado mi carácter. Los más cercanos me han dicho que soy como otra persona (siempre he sido introvertido mas no adusto), que me desconocen. Atribuyen ese drástico cambio a la muerte de mi madre. Por supuesto que eso influyó. Pero la causa de tal cambio se debe más que nada a ese periodo del 2004 al 2008 en el cual se me privó de sentirme parte de algo y se me impuso el sentirme excluido.

Existe la bonita idea de que si uno se propone salir adelante, la vida nos abre sus puertas. Pero no es verdad. A veces nuestros más grandes esfuerzos darán resultados pobres o nulos. Nos toparemos con un desprecio recurrente y notaremos que a pesar de mostrar distinta actitud nuestras circunstancias no cambian mucho, lo cual genera un desgaste interno. Aún así, hay qué ser un poco osado y empeñarse en continuar. Porque la vida no puede ser eternamente desdichada ni uno tan cruel consigo mismo para resignarse a ella.

El proceso de escribir produce mucho alivio. Lo que aquí queda escrito es el mero efecto y quizá no sea tan importante. Pero creo que vale la pena atesorarlo para una lectura posterior. Además me lo debía.

Para que un diario sea honesto debe incluir todas esas experiencias significativas, tanto las buenas como las malas. Aquellas que atesoramos por la dicha que nos brindaron como las que minaron nuestro espíritu. Solo así podrá representar el cuadro de nuestra vida con mayor fidelidad.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Adiós hermano.

La pasé bastante bien esos días en el restaurante. Me acoplé de inmediato. Creí que sería más difícil pero mi mente ya no era tan susceptible. Creo que estaba cansado de angustiarme tanto por cualquier cosa. Todo el tiempo temeroso, cohibido... ya estaba harto de eso.

Aunque podía costear los pasajes de ida y vuelta, la paga era poca. Así que continué haciendo el camino a pie. Cuarenta minutos de caminata diarios me devolvieron mi buena condición y aunque no recuperé mi peso de antaño volví a tener buen aspecto. Retomé mi rutina de pesas y en pocos meses subí diez kilos.

Mi amigo que el primer día me pareció malhumorado resultó ser bastante liviano. Pero mi inseguridad me hacía prejuzgar a las personas como malintencionadas. Mis expectativas siempre eran negativas pero no era mi culpa. Aprendí a predisponerme a lo malo para evitar decepciones.

Pero todos ahí eran buenas personas. El único que tenía cierta tendencia al conflicto era el cheff pero sus agresiones eran menores. Sin embargo conformábamos un buen equipo y el ambiente era muy agradable. Debo decir que me sentía mejor ahí que en casa. A pesar de ser el empleo en que menos dinero he ganado, ha sido el más satisfactorio. Cumplía mis pocas expectativas. Me proporcionaba algo de dinero, tres comidas diarias y un horario que me permitía hacer otras cosas. Para mí era más que suficiente.

Ocasionalmente veía pasar a una chica por el local o las calles cercanas. Era muy bonita y de hecho su belleza destacaba del promedio. Pelirroja y de ojos verdes, lucía hermosa a pesar de que no siempre se esmeraba en su aspecto. Así son las mujeres que se saben bellas: se dan el lujo de dejarse ver un poco desarregladas. Y aún así me dejaba sin aliento cuando coincidíamos por ahí. Mi amigo la conocía y por él supe que se llamaba Montserrat. «Esa chica es guapa», decía mi amigo acertadamente.

Una vez de camino al trabajo me la encontré y me sonrió. Le devolví la sonrisa y desde entonces la saludaba cuando coincidíamos en la calle. Pero en esa época jamás me atreví a entablar conversación con ella. No tenía habilidad ni soltura para eso. En cambio mi amigo técnicamente era un macho-alfa. Tenía muchas amigas que lo visitaban en el restaurante. Él era todo lo contrario a mí.

Una vez, ya cerrando el restaurante llegó un par de amigas suyas. Se sentaron a platicar en una mesa y me las presentó. Yo regresé a la cocina por mis cosas para irme. Mi amigo me invitó a quedarme un rato a platicar lo cual le agradecí. Pero le dije que sería mejor en otra ocasión y me fui. Nos dimos la mano y mi amigo regresó al restaurante, sin embargo lo noté consternado. Sé que lo normal era aceptar y convivir un rato pero nunca fui buen conversador y nunca había tenido esa experiencia de sentarme a platicar con dos mujeres a las que además no conocía. Solo pensaba en regresar a casa para leer y escuchar la radio.

Nuevamente la temporada navideña se encontraba cerca. Esperábamos que con ella el negocio remontara, ya que se encontraba en declive. Había muchas cosas que no hacían bien. La comida era buena pero el servicio era... bueno, bizarro. El dueño, que había residido gran parte de su vida en Estados Unidos, era del tipo rockero. Era baterista en sus tiempos libres y su aspecto no era adecuado para atender en un restaurante. Era una muy buena persona pero no causaba buena impresión. No es que hubiera algo mal con ser rockero; simplemente estaba fuera de contexto. Trabajar en restaurante no era lo suyo, sin embargo se aventuró para probar suerte.

En casa las cosas habían mejorado un poco. Mi hermano había entrado a trabajar con los parientes de mi padre y comenzó a prosperar. Sin embargo a veces se mostraba fastidiado debido sus intromisiones en su vida personal. Mi hermano, dos años mayor que yo, necesitaba emanciparse un poco de mi padre, pero este se había convertido en una plasta. No lo dejaba tomar sus decisiones libremente y se inmiscuía en todos sus asuntos. No quería perder autoridad sobre él y siempre temió ser relegado, como ocurre naturalmente en toda relación padre/hijo.

Por cierto, aunque mi hermano se dedicaba a algo que le gustaba y ganaba bien, no se sentía satisfecho. Su ambiente laboral era muy nocivo. Debía tratar todos los días con la familia de mi padre: su hermana y sobrinos. Gente poco agradable y al igual que mi padre, invasiva, manipuladora y enferma. Mi hermano prosperaba en lo material, pero emocionalmente se encontraba ya agotado. Creo que por eso solía buscarme a veces para charlar. Necesitaba desahogarse un poco del asfixiante entorno en que se encontraba inmerso.

Qué ironía de ironías. Mi hermano que, al igual que mi padre, hizo escarnio de mi situación, ahora iniciaba conversaciones conmigo el indeseable, el aprovechado. Una vez mi hermano, antes de salir de casa, musitó «deberías irte de la casa». Por supuesto no lo tomé en serio porque era clara la influencia de mi padre sobre él. Pero ese tipo de manipulaciones constantes ya comenzaban a cansar a mi hermano. Quizá se percató del perjuicio que los consejos no pedidos de mi padre le causaban. Sin embargo le faltaba juicio crítico para refutarlo, el cual por cierto nunca pudo desarrollar precisamente por la constante «terapia mental» de mi padre.

Mi hermano siempre fue muy ambiguo debido a esto. A veces se liberaba parcialmente de la influencia de mi padre y se acercaba a mí. Al día siguiente me ignoraba por completo. Después de unos días me saludaba como si fuéramos grandes amigos y un día después volvía a ignorarme. Quizá lo hacía involuntariamente debido a la confusión que experimentaba. En lo personal no me preocupaba si me hablaba o dejaba de hacerlo. Consciente del poder de mi padre sobre él, había dejado de tomarlo en serio hacía tiempo. Cuando mi padre nos veía platicar se sentía traicionado por mi hermano. Así colocaba a mi hermano en un dilema, haciéndolo sentir incómodo por atreverse a comunicarse conmigo. Nunca le prohibió hacerlo, pero entre líneas le dio a entender que hacerlo lo convertía en traidor. De inmediato mi padre le preguntaba cualquier tontería a mi hermano para interrumpirnos y ganar atención. A mi hermano no le quedaba más que atenderlo. Nunca le reproché nada a mi hermano, pero sí le llegué a decir que debía imponerse y comenzar a liberarse poco a poco.

Realmente mi padre tenía poder sobre él porque él mismo se lo otorgaba. Alguna vez fui duro con él al decirle que no era más que un peón de mi padre. No lo hice por competir por su atención sino porque me desesperaba que no hiciera el intento por despegarse de ese parásito psicológico que era mi padre.

Llegó la Navidad, que pasé tranquilamente en mi habitación, leyendo con mi gato recostado en mis pies. Fue una noche muy dichosa a pesar de que no cené nada especial. Fue como una noche cualquiera, sin celebración alguna. Años atrás esas fechas habían perdido significado para mí, y aunque pude haber aceptado alguna de las invitaciones que se me ofrecieron, decidí permanecer solo. El Año Nuevo lo pasé igual. Me sentía a gusto y contento.

Fue una época muy fría, la más fría que recuerdo. Desde el primero de Enero mi hermano se enfermó y durante toda la semana faltó al trabajo. Exhibía todos los síntomas de un resfriado. Tos, congestión, dolor de cabeza, dolor muscular. Cuando mi hermano se resfriaba invariablemente pasaba unos días en cama. No noté nada fuera de lo normal. Lo veía levantarse, ver televisión, hablar por teléfono. Sin embargo pasaba gran parte del tiempo recostado, lo cual no me parecía fuera de lo normal tratándose de un resfriado.

El 7 de Enero me alisté para ir al trabajo y mi hermano se encontraba en el sillón de la sala, revisando los mensajes en su celular. Me sentí aliviado al suponer que se había recuperado o que al menos se sentía mejor. Eran las 11 de la mañana. Al pasar frente a él lo volteé a ver y me sentí tentado a saludarlo pero como seguía absorto en su teléfono no quise ser inoportuno. Abrí la puerta y salí.

Durante todo el día en el trabajo me sentí muy extraño. Tenía un mal presentimiento. Una especie de sensación no racional de que algo andaba mal. Era muy incómoda pero traté de ignorarla. Por lo general la razón neutraliza esas intuiciones como sensaciones temporales y sin fundamento. Concluí la jornada como de costumbre y regresé a casa.

Al regresar vi una ambulancia en el estacionamiento. Lo primero que imaginé fue que algún vecino de edad avanzada se había enfermado de gravedad. También pasó por mi mente otra posibilidad, aún más trágica, de que algún ladrón haya accedido a la unidad habitacional y herido o ultimado a algún vecino por oponerse al asalto. Subí las escaleras y noté muchos vecinos afuera de mi casa. Yo los saludé y ellos me observaron con pesar. La puerta de mi departamento se encontraba entreabierta. Lo primero que vi al entrar fue un par de paramédicos. Luego, en el sillón, se encontraba mi hermano muerto.

Fue una sensación abrumadora. Mi impresión fue tal que trascendió todas las emociones. No sabía lo que estaba pasando. Me encontraba en shock. Uno de los paramédicos me preguntó «¿Usted es pariente del fallecido?» «¿Es el hermano?» Yo respondía mecánicamente. No sabía a dónde voltear. A los paramédicos o al sillón donde... ¿estaba mi hermano muerto? Aún no sé si sus preguntas me impidieron superar el shock o por el contrario, evitaron que me dominara por completo. No recuerdo con precisión sus palabras, solo unas frases sueltas. «...Debido a su sobrepeso...» «...infarto fulminante...» No recuerdo qué otras preguntas me hicieron ni las respuestas que les ofrecí. Mi padre se encontraba en el sillón respondiendo preguntas también.

No supe qué hacer o qué sentir. Sentía como estar en un sueño. En los sueños la sensación de lucidez es difusa, como poco clara. Así me sentía en ese momento. Me dirigí a mi cuarto de dejar mis cosas y a sentarme en mi cama. Necesitaba recuperar claridad y tratar de discernir si lo que estaba ocurriendo era real. No sentía tristeza ni pánico. Mis emociones estaban desactivadas por el shock.

domingo, 18 de noviembre de 2012

La bestia domesticada.

Un día, en una absurda y literal interpretación de un texto búdico, me senté en mi cama a meditar indefinidamente. Superé el hambre, la violencia y el rencor. Entré en un estado  de euforia en que nada me afectaba. Logré la indiferencia máxima en ocho horas sostenidas de meditación. Me había vuelto un tirano espiritual para conmigo mismo. Mi  intención era encontrar la paz en medio de mis circunstancias. Pensaba que si lograba un estado de felicidad en tan malas condiciones entonces podría ser feliz en cualquier situación. Así que debía presionarme al máximo. Estaba entregado a una enfermiza lucha contra mis impulsos básicos.

Había perdido contacto con la realidad. Vivía prácticamente encerrado en casa, sin contacto con nadie. No tenía amistad alguna ni intención de conocer nuevas personas. Eso ya no existía. Lo único real para mí era la frialdad del mundo que me había dado la espalda, la absoluta imposibilidad de cambiar mis circunstancias y mi afán por exterminar mi ego y personalidad.

Solo salía a conseguir alimento para mi gato y estirar las piernas un poco, aunque evitaba esforzarme demasiado pues tenía que administrar mis pocas energías. No hay mucho qué  decir sobre ese año porque todos los días fueron casi idénticos: cada mañana me  levantaba a beber un café y alimentar a mi gato. Luego hacía unos cuantos ejercicios de flexibilidad (ya no levantaba pesas), después me daba un baño (el único placer que me  quedaba) y el resto del tiempo permanecía enclaustrado en mi habitación. Parecería una lúdica rutina pero la consunción me había arruinado no solo el cuerpo sino los nervios.

Mi mente se había dividido en dos: una parte se encontraba serena mientras que la otra padecía todos los tormentos. Era un fenómeno que según mis estúpidos libros de  esoterismo se explicaba como la división entre la «esencia» y la «falsa personalidad». Hoy intuyo que había caído en un estado de esquizofrenia. La idea del suicidio se había vuelto recurrente pero disfrazada como «anhelo de trascendencia». Creo que en esos días ya estaba perdiendo la cordura.

Y mi humanidad. Ya no quedaba rastro en mi comportamiento que indicara que era un ser humano. No puedo evitar sentir ternura por quienes frente a mí se han quejado de permanecer dos o tres días sin recibir visitas ni hablar con nadie. Hay personas que se deprimen si no reciben un abrazo o una llamada en una semana; sienten que su mundo se tambalea. Se indignan si se les ofrece algún alimento que no es de su agrado. Les parecería inconcebible que yo pasé casi dos años virtualmente aislado y con el estómago vacío. De rozar los 70 kilos de peso bajé a 50. Mis únicas distracciones eran mis libros, mi diario y jugar con mi gato. Ni hablar de un abrazo o una palabra de apoyo. Olvidé qué era eso.

Llegó la temporada navideña, y con ella el temor de una reunión familiar. Esta posibilidad no me causaba ilusión. Por el contrario, temía que me vieran en tan deplorable estado. No había tenido tan mal aspecto desde 2004 y no soportaría el bombardeo de consternación, conmisceración y escarnio. Ni las preguntas morbosas sobre mis actividades durante todo el año o por qué estaba tan delgado. Ni el dolor de la comparación entre mi vida marchita y las suyas, llenas de sentido. Por fortuna dicho encuentro familiar no se dio. Ni siquiera recibí una llamada por teléfono. Esto me quitó un peso de encima y pude continuar con mi estúpida lucha contra los «Yoes».

No podía evitar recordar la Navidad del año anterior. La había pasado trabajando. Me encontraba sano, era un individuo mediocre pero activo, parcialmente reconciliado con la vida. Un año después solo era una sombra de hombre: no estaba muerto ni vivo. Solo era un enjuto pedazo de carne, un intelecto enfrentado contra sí mismo y un corazón resquebrajado.

Llegó el Año Nuevo. Era algo inexplicable. Había sobrevivido un año inmisericorde y al igual que en 2004, no había lógica en ello. Mi resistencia había sido probada pero esto no me devolvió la confianza ni me dio fe. Por el contrario, había interiorizado una fobia casi absoluta a la vida. Era como un animal que ha sido aislado durante mucho tiempo y la cercanía de cualquier otro ser vivo o la exposición a un entorno abierto le crispa los nervios.

¿Qué era yo? ¿Qué motivo tenía mi existencia? ¿Por qué había sobrevivido a un año de desnutrición y demencia? ¿Qué sentido tiene una vida tan fría y descarnada? ¿Y qué diferencia hacía el tránsito de un año a otro? Ninguna. Mi férreo contexto de vida permanecía inmutable. El problema era que no sabía si podría soportarlo. Aún así, pasaron meses para llegar al convencimiento de que ya no tenía nada qué perder. ¿Qué más daba lo que mi padre o hermano dijeran o hicieran? ¿Qué podría arrebatarme ya la vida? ¿Qué clase de comentario malicioso sobre mi mal aspecto podría afectarme? Había tocado fondo. Simplemente eso, había tocado fondo. Después de eso había solo dos opciones: dejarme morir o levantarme y por pura curiosidad, intentar obtener algo.

Opté por lo segundo.

En mi cajón me quedaba un foiler, un juego de copias de documentos y dos solicitudes de empleo. Me costó trabajo llenarlas pues mi pobre experiencia laboral no cubría satisfactoriamente los espacios vacíos. Pero ya nada me importaba así que me permití introducir algunos datos falsos. ¿Qué tan graves hubiesen sido las consecuencias de eso? Seguramente no he sido el único que lo ha hecho. Repasé mentalmente los lugares que años atrás recorrí con mi amigo. Quizá encontraría una oportunidad de empleo por ahí. Lavaloza, ayudante general, empleado de limpieza. Lo que fuera, ¿qué más daba?

Aún luchaba mentalmente con las posibles represalias que enfrentaría si mi hermano y mi padre notaban algún progreso de mi parte. Pero ya no era capaz de recibir más daño. Ya no había modo de hacerme experimentar pérdida pues nada tenía.

Era todo. Lo único que faltaba era tener el valor para poner un pie en la calle. Esto fue lo más difícil. El mundo exterior era algo que había aprendido a observar desde mi ventana. Como una fantasiosa película en la televisión, así veía lo que había afuera. Un irreal conjunto de elementos que reaccionando en cadena formaban eso que llaman vida. En ella, seres humanos conviven, luchan, tropiezan, aman, odian, acumulan y comparten experiencias. Después de casi dos años debía exponerme nuevamente a todos esos componentes. Me serví del proceso llamado "aproximaciones sucesivas". La primera vez que salí solo di una vuelta por ahí para que mi psique se fuera re-acostumbrando a los estímulos: todo ese movimiento, interacción y ruidos de la calle que me inducían pánico. Poco a poco fui aumentando mis distancias hasta llegar a aquellas calles que alguna vez recorrí. Y recordé la calidad de esos paseos. Tortuosos cuando iba en compañía de mi amigo, placenteros recién abandoné el restaurante y relajantes después de renunciar a la pastelería.

Llegó el día en que salí formalmente a buscar empleo. Mi objetivo era una fábrica que se encontraba relativamente lejos de mi casa pero lo suficientemente cerca como para llegar a pie. Veinte minutos de caminata de ida y los mismos de vuelta; así me ahorraría los pasajes. Antes de llegar a ella vi un pequeño restaurante cerca donde solicitaban un ayudante general. En la puerta de entrada vi un muchacho alto y moreno, dándole una vista general a la calle como tratando de despejar su mente. Lucía muy mal encarado y tenía un mandil así que adiviné era cocinero. Me seguí de largo para tomarme un tiempo y mentalizarme. Siguiendo el viejo consejo de mi amigo, pediría trabajo ahí antes que en la fábrica. Di la vuelta y me encaminé al restaurante. Tragué saliva y entré. No había nadie. Después apareció un señor robusto que supuse era el cheff. Le pregunté por la vacante y llamó a alguien más que se encontraba en la cocina: el mismo chico que había visto minutos antes en la entrada y posteriormente, un gran amigo.

Me dio información sobre el empleo. Era de medio tiempo (solo seis horas al día) y pagaban poco. Las tareas eran sencillas y me darían de comer. Me quedé a trabajar ese mismo día.
Estaba sumamente nervioso, quizá excitado por la facilidad con que habían resultado las cosas. Muchas veces pensé por qué no lo había intentado antes en vez de padecer inútilmente un año y ocho meses de terribles privaciones.

Era Septiembre de 2007 y había encontrado una oportunidad de comenzar de nuevo. No tenía expectativas ni proyecciones. Había aprendido a conformarme con lo que la vida quisiera otorgarme. En dos años había desarrollado un carácter estoico y la mínima ganancia económica me daba igual. El ambiente laboral resultó ameno y al ser la jornada de solo seis horas tendría tiempo para el ejercicio de mis facultades, en lo cual siempre encontré refugio. Y como solo eran tres empleados (un cheff, el mesero y el dueño que hacía un poco de todo) la convivencia no sería tan pesada.

En la mañana de ese primer día me encontraba derrotado y lleno de angustia. Pero el hombre más arrojado no es aquél que goza de ventaja sino el que no tiene nada qué perder. De regreso a casa me sentía muy diferente, como despertando de una pesadilla de dos años.

Basta introducir un factor distinto en la ecuación de nuestra robótica y gris vida para que esta sufra una modificación completa. Por supuesto, no siempre se obtiene algo. Pero al menos ya no se permanece inmóvil y presa del pánico. La sola exposición a estímulos nuevos disipa muchos fantasmas que en nuestro lecho de muerte parecían tan amenazantes.

Ayudante General nunca ha sido ni será un gran empleo. Pero es suficiente para mantener un estilo de vida decente y en todo caso es mejor que nada. La disposición o anhelo de resurgir no garantiza grandes victorias como nos dice la literatura. En ella, el personaje toca que toca fondo y se levanta es recompensado con lo mejor. Aquí, en la vida real, el más grande esfuerzo puede no producir fruto alguno, ni la voluntad más implacable asegura el éxito inmediato. Pero para que ocurra algún cambio se deben realizar esfuerzos y tentativas. 

sábado, 17 de noviembre de 2012

Destinado a caer.

Era extraño. No me importaba el trato denigrante. Lo aceptaba por resultar acorde a mi «dignidad». Muchas veces se me ofreció la oportunidad de aprender el oficio de pastelero, panadero o atendiendo a los clientes. Pero ya no quería poner a prueba mi capacidad de aprender, que consideraba nula y me pareció que lo adecuado era permanecer como empleado de limpieza.

Ya me encontraba físicamente repuesto. En esos días me comía un pollo rostizado entero yo solo. Me sentía relativamente bien. Creo que en el aspecto económico y social 2005 encierra la mejor época de mi vida. Pero internamente me encontraba siempre violentado. Curiosamente esa emoción jamás la notó nadie y siempre fui visto como alguien sereno y hasta «falto de malicia», como llegaron a decir de mí en el restaurante.

No entablé ninguna amistad sólida en la pastelería. Pero había un compañero llamado Raúl con quien me llevé muy bien. Era dos años menor que yo pero más alto y curiosamente, físicamente éramos muy similares. Esto le sorprendió a todos en la pastelería. Muchos comenzaron a preguntarnos si teníamos un vínculo sanguíneo, otros asumieron que éramos primos. La diferencia es que él era más bien rubio y yo simplemente caucásico.

Más extraño resultó que incluso en el lenguaje corporal teníamos actitudes parecidas. Me era fácil imitarlo, lo cual causaba mucha gracia a los demás. Al poco tiempo fui más conocido como el «primo de Raúl» que por mi nombre. Y para añadir otra curiosidad, éramos afines con respecto a muchas cosas como la música o la cultura. Los demás empleados solían escuchar música de banda, norteña y salsa, géneros que ambos detestábamos. En cambio nuestros gustos musicales eran similares: rock, metal. Era un tipo estudiado. Había concluido su bachillerato y evidentemente era lector regular. Me parecía incongruente que se empleara como «mozo» si evidentemente tenía aptitudes y rango académico para mucho más que eso.

Su humor también era muy ingenioso. Dominaba la ironía con maestría y muchas veces sus bromas pasaban desapercibidas por aquellos cuyo humor se limitaba al albur. Podía ser muy bobo e inteligente a la vez. Este tipo era como una versión mía de una dimensión alterna... o quizá yo era una versión negativa suya.

Fuera de eso no tengo anécdotas rescatables de mis días ahí.

Un día estaba mi padre en la sala. Cuando yo entré a la cocina, había una caja justo sobre los platitos de comida de mi gato. La moví y regresé a mi cuarto. Al regresar a la cocina, la caja estaba nuevamente sobre los recipientes. La aventé de tal modo que quedó en medio de la sala. Entonces mi padre se alteró. «¿Qué te pasa, pendejo?», me dijo. Me acerqué a él y lo observé. Siguió despotricando pero no se levantó del sillón, que era lo que esperaba que hiciera. «No te alteres, te va a dar un infarto», le respondí y me fui a mi cuarto. Ya estando yo en mi cama se atrevió a levantarse y desde la sala me dijo, «¡¿Qué te envalentona, qué te envalentona?!». Le respondí que yo mismo. «¡Chinga tu madre!», me increpó. «¡Así de pequeño eres!» me dijo finalmente mientras hacía el ademán correspondiente a su declaración. Yo lo observé y reí. Mi hermano mantuvo su distancia y guardó silencio.

Diez minutos después llegaron sus sobrinos y entonces entendí el repentino «valor» de mi padre. Él sabía que sus sobrinos irían a visitarlo. El nimio incidente de la caja sobre los recipientes era una mera provocación; pretendía iniciar un pleito conmigo y se arriesgó pensando que yo lo agarraría a golpes. Su intención era que eso coincidiera con la llegada de sus sobrinos que entrarían a defenderlo y así entre los cuatro me derribarían. Él asumiría su rol de hombre íntegro e indefenso y yo quedaría como un muchacho conflictivo e iracundo que le levanta la mano a su respetable padre.

Su plan no resultó porque no consideró algo esencial: las personas cambian. Incluso yo. Aunque años atrás me había dejado llevar por las emociones y lo embestí con el «bate» de madera, ya había madurado un poco y tenía más control sobre mis emociones. Le habría encantado cumplir su enfermiza fantasía de golpearme entre todos pero en cambio resultó humillado y minimizado. Mi indiferencia le habrá herido más que cualquier puñetazo que le hubiese propinado. Al ver que sus técnicas de coerción ya no eran efectivas como antes se habrá sentido consternado. Por otro lado me pareció asqueroso el grado a qué estaba dispuesto a llegar en la manipulación de su hijo y sobrinos. Para él no eran familia sino peones o aliados a los que podía controlar en una guerra personal contra el «supresor». Otra cosa que también me frenó fue mi superioridad física. Evidentemente se encontraba en desventaja y por primera vez sentí lástima por él. He ahí un hombre que a los ojos de los demás parecía inteligente y aplomado, y que sin embargo era un hombre manipulador e inseguro que enmascaraba muy bien sus vicios y debilidades.

En la pastelería el dueño comenzó a quejarse de que los mozos no hacíamos bien nuestro trabajo. Y tenía razón. Algunos eran unos verdaderos holgazanes. Se acercaba la temporada navideña y la carga de trabajo aumentaba. En ese periodo la apatía de algunos compañeros se resintió un poco más pues era cuando más esfuerzo debíamos poner en compensación por su holgazanería. Para empeorar las cosas el encargado, presionado por el dueño, nos presionó a nosotros duplicando nuestra jornada.

Comenzamos a entrar a las 6 AM y salíamos a las 10 PM. Este horario me comenzó a agotar física y mentalmente. No era mi intención renunciar pero una mañana simplemente fui incapaz de levantarme de la cama debido al agotamiento. Además el día anterior nos habían entregado unos horribles uniformes que estábamos obligados a usar. Fue más mi resistencia a usar ese condenado conjunto azul que el cansancio lo que me motivó a abandonar el empleo. Aunque me hubiera gustado ver a Raúl usando ese horripilante uniforme, solo para reírme un poco de él y ver cómo tomaría semejante afrenta a su estilo y personalidad. No me quedó más que imaginarlo pues no volví a saber de él ni de los otros.

No recuerdo la fecha de mi último día de trabajo pero fue poco después del 6 de Enero, Día de Reyes. Aproveché los primeros días para descansar sin preocuparme por lo que haría posteriormente. Pero poco a poco me sumiría en un profundo estado de apatía y derrotismo. Dicho estado definiría el año 2006, uno de los más brutales para mi cuerpo y conciencia, pues reforzaría todos mis complejos e ideas arraigadas de las cuales había logrado liberarme parcialmente el año anterior. 2006 fue una sádica y enfermiza réplica de 2004. Al compararlos 2006 fue más brutal que 2004, sin embargo este último me afectó más, quizá porque por vez primera me enfrentaba a situaciones límite. 2006 fue algo así como la prueba definitiva, en la cual debía aplicar lo asimilado en 2004.

Mi mente funcionaba de un modo desfavorable. Le daba más fuerza a los eventos negativos que a mi capacidad de generar cosas positivas. Me parecía más sólida la decadencia que la creatividad ya que había visto cómo los frutos del esfuerzo pueden desbaratarse en un instante. En cambio lo destruido permanece o tiene más estabilidad. Por eso me castigué padeciendo lo más posible y llegué al límite de mi resistencia. No fue solo 2006 sino gran parte de 2007. Dos años del más estricto régimen físico y psíquico. Prácticamente mi vida se convirtió en un campo de concentración, con la diferencia de que no había alambrada. Las demás condiciones (encierro, falta de alimento, violencia psicológica) eran muy similares.

Esos dos años eché mano de toda mi «espiritualidad». No tenía con qué más defenderme así que me apegué a todos los principios y métodos esotéricos y filosóficos a mi alcance. En esa época tenía mucho interés en doctrinas relacionadas con la «evolución interior» las cuales fueron mi principal soporte. Mi técnica favorita y que me ayudó mucho fue una que inducía un estado de «objetividad». La leí en un libro de Krishnamurti. Consistía en observar la realidad circundante sin juicio, condenación o rechazo. Por supuesto no me liberaba completamente de los padecimientos pero les restaba mucho poder, al menos temporalmente. No era más que una fuga, pero no tenía muchas opciones así que me era necesaria.

Otra técnica era la meditación. Lo hacía de forma sostenida durante varias horas cada día. No logro medir hasta qué punto me benefició o perjudicó. Pero realmente mis alternativas eran pocas así que fue uno de mis principales paliativos. Prácticamente viví dos años meditando. Llegué al punto de enfrentar el hambre con pura meditación. El hambre no solo corroe los intestinos sino las conexiones neuronales. Volví a experimentar dificultades para concentrarme y era presa de una ansiedad constante debida a la falta de alimento. Así que debía neutralizar esos fenómenos de algún modo. No tenía más recursos que los internos así que me volví un fanático de la meditación. Pero rara vez alcancé un estado de paz. De hecho experimentaba fuertes episodios de rabia y frustración.

Por último recurrí a llevar un diario en el que no escribía mucho de mis adversidades sino de su efecto en mi mundo emocional. Un diario que actualmente considero tramposo pues no tuve el valor de reseñar situaciones concretas, como hago ahora. También escribía sobre mis meditaciones. Es un diario carente de referencias cotidianas, por lo tanto incomprensible. Sin embargo fue otro modo de ayudarme.

Mi principal fuente de angustia era alimentar a mi gato. Me sorprende de dónde obtuve el dinero para alimentarlo durante dos años sin ingreso económico alguno. Me convertí en un mendigo, extrayendo todo el dinero que pude de debajo de los muebles, mi ropa, mis cajones, etc. Pero debía ser paciente y esperar a encontrarme solo en la casa para explorarla a gusto. Vendí todas mis revistas y cómics en un puesto que las compraba usadas. Vendí mis pocos objetos electrónicos y conservé sólo el móvil. Realizar estas ventas me causaba profunda vergüenza. Me daba mucha pena que las personas a quienes se las vendía descubrieran mi deplorable situación. Se me revolvía el estómago ante la sola idea de salir y vender mis cosas por muy poco.

La poca comida a la que tenía acceso eran las sobras de mi padre y hermano. En este aspecto me convertí en un auténtico ladrón. Debía esperar a que ambos fueran al cuarto de mi padre a ver televisión. Entonces yo me dirigía a la cocina supuestamente a tomar agua, pero aprovechaba para revisar las ollas en busca de un último trozo de carne o pollo que hubiera sobrado. Muchas veces esas sobras las tiraban a la basura pero ya no me importaba recuperarlas del bote y engullirlas. El efecto de una raquítica pierna de pollo en el estómago es casi mágico. El cerebro libera endorfinas y los nervios se relajan un poco. Se recupera algo de lucidez y hasta de esperanza. Pero la certeza de la esclavitud nunca se disuelve. Me sentía un esclavo permanente de mis circunstancias. Y debilitado como estaba y sin recursos realmente me era difícil cambiarla.

viernes, 16 de noviembre de 2012

No desistir.

Todo parecía ir bien. Pero la vida de personas como yo las cosas jamás marchan positivamente. A veces toman un aspecto favorable pero esto es solo una ilusión temporal. Por eso debe uno permanecer escéptico. Eso nos salva de la decepción producto de los contrarios que tarde o temprano aparecen. Hay qué resguardarse de la vida y crear un mundo aparte, con el mínimo de conexiones con el exterior.

Se me habían asignado nuevas tareas en el restaurante. Ya no era un simple lavaplatos. También ayudaba en la preparación del menú y los platillos. Me agradaba aprender pero también me sentía presionado por adquirir conocimientos con facilidad y porque mi torpeza natural me impedía «montar» los platillos con precisión y rapidez. Excepto cuando la clientela es poca, no existen tiempos muertos en la cocina; siempre hay algo qué hacer o aprender. No puede uno rezagarse o decir «me limitaré a hacer solo esto». No. Hay qué avanzar, aspirar a más. Pero aunque en mi mente existía la idea del progreso y supuestamente era mi objetivo, en realidad era vaga y no creía en ella. Como cuando uno se pone a hablar de las miles de cosas que le gustaría hacer, pero en el fondo se sabe que jamás las realizará. Así que no le temía al llamado «éxito». Ni siquiera creía en él. Pero tampoco podía abandonarme del todo.

En casa la tensión había aumentado por las hostilidades de mi padre. No eran cosas graves pero molestaban. Él sabía cómo fastidiar de modo que sus actos fuesen los suficientemente efectivos pero a la vez no se notaran. Además usaba a mi hermano como una especie de perro guardián. No es que mi hermano fuera un absoluto títere carente de la mínima voluntad. Pero mi padre había estrechado a mi hermano para garantizar su apoyo y protección. Así, si acaso yo fuera directo contra él, mi hermano interferiría, propiciando una confrontación entre ambos. Yo no tocaría a mi hermano debido a su discapacidad, y si llegara a hacerlo entonces yo quedaría como el perpetrador o el agresor y él conservaría su imagen de hombre íntegro. En su momento no calculé su plan como lo hago ahora, y aún actualmente no soy capaz de verlo en su totalidad. La mente de un psicópata carece de topes morales, lo que le permite ir más allá en sus elucubraciones y en el caso de mi padre, no tenía empacho en utilizar a su hijo minusválido para su beneficio y si era necesario, hasta sacrificarlo. Entonces pensaba que mi hermano era consciente de lo que hacía. La verdad era que mi padre lo manipulaba y a ello se debieron muchas de las cosas que hizo.

Ahora entiendo las extensas y misteriosas conversaciones que mi padre sostenía con mi hermano. Mi padre debía «trabajarlo» psicológicamente, moldear su conducta, lavarle el cerebro. De ahí que mi hermano incurriera en comportamientos que no eran propios de él. Mi padre lo estaba «entrenando» en el «arte» de la invalidación que aprendió en Cienciología. Las hostilidades consistían principalmente en el daño o pérdida de mis objetos personales. No podía acusarles de esto pues evidentemente lo negarían. Las primeras veces intenté hacer como que no me afectaba pero poco a poco esa situación comenzó a irritarme. Estaba acorralado entre asumir una actitud pasiva o agresiva y el instinto de defensa me orilló a lo segundo. Así que comencé a hacer lo mismo. Había entrado en el juego de mi padre. Posiblemente yo saldría perdiendo, pero preferí demostrarle que, siempre que se metiera conmigo enfrentaría las consecuencias. Sentí haberme traicionado a mí mismo pero a la vez me serviría como entrenamiento. Lo que enfrentaba en casa era un enorme infantilismo comparado con los conflictos que ocurren en el mundo de fuera.

Esas hostilidades tenían qué ver con los detalles. Por un tiempo solía preparar Hot Cakes para cenar. Una noche no encontré las aspas de la batidora. Batí la mezcla a mano; no tuve problema con ello. Pero ya sentía la rabia por lidiar con eso y mientras cenaba pensaba si pasarlo por alto o «devolver el golpe». Al día siguiente tomé la plancha de mi padre y la deposité en la bolsa de basura, la cual entregué después al hombre que se dedica a recogerla. A la mañana siguiente, cuando mi padre quiso planchar una camisa y no encontró su plancha, se puso furioso. Entró a la cocina y comenzó a romper un plato tras otro. Yo me puse nervioso. Esperaba que se dirigiera a mi cuarto y me enfrentara.

Pero no lo hizo. Ni siquiera se atrevió a decirme nada, ni a mirarme. Se fue furioso y frustrado. El juego que él mismo había iniciado y el cual disfrutaba, se volvió en su contra. En ese momento cuestioné el «valor» de mi padre. Él siempre alardeaba de tener carácter y determinación, mas todos sus actos denotaban cobardía. Me di cuenta que no era capaz de enfrentar las cosas por sí mismo. Siempre tendía a protegerse ya fuera detrás de su hermana y sobrinos o detrás de mi hermano. Se servía de los demás para ocultarse tras ellos para poder atacar y hacerse la víctima al mismo tiempo.

Otro tipo de hostilidad era la invasión del espacio. Cuando intentaba ir a la cocina por un vaso de agua, mi hermano se levantaba antes. Cuando quería entrar al baño, mi padre o hermano se adelantaban. Trataban de limitar mi movimiento en la casa. Era algo ridículo, pero según las estrategias de Cienciología todo vale para destronar al enemigo. Otras pequeñas y sutiles agresiones consistían en fumar empecinadamente, cigarro tras otro, justo cuando yo realizaba mi rutina de ejercicios. Dejar la televisión prendida con el volumen demasiado alto justo cuando me preparaba para dormir.

Luego supe que mi hermano me difamaba con sus amigos. Les decía que yo no contribuía en nada para la casa y que era un aprovechado. La mente de mi hermano era muy transparente y yo sabía detectar qué actos se desprendían de su propia iniciativa y qué otros de la manipulación de mi padre. Una vez mi hermano de la nada comenzó a contarme un extraño incidente con un «amigo». Supuestamente, un amigo les confió a todos la tristeza por la que atravesaba debido a su carroñero hermano. El amigo lloró frente a todos a lo cual le consolaron y le brindaron palabras de apoyo. Evidentemente mi hermano estaba hablando de nosotros en tercera persona (algo aprendido de mi padre): él era el amigo sufrido y yo su rapaz hermano. Le respondí que era vergonzoso el comportamiento de su «amigo» que en vez de enfocarse en una solución iba a lloriquear con los demás para hacerse la víctima. No me respondió nada.

En efecto, yo no aportaba nada a la casa. No contribuía en nada que pudiera beneficiarlos a ellos y con justa razón. Habría sido el colmo del patetismo ser solícito con quienes son hostiles.

Todo ese tipo de hostilidades resultaban una nimiedad si se les aborda una por una. Pero en conjunto resultaban un lastre y me impedían una vida relajada no solo en casa sino fuera de ella, porque sabía que al regresar encontraría alteraciones negativas en mi entorno personal. Esa idea añadía una tensión extra durante mi horario de trabajo. Por cierto, jamás hablé con nadie de los problemas que por años enfrenté en casa. Ni siquiera dejé entrever mis pequeñas pero fastidiosas adversidades. Mucho menos le confié a nadie mis grandes infortunios: la timidez, el pánico, el hambre, la desesperanza, la insensibilidad. En un libro encontré una dura línea: «Cada quien tiene sus propios problemas y cada quien debe enfrentarlos por sí mismo». Martillaba mi psique con esa frase, forzándome a seguirla de modo inflexible.

Algunos meses después renuncié al restaurante. A la fecha las causas de mi decisión no me quedan del todo claras. La causa principal fue mi falta de confianza. No me sentía capaz de cubrir las expectativas que se esperaban de mí. Ya era cocinero pero aún me tardaba en «sacar el servicio» y me faltaba mucho por aprender. Me faltó valor para seguir adelante. Pero no me sentí tan mal al abandonar porque en mi lugar había quedado un muchacho muy capaz. A pesar de ello, al despedirme «a la francesa» me privé de la oportunidad de regresar. Si me hubiera despedido correctamente me habrían aceptado de nuevo, pero de todos modos era una operación sin sentido, pues volvería a encontrarme en la misma situación que anteriormente me hizo renunciar y reaccionaría exactamente igual ante ella.

Sin embargo, creo que mi derrotismo también fue alimentado por los ataques sostenidos en casa. Eso debió minar inconscientemente mi confianza. No me atrevo a acusar por completo a mi padre pues ya venía arrastrando un cúmulo de complejos. Pero sí le atribuyo algo de culpa. En ese sentido, él ganó porque su perjuicio sutil e invisible tuvo el efecto deseado. A raíz de esto desarrollé un “«tic». Cada vez que escuchaba llegar a mi hermano o mi padre abrir la puerta de la casa o la otra habitación, se me aceleraba el pulso. Había desarrollado una reacción de defensa ante esos estímulos.

Me tomó dos meses reunir nuevamente algo de confianza para encontrar trabajo otra vez. Meses que por cierto, fueron unas dignas vacaciones. A diferencia de mis pasados periodos de inactividad, ese periodo lo pasé muy bien pues me sostuve con lo ganado en el restaurante. Me reencontré con mi viejo amigo y esas caminatas que antes eran tortuosas por el hambre se convirtieron en apacibles paseos.

Después de ese tiempo entré a trabajar en una pastelería como empleado de limpieza. Un trabajo nada estimulante que sin embargo estaba bien pagado. El ambiente laboral era completamente distinto. Más frío. Los empleados trasminaban la constante presión a que se veían sometidos todos los días. Por fortuna mis tareas eran sencillas y no implicaban mucha responsabilidad, pero por lo mismo me sentía un poco hueco. Extrañaba mi restaurante y pero no podía volver ahí.

Me había vuelto en apariencia más desenvuelto y confiado. Pero en el fondo seguía siendo el mismo individuo inseguro y temeroso. La situación se volvía a repetir. Las hostilidades en casa volvieron a su intensidad normal. Y como en mis días en el restaurante, experimentaba la misma tensión sutilmente desgastante debido a ello. Pero continué.

El trabajo en sí no exigía mucho, y los compañeros resultaron buenas personas. Sin embargo ahí ya había más elementos de alianzas e intrigas. Los jefes o encargados tenían a sus empleados favoritos a los cuales presionaban menos. En cambio los «mozos» éramos tratados con despotismo.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Viejo principiante.

Estaba sumamente nervioso y el pánico aumentaba mientras me acercaba al local. Pero una vez que me dirigí al gerente y lo saludé gran parte de la tensión se disipó. Hasta me permitió prepararme un café antes de que me realizaran la entrevista, la cual no fue nada complicada. Todo fue más sencillo de lo que imaginé.

Entrar a trabajar fue mi regalo de cumpleaños. Cumplí 26 años al segundo día de estar ahí. Lo celebré disfrutando mi satisfacción en silencio. Lavando platos, tratando de adaptarme lo más posible al ambiente laboral y conociendo a las personas, tratando de adivinar su naturaleza.

De todos modos me sentía muy desubicado. Hacía 30 minutos me encontraba en casa y luego estaba tomando un café caliente en un restaurante esperando ser entrevistado. Una impresión similar a la primera vez que uno entra en una piscina y siente poco control sobre sus propios movimientos. De hecho el primer día estuvo un poco pesado. Pero yo estaba mentalizado a cualquier tarea que se me encomendara e hice las cosas lo mejor posible. Al día siguiente muchos se sorprendieron de verme; habían dado por hecho que no regresaría. Hasta el gerente exclamó con asombro «¡Vaya, sí regresó!». Les causé buena impresión porque no fui uno de tantos empleados fugaces y demostré que no me asustaba el trabajo duro.

El tratar con otras personas era un estímulo casi olvidado. Las personas en general me parecían entes distantes. Ser aislado como una pieza aparte me hizo olvidar que ellos también eran humanos. Tenían defectos, cualidades, vulnerabilidades, inquietudes. No eran entes insensibles pero el distanciamiento me había hecho verlos como tales.

La mayoría de las observaciones de mi amigo resultaron ciertas. El ambiente laboral en el restaurante era bueno y los empleados amables, desenvueltos. Muchos de ellos eran jóvenes, otros de mi edad. Hacía tiempo no convivía con un grupo de contemporáneos. Pero esto no me causaba alegría pues por dentro estaba en coma. Todos los Viernes asistía un grupo a tocar covers de los 60s. Eso animaba mucho el ambiente. Nunca había visto a una banda tocar y me pareció una experiencia interesante aunque se tratara de un grupo que solo tocaba canciones de otros. Ese restaurante tenía su magia, o al menos así me pareció por un tiempo.

Éramos cinco en la cocina: dos cheffs, dos cocineras y yo. Los cuatro eran buenas personas. Los primeros días no platiqué mucho con ellos. Hablábamos más que nada sobre mis funciones y cómo debería hacer las cosas. De repente me hacían una que otra pregunta personal para romper el hielo, lo cual me hizo sentir bien pues denotaba interés por mí. Hacía tiempo nadie me preguntaba sobre aspectos de mi vida. Me había acostumbrado a ser invisible. Si bien reencontrarme con mi viejo amigo de escuela me devolvió algo de identidad, no me sentía del todo validado. En cambio en el restaurante comencé a sentirme parte de algo. Era miembro de un equipo de trabajo.

Me era difícil tener iniciativa para ofrecerme y ayudar en alguna otra cosa. A veces me cohibía ante el tener qué realizar una simple pregunta. La inseguridad entorpece toda experiencia, incluso la de aprender. Me limitaba a lavar platos porque esa era mi función pero poco a poco fui mostrando interés por aprender a realizar los platillos.

Me tomaría tiempo adaptarme pero la cordialidad de los compañeros de trabajo me facilitaría mucho las cosas. Aún así nunca pude integrarme completamente. Sin embargo era un buen trabajo y gracias a él comencé a prosperar más que en otras épocas. El trabajo era sencillo pero un poco pesado. Sin embargo no me importaba ya que me sentía a gusto. Con el tiempo fui cobrando soltura, no solo en la ejecución de mis tareas sino en la convivencia con mis compañeros. Pero siempre me precedió un halo de reserva con el cual nunca pude romper. Aún así les caí bien y yo comenzaba a sentirme parte del equipo. Estaba volviendo a ser una persona.

Poco más de un mes después ya era como «pez en el agua». Ya me sentía familiarizado con todo el restaurante y los demás se habían familiarizado conmigo. Puedo jactarme de que nunca, en ningún trabajo, he sido conflictivo y por lo general nadie ha tenido problemas conmigo.

Recuerdo cuando el parrillero, hermano del cheff, irrumpió en la cocina. Se mostraba muy serio, parecía molesto. Muy joven, casi 7 años menor que yo pero muy alto. Al principio supuse que sería alguien difícil de tratar. Me sorprendió que resultó ser el más extrovertido y bromista. Me di cuenta que no soy el único que usaba máscaras.

También era divertido platicar con el panadero, que gustaba de alburearnos a todos. Las horas de comida resultaban entretenidas debido a los duelos de albures entre él y el parrillero. Ocasionalmente me albureaba a mí pero no le seguía el juego. Hubiese sido humillante intentar enfrentarlo.

Hice buena amistad con todos. Debí permanecer más tiempo en ese lugar pero los complejos nunca me dejaron en paz. Muchas veces la timidez me impedía realizar ciertas cosas que me hubiese gustado hacer. Era exasperante. Por fin me sucedía algo bueno pero de repente atentaba contra ello.

Recuerdo la primera vez que me pagaron. No fue mucho pues comencé a trabajar a mediados de semana pero la ganancia económica si bien me produjo cierta satisfacción, esta no fue intensa. Las impresiones tardaban en llegar a mi cerebro y por ende no reaccionaba a ellas como debería. Cuando recibí el dinero y lo guardé en mi bolsillo se me hacía como increíble. Así somos los pobres diablos que vivimos en extrema austeridad. La mínima ganancia nos produce gran impresión o por el contrario nos parece irreal. Nos volvemos escépticos de todo lo bueno porque lo malo se ha vuelto costumbre, la norma invariable. No es culpa nuestra. Simplemente así nos forjaron los infortunios y nuestros propios complejos.

Lo mejor fue la comida. Y como en el empleo anterior, también me enfermé del estómago por falta de costumbre. Pero gracias a esas comidas pude recuperarme y obtuve de ellas energía que hacía meses no sentía. Me pareció curioso que algunos empleados se quejaran de la comida. Para mí era como un regalo de los dioses. En solo un mes me recuperé. No adquirí el aspecto de años atrás pero ya no me veía delgado. Desde que volví a comer bien retomé mi rutina de ejercicios y recobré gran parte de mi peso. Esto me hizo sentir mucho mejor. Quizá sea algo superfluo pero mi aspecto demacrado siempre me preocupó.

Me permití algo que no hacía tiempo atrás. Valorar no solo la personalidad de las compañeras sino su apariencia. No era que tuviese intención de pretender a alguna de ellas. ¡Para nada! Pero las nuevas influencias que llegaban a mi cerebro echaron a andar viejos engranajes y tuve el atrevimiento de evaluar cuál me parecía guapa y cuál no.

No es que todos los hombres seamos morbosos. Pero no importa cuán suprimida se encuentre la personalidad, aún permanecen ciertos mecanismos inherentes. A veces es inevitable que una mujer me parezca hermosa. No es que yo sea un fisgón. Es algo que obedece al instinto de supervivencia. La capacidad de sentir atracción se encuentra en los genes y es difícil ir en contra de eso. Y lo es aún más ante la presencia inmediata y constante del sexo opuesto. Aunque uno nunca se atreva siquiera a dirigirle la palabra, algo de eso se activa en el cerebro.

Algunas amigas comenzaron a comportarse cariñosas conmigo. Nunca supe si solo era su forma de demostrar su aprecio o si acaso esperaban algo más de mi parte. Mi juventud vacía de experiencias carecía de referentes sobre qué significaba cada incidente y no sabía cómo interpretarlos de forma correcta. La mayoría de las veces no detectaba si una mujer se sentía atraída por mí. Y aunque lo supiera, no sería capaz de hacer algo al respecto. Me sentía insuficiente y daba por hecho que no tenía nada qué ofrecer.

Había una mesera cuyo nombre no recuerdo ya. Creo que se llamaba Carolina. Era muy guapa. Jamás la pretendí ni entablé amistad con ella. Estaba comprometida pero aún así, algunas veces se me insinuó. Pero no noté sus insinuaciones en su momento. Sin embargo, no pude evitar sentir cierta emoción ante sus acercamientos. Ahora que hago ejercicio de memoria, era muy «aventada» conmigo y todos se dieron cuenta de inmediato, excepto yo. Como siempre. Aún así no habría intentado nada con ella.

Hubo detalles que me recordaban mi posición inferior. Una vez fuimos a la pizzería donde trabajaba mi amigo, ya que se encontraba cerca. Por fortuna ese día mi amigo descansó, y así nos evitamos un momento incómodo. El gerente llevó a su esposa quien le preguntó refiriéndose a mí, «¿él qué hace?». Respondió «es el lavaloza» con cierto dejo de menosprecio. Ese tipo de sutiles humillaciones jamás me han motivado a superarme. Me parece un síntoma de debilidad el afán de superación que se desprende de los comentarios desfavorables. Depender de lo que se diga uno denota una mente fácil de influenciar y manipular. Y aunque las críticas no me son indiferentes tampoco me dejo llevar por ellas.

Conforme avanzaban los meses fui notando que había diferencias entre algunos empleados. Otros no se encontraban del todo a gusto ya fuera por la paga que consideraban injusta o por algún otro factor. La carga de trabajo era pesada y mientras estuve ahí vi al menos veinte personas que se presentaban a trabajar solo un día o dos. No regresaban siquiera a dar las gracias; simplemente se iban.

Me molesta cuando alguien me tilda de «parásito». Si he tenido dificultades para integrarme a la vida productiva ha sido por mis malas experiencias y por mi cortedad innata. El trabajo duro no me asusta y rara vez me emito queja sobre mis condiciones laborales. Si algo en un trabajo no me gusta y no puedo cambiarlo, me ajusto a ello o lo abandono. Nunca hablo mal de nadie ni durante ni después de alguna experiencia laboral desafortunada.

Como empecé a operar pequeños cambios en mi vida, mi padre y hermano comenzaron con sus hostilidades. Les molestaba verme mejorar. A veces pienso que se sentían rebasados y por eso trataban de impedir cualquier avance de mi parte. Sin embargo traté de continuar. 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Explorador.

No recuerdo a detalle cómo sucedieron las cosas en 2005 pero definitivamente las cosas mejoraron. Me reencontré con un amigo de la secundaria y la preparatoria. Me dio gusto volver a verlo. Fue uno de los pocos amigos que tuve entonces y recapitulamos con calma esos días que también fueron difíciles para él.

En esos días también él buscaba trabajo así que decidimos «unir esfuerzos» pero infortunadamente en ciertas circunstancias mi amigo resultaba tan o quizá más cohibido que yo. Ocurría muy seguido que mi amigo encontrara alguna vacante de su interés y posibilidades, pero su inseguridad le frenaba y pasaba de largo. Curiosamente, muchas veces era yo quien solicitaba información por él. Esa práctica me fue otorgando cierta confianza y me ayudó a disimular mi timidez. «Pensé que te ponía nervioso preguntar», me llegaba a decir mi temeroso amigo. El indagar por él me daba cierto distanciamiento psicológico, lo que me facilitaba dirigirme a un desconocido.

Sin embargo él tenía más experiencia de vida. Con las mujeres no era nada tímido y de hecho las acosaba en la calle, práctica que siempre me pareció detestable.

Iba a buscarme a casa regularmente para buscar empleo. La verdad es que muchas de esas veces solo salíamos a despejar la mente un poco. Es decir, tan solo vagábamos por ahí, con intención de encontrar casualmente una vacante instalándonos inconscientemente en una zona de confort.

Fue en esos días que comencé a familiarizarme con rumbos que nunca me había atrevido a inspeccionar por mi cuenta. Al principio me sentía fuera de lugar y consideraba esos lugares como peligrosos pero con el tiempo me sentiría mejor por esos territorios que en los alrededores de mi casa. Recorríamos esas calles casi todos los días y llegué a sentir un poco de pena ante la idea de que los habitantes de esa zona se percataran de nuestra presencia y falta de propósito en la vida. A veces parecíamos adolescentes yéndose «de pinta».

Pero no éramos adolescentes sino adultos arruinados. No teníamos trabajo ni un peso en el bolsillo. Yo sobrevivía a duras penas con algún dinero ahorrado y en casa me convertí en una especie de «ladrón». Ocasionalmente la familia de mi padre llevaba despensa para ayudarlo, que él nunca consumía por considerarla indigna. Él y mi hermano acostumbraban comer en un ostentoso restaurante cerca de la casa y despreciaban la despensa.

En mi necesidad tomaba a veces unas latas o me preparaba una pasta, no sin sentirme como un cínico atracador. Por una temporada sobreviví solo de sopas de fideo que apenas apaciguaban el hambre. Pero esta se incrementaba debido al consumo calórico producto de las largas caminatas con mi amigo. Comencé a padecer esos paseos precisamente por la mala alimentación. Tenía qué fingirme henchido a pesar de las ojeras que delataban mis continuas privaciones y antes de que cada quien partiera a su casa mi amigo se deleitaba adivinando lo que su madre había preparado para comer. Yo debía ir pensando en improvisar mi comida u omitirla ese día.


Esas salidas casi diarias me hicieron recuperar un poco de valor y muchas veces, cuando mi amigo no iba a buscarme salía por mi cuenta. En una de esas ocasiones encontré una vacante en una pizzería. No pensé en preguntar en ese momento. En cambio fui a buscar a mi amigo a su casa y le informé de la oportunidad.

Le entusiasmó y al poco rato regresamos pero no se atrevió a solicitar la vacante. Una vez más pedí datos por él, lo que le infundió valor. Ese mismo día se quedó a trabajar. Se le notaba nervioso pero al menos ya no debía preocuparse por el dinero, la comida o la presión en su casa. Había vuelto a ser una persona productiva y además estaba calificado para el trabajo pues tiempo atrás su padre había montado negocios similares.

Yo regresé a casa visualizando lo que había en la alacena. Ese día comería solo una pasta hervida con sal. No me atrevía a tocar el dinero que me quedaba pues decidí reservarlo para una verdadera emergencia. Mientras podría soportar días de consunción. Para entonces me había vuelto un poco masoquista; creo que mi mente desarrolló eso como defensa.

Mi amigo se avocó con empeño a su trabajo. Era algo que dominaba y además le gustaba. Varias veces lo vi desde mi ventana dirigirse a la pizzería. Yo bebía café echando una mirada al extraño mundo de fuera, el mundo al cual todos excepto yo podían integrarse. Durante esos días también me propuse buscar una oportunidad pero ya no las había en los alrededores y ya no tenía dinero para transportarme a zonas más lejanas. Esto me produjo demasiada frustración.

Pero aún así persistía. Algo que me inyectó voluntad fue una frase de un sobrino de mi padre. En una de sus visitas, ese primo estaba de «humor filosófico» y en una breve charla que tuvimos sobre la vida en general dijo «aún así te esté cargando la fregada, tienes qué echarle ganas». Creo que ni él mismo fue consciente de lo que dijo. Esa frase encerraba la clave de la resiliencia, algo que él, siendo un «junior», obviamente ignoraba. Él nunca se había puesto a prueba como yo, por lo tanto no era capaz de valorar su propia sentencia. A mí me ayudó mucho y la atesoré con otras líneas que me inspiraban resurgimiento.

Hay veces que la voluntad simplemente se agota. Pero uno continúa adelante por puro acto reflejo. Ya no hay energía, solo un andar mecánico. Es un esfuerzo extra que surge de la nada. Es agotar nuestro rendimiento al máximo, como extraerle a una batería un poder que ya no tiene. Se llega a un momento en que las leyes de la física y la lógica se rompen, y el cuerpo y la mente avanzan ya sin vida, de modo inexplicable, movidas por un último grano de voluntad. Como esas prolongadas caminatas en que dejaba de sentir las piernas pero estas seguían desplazándome.

Uno de esos días que exploraba zonas desconocidas vi un restaurante desde la otra calle. Era un local enorme y parecían estar solicitando personal. Al llegar a la esquina crucé y caminé de regreso para observar bien el cartel y echar un ojo al interior del establecimiento. A pesar de la zona en que se ubicaba era un buen restaurante. Estaban solicitando personal en todas las áreas. Me atreví a preguntar por el puesto de lavaloza ya que no sabía hacer otra cosa. Casi me invitaron a trabajar pero no llevaba mis papeles en ese momento. Prometí volver al día siguiente.

Mi amigo me sugirió repetidas ocasiones que, siempre que me fuera posible elegir, optara por trabajar en restaurantes. Decía que el trato ahí siempre era bueno, el ambiente laboral ameno (excepto cuando había muchos clientes, pues aumentaba la presión) y lo mejor era que daban de comer. Describía el trabajo en restaurante con la misma pasión que un niño describiría una fábrica de chocolates. Me infundió ánimos para buscar empleo en ese rubro y cuando tuve la oportunidad la tomé.

No podía creer el repentino giro que tomaba mi vida. Ese día me estaba muriendo de hambre. Al siguiente posiblemente estaría trabajando y con suerte me darían algo de comer. Aunque apenas atardecía, al llegar a casa preparé mis papeles, me di un baño, comí una insípida pasta y me fui a acostar, un poco nervioso y a la vez emocionado, mentalizándome para un nuevo trabajo. No tenía idea de cómo sería, cómo me iría, o si lo haría bien. Pero ya no tenía absolutamente nada qué perder.

Mi psique era un caos pero a la vez me sentía liberado, como si hubiese resucitado después de permanecer en la tumba por miles de años. Debía despejar un poco mi mente pero no podía evitar ensayar en la imaginación lo que haría al día siguiente. Mi experiencia en entrevistas era muy escasa e invariablemente me ponía nervioso. Además un restaurante obliga a la convivencia; no es un empleo en que uno pueda aislarse. Estaría expuesto todo el tiempo y además debía ser receptivo y abierto. Tenía menos de veinticuatro horas para configurar mi mente y prepararla para esos nuevos hábitos y estímulos.

Curiosamente al saber que existe una opción para mejorar las cosas, la mente las da por resueltas. Ya no me importunaba el hambre porque mi mente ya la consideraba saciada. Ya podía fantasear a mis anchas con generosas comidas porque dichas fantasías serían satisfechas pronto.

No tenía idea de cuánto duraría en ese trabajo. Quizá ni siquiera un día debido a mi pobre desempeño. Tal vez no resultaría tan idílico como lo había planteado mi amigo. O simplemente no resistiría el esfuerzo por mi debilidad física. Peor aún, tal vez ni siquiera superaría la entrevista. Pensando solo en esos factores me predisponía para lo que pudiera resultar mal. Ya no era capaz de calcular las cosas buenas como la posibilidad de hacer amigos o entablar un vínculo más cercano con alguien del sexo opuesto. De hecho esperaba no tener qué tratar con mujeres para no hacer el ridículo ante ellas ni ante los demás. Era muy ingenuo y alimentaba ilusiones de pasar desapercibido en un entorno que obliga al trabajo en equipo. Mis únicos referentes eran las anécdotas de mi amigo y mi fugaz experiencia en aquél restaurante. Había mucha diferencia porque el segundo local era realmente enorme (tenía cincuenta mesas) y el anterior era muy modesto.

No dormí del todo bien esa noche por pensar y repensar sobre la experiencia que se avecinaba. De continuo me entregaba a la idea de no presentarme o hacerlo otro día. Ya era muy usual tender al auto-boicot y en el fondo no estaba del todo convencido. Todavía a pocas horas de ir a solicitar ese empleo tenía mis dudas. Eso que llaman la zona de confort arraiga con fuerza en la mente aunque no tenga nada de confortable. Pero trataba de eludirla considerando las ventajas de integrarme nuevamente a la vida laboral. Tendría dinero en la bolsa y podría ahorrar para los días difíciles. Podría alimentar a mi gatito como se merecía. Yo comería todos los días y ya no tendría qué lidiar con la molesta sensación de hambre que corroe desde el esófago hasta la boca del estómago. Tendría baterías de sobra para mi pequeño radio. Esas eran las únicas ventajas que columbraba y con esas me era más que suficiente. Tanto se habían simplificado mis expectativas. 

martes, 13 de noviembre de 2012

Anábasis.

En fugaces visitas anteriores había ayudado un poco a mi tío con su negocio. Eran pequeñas tentativas en las cuales se hallaba implícita la invitación de trabajar formalmente con él. La verdad era estimulante un trabajo que requería el empleo de las capacidades innatas y que además dejaba un producto artístico. Y una gratificación extra se desprendía del reconocimiento por parte de terceros. Así que no era solo un medio de ganarse la vida; también aportábamos algo de valor al mundo.

Mi tío me propuso vivir con él para dedicarme de lleno a tan grata ocupación. Acepté aunque no fue fácil pues hube de dejar temporalmente mi casa, lo cual conllevaba ciertas complicaciones. Debí adoptar nuevos hábitos y hacer un poco a un lado mis preferencias personales para no resultar molesto. Y mi cortedad no me incomodaba solo a mí. Varias veces, ya fuera mi propio tío o alguno de mis primos, me impelía a tratar de abrirme un poco más, lo que de hecho aumentaba mi introversión.

Ante todo siempre me hicieron sentir bienvenido y no por obligación o consejo de mi tío sino por su buen corazón. Me sentí un poco mal porque también ellos debieron hacer ciertos ajustes en su estilo de vida. No es nada fácil tener una visita en casa y mucho menos si esta se vuelve más o menos permanente.

Fue una buena temporada. Más que un trabajo era una actividad creativa. Se dice que hay qué dedicarse a algo que nos agrade, así el trabajo resulta satisfactorio y hasta gozoso. Mi tío y un primo me integraron de inmediato. Me hizo sentir muy bien cuando me dijeron que yo era la pieza que les faltaba. Conformamos un buen equipo y lo mejor eran las pláticas que sosteníamos. Yo no participaba mucho pero sí opinaba algo de vez en vez. La convivencia sostenida y la vida familiar ya me parecían algo tan extraño... me sentía como un extraterrestre aprendiendo los modales humanos. Por otro lado no podía evitar extrañar mi casa y mi gato el cual mi hermano cuidó del mejor modo que pudo. Al menos no lo dejó morir.

Vivir con mi tío y su familia me hizo consciente de cuánto me había deshumanizado. Si bien estar en su casa era agradable, la vida en familia ya no penetraba en mi mente. Era como si hubiesen adoptado un animal salvaje. Aunque debido a la afinidad establecida por el cine, la lectura y el arte, la convivencia era buena, en otros aspectos era deficiente de mi parte. Estar en convivencia sostenida me desgastaba psicológicamente. Era un estado muy raro, como si de repente me quedara en blanco. No sabía cómo comportarme, ni seguir los temas de conversación que surgían en la hora de comida o en los ratos libres. Además extrañaba tener tiempo para mí, para mis reflexiones.

Algunas veces hubiera deseado no estar presente. Como aquella ocasión en que un primo, invitó a comer a su ex-novia por ser su cumpleaños. Después de la comida, mis tíos y mis otros dos primos salieron de compras, y yo me quedé en el cuarto jugando Playstation. Mi primo y su novia estaban en la sala conversando y del diálogo pasaron a otro tipo de «intercambio». Me sentí contrariado. ¿Debía cerrar la puerta del cuarto o debía salir de la casa para dejarlos solos? No pareció afectarles mucho mi presencia. Desde el cuarto los veía «jugar» en la sala y hubiese preferido no estar ahí. Seguramente si yo no hubiese hecho «mal tercio» la habrían pasado mejor. Pero en fin. No les importó mucho y por lo que vi llegaron bastante lejos. Fue extraño ver a mi primo y su novia en ese «mood». Lo que hacen las parejas me impresionaba mucho y me recordaba cuán lejos estaba de una experiencia similar.

Una vez estábamos en la sala mi otro primo y yo, platicando de cualquier cosa. De repente me dijo «eres el arrimado de la familia». En ese momento no me detuve a evaluar su comentario, estaba asomado por la ventana pensando en otras cosas. Me tomó el día entero para retomarlo y valorarlo. Tan simple comentario de mi primo, en apariencia al vuelo, revelaba un par de cosas. Que el concepto que tenían sobre mí era negativo y que mi estancia ya resultaba molesta. Lo dejé pasar y decidí permanecer un par de días más para darle las gracias a mi tío e inventar cualquier pretexto como huída. Pero no fue necesario. Dos días después de ese incidente, y poco antes de Navidad, un pariente de parte de mi tía falleció. Mi tío aprovechó para sugerirme regresar a casa.

Recuerdo un error que cometí al despedirme de mi tío. Cuando nos dimos la mano le dije «que se la pasen bien», refiriéndome a la Navidad que estaba cerca. Evidentemente no la pasarían bien pues se encontrarían en duelo por la muerte de aquel pariente. Carecía ya de tan poca «inteligencia social» que incurría en comentarios inapropiados. Afortunadamente no se lo tomó a mal y creo que yo fui el único que notó el desatino.

De regreso a casa me di cuenta cuánta tensión había acumulado. A pesar de que el ambiente en casa de mi tío era ameno y cálido, nunca me abandonó la sensación de no-pertenencia. De hecho se fue incrementando en los meses que estuve con ellos. Me sentí liberado, y aunque no tenía mucho dinero en el bolsillo, poco me importó. Sabía que enfrentaría nuevamente tiempos aciagos pero ya estaba acostumbrado a ello. Por otro lado, me alegraba mucho volver a ver a mi gatito. Me entristeció un poco que me desconoció al verme entrar. Pero al día siguiente ya estaba sobre mis piernas como usualmente. Y estando en mi cuarto volví a sentirme «en mi elemento».

Los libros fueron algo que extrañé mucho en mis días de «arrimado». En casa de mi tío había libros pero no tiempo de soledad para dedicarse a ellos. Mis tiempos libres consistieron en jugar mucho Playstation, ¡cantidades ingentes de Playstation! Nos desvelábamos jugando y creo que esa etapa me hizo aborrecer los vídeo-juegos un poco. No niego que disfrutaba esos extensos períodos de juego pero creo que en ellos se agotó mi afición.

Los días en casa de mi tío me aportaron mucho. Al menos ya tenía algo de lo cual conversar, y compartí algunas de esas experiencias con mi hermano, que era el interlocutor más inmediato. También me había provisto de memorias qué analizar y repasar en mis noches de soledad y silencio. Mi cerebro sufrió una modificación interesante. En casa de mi tío siempre estaba la radio encendida. Desde la mañana mi tía sintonizaba una estación musical como parte de su rutina previa al trabajo. Después mi tío o alguno de mis primos escuchaba otro tipo de música, de modo que me acostumbré al ruido. El silencio en mi casa ya no me sentaba bien y comencé a hacer lo mismo. Incluso a mi hermano le extrañó, pero resultó algo bueno de eso ya que él siempre disfrutó de la música en volumen alto y entonces podría ser partícipe de eso.

Mis preferencias musicales tendían a los 80s pero desde el año 2000 mi hermano comenzó a escuchar música gótica. La primera vez que escuché Lacrimosa fue como entrar en otra dimensión. Después trajo un CD de Nightwish, que tendía más al rock y no era tan denso. Poco a poco su colección de discos giraba en torno a grupos «oscuros» y ambos comenzamos a adentrarnos a ese estilo. Una afinidad más con mi hermano, quizá superflua, pero al menos nos unía un poco.

Sin embargo, seguía pensando en el comentario de mi primo. Me di cuenta que mi estancia en su casa, como mis recurrentes visitas a mis abuelos años atrás, me hacían ver como un parásito que solo buscaba sujetarse de seres vivos funcionales para subsistir. A partir de ello decidí no volver a importunar a nadie, y desde finales del 2004 no volví a visitar a mi tío, ni quedarme un solo día en un lugar ajeno. Cometí una excepción tres años después cuando fui a ver a un primo que se había lesionado un tendón jugando squash y me quedé con él una semana. Me la pasé bien e increíblemente resulté buena compañía. Debido a su inmovilidad permanecía la mayor parte del tiempo en su casa, algo insoportable para alguien acostumbrado a salir de fiesta religiosamente cada fin de semana. Yo estaba acostumbrado al encierro, así que al menos mi presencia introdujo una variación en el suyo.

La Navidad del 2004. Creo que fue la primera Navidad que pasé solo. Recibí una llamada... no recuerdo. Pero no estuvo mal. Fue como una noche cualquiera. Incluso me fui a dormir temprano. Lo malo fue que entonces solo contaba con un pequeño radio (no tenía televisión) y no había programas interesantes. Y aunque el estéreo de la sala aún funcionaba no me gustaba mucho usarlo porque mi padre pasaba por ahí y no soportaba su abyecta presencia.

El Año Nuevo lo pasé igual, escuchando algo de música y leyendo. De repente experimenté algo que hacía tiempo no atravesaba mi alma: nostalgia. Extrañaba a mi tío y su familia. Después de todo no era yo un ser tan muerto. Aún tenía la capacidad de encariñarme. O quizá solo fue la ola de emociones que inducen los medios en días festivos. El caso es que de pronto comencé a divagar en qué estarían haciendo o cómo la estarían pasando. Extrañaba también el trabajo en sí.

Otras cosas ocupaban mi mente mientras el mundo entero intercambiaba felicitaciones y abrazos por un año más. Nuevamente mis recursos eran escasos pero en vez de pensar en una alternativa para evitar que mi situación empeorara, me mentalizaba a padecer. Los diez meses del 2004 fueron la prueba definitiva. Mi retrospectiva sobre ellos me indicaba que no podía experimentar nada más agudo. Simplemente era imposible caer más bajo, a menos que me convirtiera en «homeless» y muriera de hambre. A pesar de mis repetidas reflexiones no lograba comprender cómo sobreviví. Podría haberlo considerado una hazaña que me devolviera la fe, pero pensar en ello solo me erizaba la piel al ver que la vida podía tornarse tan dura y amarga.

Así, entre mi soledad nostálgica y mis caprichosas reflexiones recibí el año 2005. 

lunes, 12 de noviembre de 2012

Arte sombrío.

Tres meses después de mi empleo en el restaurante encontré uno nuevo como empleado de limpieza en una panadería. Tan solo duré una semana y a la fecha nadie sabe que trabajé ahí, ni siquiera mis familiares. Tanto parientes como vecinos tienen una idea vaga sobre mi vida. Prácticamente me convertí en un desconocido para ellos. «¿Qué ha sido de ti?», me preguntaban mis otrora amigos. «¿Qué te pasó? Te has vuelto bien raro», me decían mis parientes. En ningún caso ofrecía una respuesta satisfactoria; prefería que hicieran sus propias conjeturas.

Ya no solo me ocultaba, también me avergonzaba mi vida. ¿Qué éxito o valiosa experiencia podía compartir? Aunque no estuviese encadenado por mis complejos tendría qué esconderme. Era un ser vacío, insuficiente. Mis únicas referencias eran mis meditaciones y libros. Eso no sirve en el mundo real. Las personas quieren que uno hable de cosas inmediatas y tangibles. Yo había vivido toda mi vida encerrado en mi habitación. Evitaba que las charlas incidentales cobraran un tono más personal por temor a «ser descubierto». Me había vuelto hipersensible a la crítica.

A mi hermano tampoco le iba muy bien en el café Internet. Recuerdo una noche que ambos estábamos de humor y nos pusimos a platicar. De pronto se quedó pensativo y dijo «Verás que pronto nos irá mejor». Yo asentí por inercia pero internamente recibí su declaración con escepticismo. También él tenía sus adversidades pero a pesar de ello tenía esperanza, algo que yo había perdido años atrás. Me conmovió ese gesto de mi hermano. Él aún creía de corazón que las cosas podían mejorar; él, que quizá tenía más en contra que yo.

Poco tiempo después mi tío Jesús montó un negocio propio y me invitó a trabajar con él. Aún dudo si lo hizo movido por la compasión o porque realmente consideraba que le sería útil. Pero mi tío Jesús es quien mejor me conoce y a pesar de mi distanciamiento estoy seguro que algo lograba entrever. Intuía que mi situación era mala, así que lo más probable es que su ofrecimiento a trabajar con él haya obedecido a la conmiseración. La familia entera (particularmente mis tíos) adoptó una actitud solícita hacia mí después del fallecimiento de mi madre. Comprendían mi desamparo pero también me consideraban (con acierto) inútil o fracasado, así que sus sentimientos hacía mí navegaban entre la compasión y el menosprecio.

Mis opciones no eran muchas y no pude negarme. De mi parte había compromiso mas no convicción, porque aceptar nuevamente su ayuda equivalía a un reconocimiento implícito de mi incompetencia. Pero era un buen trabajo que tenía relación con mi mayor inclinación: el arte.

Desde los cinco años de edad demostré visos de cierta habilidad en el dibujo. No abandoné los juegos infantiles pero mi afición al dibujo fue cobrando prioridad. Era notable no solo mi interés sino mis aptitudes. Mis primeros bosquejos ya mostraban una torpe expresividad y un cierto dinamismo. Resultaba peculiar que además era zurdo. Algunos disfrutaban verme dibujar y como entonces no era tan cohibido no me importaba que hubiera alguien observando mis trazos. Era más que un pasatiempo; amaba dibujar. Podía pasar horas esbozando un guerrero, un animal o un robot y con los años acumulé una cantidad importante de dibujos. Este tipo de arte marcó positivamente mi vida desde la infancia a entrada la adolescencia, y actualmente algunas personas me recuerdan por ese talento.

Es notable que nunca nadie, ni siquiera mi padre, intentó nulificarme en este aspecto. Incluso en la secundaria fui reconocido por mis compañeros y hasta por los «bullies». Fue una etapa muy curiosa porque enfrenté y disfruté la explotación de mi talento: me pagaban por un dibujo. De algún modo sentí que me traicionaba a mí o al arte en sí pero no era yo quien exigía retribución monetaria sino que ellos mismos me la ofrecían. Pero creo que abusé un poco y hasta llegué a envanecerme.

En los días de preparatoria decidí ocultar deliberadamente mi pasión por el arte. Nadie jamás supo de mi lado creativo. Para entonces ya buscaba pasar desapercibido y por ello no me permití hacer el mínimo alarde sobre lo que podía plasmar en una hoja de papel. Además, algo comenzó a ocurrirme. No sé si fue debido a los problemas que me oprimían aquellos días o el bajo estado anímico, pero me fui estancando en el desarrollo de mi estilo. Los tres años anteriores a eso afiné bastante mi técnica y ni siquiera pensaba en mejorar; simplemente lo daba por hecho. Pero algo dentro de mí ya no funcionaba bien y mis facultades artísticas también se vieron afectadas. De hecho, decrecieron y con el tiempo desaparecerían. Y con ellas el último rastro de mi esencia, lo poco de valioso que me restaba.

¿Acaso habrá sido solo un bello espejismo, esa capacidad de crear algo artístico de la nada? ¿Un don temporal que debía extinguirse ante la crudeza de la vida? Si bien persistía en no dejarlo morir, lo veía desvanecerse. En mi espíritu inundado de temores y angustias ya no había lugar para lo sublime; por ende su manifestación externa era cada vez más débil. Era extraño sentarme a la mesa con intención de dibujar y ver que nada surgía. Ya no había «magia» y eso comenzaba a frustrarme.

Tengo clara en la memoria mi ruptura definitiva con el dibujo. Era 1998. Había llegado a un hartazgo general. Estaba cansado de la situación en mi casa, de mi hundimiento, de la pérdida de mi único talento. Canalicé mi frustración hacia esto último. De repente no le vi utilidad alguna a sentarme en la mesa a «dibujar monitos». En mi cuarto hojeaba todos los dibujos acumulados desde mi infancia. ¿De qué me servían? No me dolió haberlos roto y arrojado a la basura. Me parecía el paso lógico: si mi vida era toda decadencia mi talento debía desaparecer en ella. Desde entonces no he vuelto a dibujar; no con esa inspiración que antes de eso precedía mis trazos.

A veces garabateo algo. Mi espíritu conserva reminiscencias de un don extinto. Como si recordara que una hoja en blanco está ahí para volcar un impulso creativo que alguna vez existió. Si actualmente alguien me pidiera que dibujase a «Superman» o a «Wolverine», el resultado sería aceptable, posiblemente mejor que el promedio. Pero lo haría sin interés y más como una carga que como un placer. Y quizá con cierta nostalgia o pena. Hace tres años intenté «resurgir» pero solo confirmé que ya no había inspiración y era imposible hacerla volver. Algo que terminó por socavar cualquier destreza que pude haber tenido fue precisamente, trabajar nuevamente con mi tío.

No se debió al trabajo en sí, sino a ciertos elementos indirectos que lo acompañaban. Dicho trabajo involucraba trato directo con muchos «artistas» del cómic. Personas que aspiraban a ser reconocidos ilustradores o escultores relacionados con el noveno arte. Este acercamiento a semejante comunidad era en apariencia una bendición. Conocería miles de personas con las cuales compartir una afición común. Formaría parte de una legión de entusiastas artistas enamorados de las historias y personajes en los tebeos. Me integraría a un noble colectivo que no solo coleccionaba novelas gráficas sino que pretendía crearlas.

Lo que encontré fue una despreciable horda de individuos vanidosos que solo se descalificaban unos a otros. Cuestionaban el talento de sus colegas y se vanagloriaban del propio. Nadie estaba exento de incurrir en este comportamiento, ni los novatos ni los veteranos. Nunca en mi vida había tragado tal cantidad de soberbia y petulancia. Lo peor es que ni siquiera poseían facultades notables ni originalidad. Todos pretendían ser el nuevo Frazetta, el nuevo Simon Bisley, el nuevo Boris Vallejo, el nuevo Alex Ross, etc. Pero no eran más que imitadores mediocres o en su defecto, faltos de talento.

Conformaban un sub-mundo de artistas que se sentían parte de la élite. Nunca le escuché a ninguno decir «me falta mejorar» o «tengo qué aprender más». Todos se sentían artistas consumados o pretendían serlo y no eran capaces de reconocer sus fallas, mucho menos de aceptar un consejo. Esto último significaba una afrenta imperdonable pues para cualquiera de ellos implicaba que su irreprochable talento era puesto en duda. No podría decir cuál de todos con los que traté era el más insufrible porque hasta en eso parecían competir.

Recuerdo la última vez que asistí a una convención de cómics que se celebraba regularmente. No tengo idea si aún se siga realizando ni me interesa saberlo. Pero aquella ocasión un amigo de mi tío participó con una escultura de dos personajes populares. Ganó el primer lugar y al bajar del escenario con su premio y reconocimiento ni siquiera nos saludó. El mismo individuo que varias ocasiones fue invitado en casa de mi tío para comer y conversar, ahora lo ignoraba.

En el micro-cosmos de las convenciones de cómics estos artistas se figuran exponer grandes obras de arte en el Louvre. Sin embargo, no son más que un puñado de artistas regulares. Aún así, se colocan por encima de los demás, que están obligados a reconocer su virtuosismo pero no tienen derecho de dirigirse a ellos.

Fue tal mi asco y desencanto que cualquier vestigio de convertirme en ilustrador terminó por desvanecerse. Preferí sepultar mi talento y conservar algo de integridad que intentar despertarlo y convertirme en un bodrio. Lamento haber decepcionado a mi tío, quien desde el principio me persuadió a dibujar y aprender cada vez más. Siempre me motivó, no a ejercitar una habilidad para ser reconocido por ella, sino a ser fiel a mi inspiración. Nunca me impuso la idea de ser ilustrador como un propósito obligatorio. Tan solo tanteaba la posibilidad. «Tú podrías ser ilustrador; si enviaras unos dibujos Marvel seguro te contratarían», me decía.

Pero definitivamente es él quien realmente tiene facultades. Yo he sido solo un aficionado. Dibujaba porque me nacía, porque algo dentro de mí impulsaba a hacerlo. Mi tío también tenía ese «feeling» y afortunadamente lo conserva. Esas sesiones de dibujo con mi tío eran exultantes; alimentaban el espíritu. Cada quien con un lapicero, una goma, unas hojas en blanco… y disfrutábamos dibujar por dibujar. No pensábamos en ser admirados o reconocidos por ello. Nos guiaba la inspiración pura y transmundana.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Infierno 2004.

Uno de los peores años de mi vida ha sido 2004, quizá porque nunca había padecido tanto. Mi situación no mejoraba. Por el contrario, cada vez era más apretada. A decir verdad a ninguno de los tres nos iba bien. Pero al menos mi padre y hermano se apoyaban mutuamente. Yo debía enfrentar mis problemas por mí mismo. Quizá «enfrentar» no sea el término correcto. Simplemente resistía.

Ocurre algo extraño con la mente cuando se le somete demasiado tiempo a una situación tensa. Una parte de ella sufre con agonía. Otra busca mantenerse «aparte»; se aísla e intenta establecer una última resistencia. No puedo evitar una simplona analogía con una escena de la película «Matrix Revolutions» en que las máquinas intentan penetrar hasta el corazón de Zion, el último baluarte de la humanidad. El ejército de máquinas persiste una y otra vez en consumir y dominar hasta el último rincón de la ciudad y los humanos la defienden entregando todo de sí.

Semejante lucha ocurre en la mente, solo que ésta no se defiende de máquinas sino de estímulos adversos.

Agoté todos mis ahorros poco a poco hasta llegar a un punto en que debí ahorrarme algunas comidas. A veces comía solo arroz o pasta. Por mucho tiempo llegué a alimentarme solo de lentejas pero no disipaban el hambre. Comencé a considerar mi cuerpo una especie de enemigo por torturarme con sus necesidades.

Lo que más debilita las defensas mentales es la falta de alimento. Cuando me encerraba en mi cuarto a leer no podía capturar el concepto de la primera línea. Es como sí el cerebro perdiera la capacidad de asimilar conceptos abstractos. Me era más fácil leer, por ejemplo, novelas o cuentos cortos que textos filosóficos. Estos últimos los reservaba para mis horas de mayor lucidez. Era como si el cerebro suspendiera su actividad intelectual por darle prioridad al mensaje que el cuerpo le enviaba: la necesidad de alimento. Así, mis ya de por sí agotados nervios recibían una embestida adicional. Y esa sensación es muy punzante. Genera mucha ansiedad. Los estímulos como luz o sonido se resienten con mayor intensidad. Debí reducir drásticamente mi rutina de ejercicios, limitándome a unas cuantas lagartijas o sentadillas al día.

Me sorprendió lo que pude llegar a resistir. A veces sentía ganas de llorar algunas pero líneas filosóficas eran mi sostén. «Aquello que no nos mata, nos fortalece» de Nietzsche, era la que más acudía a mi mente. Llegué a un punto en que me comenzaba a costar trabajo levantarme de la cama y la mayoría del tiempo la pasaba acostado con la cabeza bajo la almohada, fantaseando con una vida diferente; pero casi siempre pensaba en comida. Cuando mi cuerpo paliaba por sí mismo la terrible sensación de hambre aprovechaba para leer o escribir. Debía reservar mi energía restante para salir a buscar empleo a la mañana siguiente y me consolaba pensando que en cuanto encontrara algo mi situación cambiaría. No aspiraba a mucho, tan solo a lo suficiente para mi comida y la de mi gato. Ya ni siquiera pensaba en pequeños pero gratos placeres como ir al cine o comer un helado, esenciales para una salud mental plena. Mi prioridad era obtener solo el mínimo y me conformaba con eso.

Como fui bajando de peso recibí muchos comentarios por mi aspecto, que ya no era el de antes. A mí mismo no me gustaba verme al espejo porque eso aumentaba aún más mis complejos. Intentaba ser indiferente a mi semblante enjuto y trataba de convencerme que no me veía mal. Muchas veces optaba por no salir. Era tanta mi inseguridad que prefería quedarme en casa a ser visto. Ya tenía una tremenda fobia a cualquier tipo de interacción pues no soportaba ser observado ni evaluado. Mientras, mis recursos eran cada vez menos. Y en medio de esa situación debía fingir que «todo estaba bien». Llegué a un punto en que sentía haber tocado fondo y la vida era una pesadilla. Incluso esos momentos de aparente tranquilidad no los disfrutaba ya fuera por el hambre que me consumía o las sutiles agresiones de mi padre y hermano.

2004 marcó una línea divisoria en mi espíritu, un punto de «no retorno» a partir del cual la vida no volvería a ser la misma. Ya no sería placentera sino llena de infortunios. Su aspecto dulce y apacible ya no me parecía real sino un mito inaccesible. Yo era un individuo fragmentado que ya no podría reconstruirse. Y a pesar de ello debía seguir viviendo algo que ya no era vida sino un suplicio físico, moral y psicológico.

No puede haber mayor frustración que estrellarse continuamente contra la vida. Intentaba salir adelante una y otra vez y nada pasaba. Era como si mis acciones no tuvieran efecto alguno. A veces lograba reunir el valor para salir y al caminar entre las personas me sentía «desconectado». Me encontraba entre ellas pero no estaba ahí, en su dimensión. No participaba de su mundo. Cada día era una mala experiencia y un pánico intermitente me invadía ante la idea de vivir otro más, y otro, y otro.

No tiene sentido jugar un juego que no se puede ganar. Así, las ideas de suicidio aparecieron. Me regodeaba pensando en el método, en que éste debía ser práctico, me desharía previamente de mis cosas, etc. Pero no pasaron de ideas que se intensificaban en los momentos de mayor frustración.

A esas alturas ya me sentía del todo constreñido. Pero algo que me hacía continuar era la mera curiosidad masoquista de cuánto más resistiría. En un libro Krishnamurti aborda la cuestión del suicidio y dice que por muy mala que sea una situación habría qué seguir adelante, al menos para inquirir sobre ella; no hay más qué hacer cuando se ha perdido todo y quizá a partir de ello surja alguna solución. En lo personal, yo pensaba que al menos moriría con la satisfacción de haber aguantado hasta el final. Así mi epitafio sería medianamente decoroso: «Hice lo mejor que pude».

Otro factor que me mantuvo a flote fue mi gato, que era lo que más quería. Me preguntaba qué sería de él si yo no estuviera. No podía ser tan egoísta como para abandonarlo a su suerte. Era mi único compañero y el único ser vivo gracias al cual no podía jactarme de estar completamente solo. Cuando me entregaba a mis lastimosas meditaciones mi gatito entraba a mi cuarto, se acostaba a mis pies y así me inspiraba pequeñas pero sustanciosas dosis de valor. Si he estimado profundamente a alguien en esta vida ha sido a ese gatito.

Un día decidí intentar nuevamente. Vi una vacante en un restaurante cerca de mi casa. Pasé por enfrente y el temor me envolvió. Me paseé por calles cercanas esperando reunir el valor para solicitar empleo ahí. Afortunadamente solo requerían una solicitud y una identificación. Me costó muchísimo trabajo pero entré y obtuve el empleo. No era un gran empleo pero tampoco resultó del todo malo. Comencé a ganar dinero desde el primer día gracias a las propinas y tanto el dueño como su socio resultaron ser íntegros y muy amables.

Cuando regresé a casa después del primer día, no cabía en mi mente que por fin me hubiese sucedido algo bueno. Sin embargo no estaba contento o satisfecho. Había perdido la capacidad para alegrarme. No así la capacidad para angustiarme o dudar de mí mismo. Si bien el modesto ingreso económico me proporcionó un enorme descanso psicológico, me encontraba demasiado atrofiado para mantenerme firme en un propósito, aunque este me reportara beneficios. Me había acostumbrado a mi mala situación. Mi mente ya no tendía al progreso y sentía mayor aversión por todo aquello que implicara novedad. Sí, tener trabajo era un triunfo, pero nadie me lo reconoció, ni siquiera yo. Tan solo experimentaba un sobrio alivio. Pero no me sentí mejor ni me atreví a plantearme otros propósitos. La idea de la inestabilidad se había instalado en mi mente y cualquier logro, por mínimo que fuese, me parecía incierto, un engaño temporal en el cual descansar de mi verdadera condición. Yo pertenecía a la inestabilidad, no a una vida próspera. Debía deteriorarme, no renovarme. Los elementos positivos de la vida no duraban y si aparecían debía huir de ellos.

Poco después de un mes renuncié. Y lo hice mal. Tan solo me fui sin siquiera agradecerles. Por supuesto me arrepentí. No fue pereza ni fue cansancio. Mi cerebro ya no era capaz aceptar el concepto de elevación. Tras años de progresiva decadencia, estaba programado para el fracaso. La idea de «salir adelante» me parecía endeble y falsa en comparación con la fuerza y solidez del detrimento, al cual se tiende con mayor facilidad.

No pasó mucho tiempo para que mis circunstancias volviesen a la «normalidad». Y esas cinco semanas en el restaurante se me figuraban una bella alucinación. Volví a mis libros, a mi apetito insatisfecho, a mis angustias. Lo más irreal habían sido las comidas. Después de meses de comer solo latas, pasta y leguminosas de forma escasa, aquellas generosas y exquisitas comidas en el restaurante me parecieron de ensueño. Ya había olvidado que se siente estar saciado por deliciosos alimentos. Los primeros días me enfermé del estómago. Física y mentalmente me había deshabituado a comer bien.

También me había desacostumbrado al buen trato. A ser tomado en cuenta. A ser respetado a pesar de mi modesta ocupación. A ser tratado como ser humano. No solo por mis jefes sino por quienes comencé a tratar de modo secundario como los tenderos, los clientes, etc. Mis días en el restaurante fueron como acceder a otra dimensión, donde existía la confianza, el buen trato, el trabajo arduo y la prosperidad. A pesar de mis continuos errores, también demostré ser capaz. Además siempre existió el temor a perder aquello y por evitar la sorpresa de que me fuese arrebatado renuncié a ello por voluntad no propia sino implantada o impuesta.

No me sentía merecedor de aquello pues una conducta reforzada durante años en el fracaso no se corrige con un mes de recompensas. 

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